Ignacio Ellacuría, teólogo y filósofo de la liberación Juan José Tamayo
El horizonte y mi madre
Tengo 6 hijos y todos varones. Esa era la frase que repetía mi madre cada vez que alguien le preguntaba por su vida. El número 6 acompañó durante mucho tiempo a mi familia. 5 más uno son 6, y 5 hermanos tuvo mi padre, 5 mi madre y 5 yo. Pero mi madre no tuvo suerte en el deseo de buscar una niña. A los 42 años, mientras yo, el hijo mayor, estaba haciendo el servicio militar, tuvo el sexto y ya no pudo intentarlo más. Se quedó sin niña.
Era estudiante de Filosofía y Letras cuando se enamoró de mi padre. Se casó un mes antes de cumplir 22 años, dejó la carrera y se dedicó a criar 6 hijos varones, uno detrás de otro. Un ejército de hijos, sin la niña que le ayudase a cuidar la casa, significaba la dedicación completa para darles de comer, atenderlos en la salud y en la enfermedad, vestirlos, disponer las cosas del colegio y reparar las consecuencias de los juegos y las travesuras en una vida que transcurría entre sillas torturadas, mesas heridas y muebles sometidos a un continuo interrogatorio. En mi educación sentimental cumplió un papel importante la sala de las visitas, la habitación cerrada y prohibida a los niños que mis padres mantenían más allá de la guerra diaria para recibir de forma decente a los abuelos, los tíos y los amigos. Educarse es ir resolviendo secretos, los misterios que viven junto a nosotros, y en la sala de las visitas, allí estaba la biblioteca, descubrí algunos de los más importantes.
Los brotes antidemocráticos se encarnan siempre en una agitación de la violencia, el abuso y la desconsideración machista
En la sonrisa de mi madre también. Recuerdo lo mal que me sabía el huevo pasado por agua que nos preparaba antes de salir los sábados por la tarde al cine con mi padre y su sonrisa de felicidad cuando abría la puerta de la calle en busca de unas horas para ella. Era la misma sonrisa de las playas de verano, cuando se metía en las aguas de Motril, Torrenueva o Almuñécar y empezaba a nadar en busca del horizonte. El amor, convertido en necesidad y dependencia, se carga de egoísmo y acaba desconociendo el sacrificio que suponen sus exigencias. A veces lo más invisible es lo que tenemos al lado. Mi madre sacrificó su vida para que en la mesa familiar, en la que se sentaban su marido y sus hijos, no se sentara también la desgracia.
No te metas en política, qué tonterías dices, vas a hacerte un desgraciado, ten cuidado con esas novias que te echas en la facultad. Mi madre fue la persona con la que más he discutido a lo largo de mi vida. Educada en una familia conservadora y en la España de la Sección Femenina, no estaba dispuesta a admitir las razones de su hijo cuando le decía que hubiera sido mejor pensar un poco más en ella, ser más independiente y acabar su carrera. Entonces no hubiéseis nacido ninguno de vosotros, decía, y después argumentaba que ella era una mujer feliz gracias a todo lo que había sufrido para cuidar a sus 6 hijos varones.
Con el paso de los años, con el cambio de las costumbres y de España, mi madre admitió poco a poco algunas cosas. Muy abuela de sus nietas, admitía que era justo que estudiasen, trabajasen y tuviesen los mismos derechos que sus nietos. Pero no cambió demasiado en sus ideas. Como un día se quejó de que yo hablase más de mi padre que de ella, le escribí un poema a su sonrisa en la fotografía del carné de familia numerosa para afirmar que, pese a nuestras discusiones, reconocía el amor y la entrega de mi madre. Mujeres como ella habían sostenido en sus espaldas la supervivencia humana de nuestro país en la posguerra. Construir la democracia suponía para mí una ilusión en la que no hiciesen falta ese tipo de sacrificios. Una democracia es mucho más que votar cada 4 años y la poesía es una forma de meditar en lo que decimos al decir soy yo, soy hombre, soy mujer, te quiero. Por eso los brotes antidemocráticos se encarnan siempre en una agitación de la violencia, el abuso y la desconsideración machista.
Lo que resulta más difícil siempre es reconocer el secreto que vive junto a nosotros. El cambio climático y las amenazas contra el equilibrio natural del planeta se aceptan en la teoría rotunda de los estudios científicos. Pero es complicado que se asuman las responsabilidades de forma cotidiana y definitiva. Estamos acostumbrados a vivir en su normalidad y en sus deterioros paulatinos bajo el amanecer, el anochecer, el sol, el agua, el calor, la lluvia y el frío del día a día. A nuestro lado vive la herida. Ocurre lo mismo con el otro gran asunto de la democracia y la supervivencia: la igualdad entre hombres y mujeres. No es alentador que tantos jóvenes convivan hoy con la desigualdad y con el deterioro del planeta sin plantearse no ya lo que tienen al lado, sino lo que tienen por delante.
A mí me gusta buscar la sonrisa de mi madre en el recuerdo, más allá de su amor y su orgullo sacrificado, mientras la veo nadar joven, muy hermosa, muy querida y libre por un momento hacia el horizonte. Ahora también la veo nadar en el crepúsculo, hacia la boya roja, la que se esconde como el sol al otro lado de las últimas barcas.
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