La mano en el fuego

10

La expresión “poner la mano en el fuego” ha cobrado protagonismo en la política española. Me parece todo un síntoma de una crisis ideológica que suele desembocar en la falta de solidez, los golpes de efecto y la sustitución de los debates y los programas en reafirmaciones de carácter moral. Cuando la corrupción se extiende como una enfermedad institucionalizada, es lógico tratar de situarse en el lugar de la ética, o de ocuparlo por completo. Pero la ética no deja de ser un requisito de actuación. Esta deriva de sustituir con la bandera ética todo debate político sobre la economía, el trabajo y la organización social forma parte de la inutilidad de los partidos y de la melancolía democrática. Abstenerse de robar está muy bien, pero no basta.

Poner la mano en el fuego es un acto de fe incondicional sobre la honestidad de una persona. Hay varios matices en esta expresión, sobre todo cuando se formula en la escena pública, que pueden resultar inquietantes. Ya de por sí es triste que la amistad, la hermandad o el compañerismo deban desenvolverse como una ordalía, ante un fuego amenazador. El sé que no me voy a quemar esconde también la idea de que no me importa acabar con la mano achicharrada por una persona muy mía. En épocas de descrédito, esto indica de forma subrepticia que entrar en política supone estar dispuesto a quemarse. El riesgo de la llamarada cobra vida en la versión abrasadora y crispada de las actuaciones públicas.

Conviene recordar también que la incondicionalidad es un valor asumible en los debates familiares o privados. Es lógico que una madre y un padre se pongan fuera de la ley antes de dejar que su hijo sea degollado por los soldados de Herodes. Y también es respetable que un hijo se decida por su madre en vez de por la justicia. Pero son sentimientos privados difíciles de asumir en una norma pública. Llevados como escenificación de fe al debate político sólo sirven para cerrar la discusión y cancelar las explicaciones, los matices o el sentido de los argumentos.

El fuego, en este caso, esconde dentro de sí el golpe voluntarioso y sectario del que se niega a hablar: aquí ya no se dice más y quien mantenga una duda, una opinión distinta a la mía, se convierte en un enemigo que pone en peligro la tranquilidad de mis ideas, mis apuestas y mis deseos. Un dogma es una prisa en el terreno de las ideas, la decisión de acomodarse sin fisuras en el sí y el no, en el blanco y el negro, en lo bueno y lo malo. La pretendida lealtad generosa encubre con frecuencia el propio interés, el egoísmo de no incomodarse, de no entrar en razones, de no alterar nada de todo aquello que me sirve o va conmigo. Por eso el fuego, más que las manos, suele quemar las conciencias de la barra brava.

De ahora en adelante

Ver más

Me tomo muy en serio el valor simbólico de estas cosas desde que leí un libro del filósofo José Gaos titulado Exclusivas del hombre. La mano y el tiempo (1945). Gaos fue uno de los grandes pensadores del exilio republicano. Como defendió con brillantez el carácter histórico del tiempo y del pensamiento, no se enfadará conmigo si cambio ahora lo de las “exclusivas del hombre” por las exclusivas de los seres humanos o de las personas. Y sí, claro que sí, es verdad, la imagen de la mano y la conciencia del tiempo están en la condición de los monos y las monas que se pusieron de pie y empezaron a caminar sobre la tierra. Son raíces que van juntas, por eso muchas veces se nos lee la palma de la mano para imaginar un futuro.

La mano sirve para asir, para agarrar, para utilizar una herramienta. Es el requisito del homo faber, que anda en paralelo con el homo sapiens en el desempeño de los oficios. La mano es la parte del cuerpo en la que se reúnen la voluntad de acción y la inteligencia. De nada sirven las buenas intenciones si a uno le faltan dos dedos de luces. Por si fuese poco, la mano define también el tacto, la capacidad de percibir o de sentir, el deseo de palpar, acariciar o ser acariciado. Es el ámbito de la delicadeza. Uno puede tratar la política a puntapiés. Pero cuando uno acaricia un sueño, una idea, conviene no equivocarse con los juegos de manos, aunque las manos sean también un requisito imprescindible para jugar. Es una cuestión de posiciones y de situaciones. Llegados a las manos, por ejemplo en el fútbol, conviene más jugar de portero que de delantero centro.

En cualquier caso, cuando se trata de la política, poner las manos en el fuego no es que sea prudente o imprudente, es que está fuera de lugar. Resultan más ajustadas otro tipo de expresiones: dar la mano, echar una mano o ponerse en buenas manos. Lo del fuego, si se saca del hogar para llevarlo a la escena pública, puede conducir en el peor de los casos a las hogueras de la Inquisición. Y en el mejor a la hipocresía, a eso de que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu mano derecha.

La expresión “poner la mano en el fuego” ha cobrado protagonismo en la política española. Me parece todo un síntoma de una crisis ideológica que suele desembocar en la falta de solidez, los golpes de efecto y la sustitución de los debates y los programas en reafirmaciones de carácter moral. Cuando la corrupción se extiende como una enfermedad institucionalizada, es lógico tratar de situarse en el lugar de la ética, o de ocuparlo por completo. Pero la ética no deja de ser un requisito de actuación. Esta deriva de sustituir con la bandera ética todo debate político sobre la economía, el trabajo y la organización social forma parte de la inutilidad de los partidos y de la melancolía democrática. Abstenerse de robar está muy bien, pero no basta.

Más sobre este tema
>