Muy cerca de Granada, a la salida de la carretera que va hacia la costa, está Armilla. Es un pueblo al que le tengo especial afecto desde niño, porque pasar entre sus calles y por delante de su base aérea, siempre vigilada por soldados vestidos de azul, suponía empezar el camino hacia el mar. El coche de mis padres iba cargado de cestos y niños, soportaba la orquesta veraniega de las chicharras y cruzaba por pueblos, canciones, curvas, caracolillos, mareos, adivinanzas, aplausos, túneles, pantanos, churrerías y abucheos, hasta llegar al puerto de Motril y a la playa de las Azucenas. Las distancias cambian con el tiempo; 70 kilómetros eran entonces algo parecido al infinito.
La alegría con la que identifico el nombre de Armilla ha cambiado también. La autovía que une Madrid con Granada acaba para mí en un cruce marcado ahora por la salida a este pueblo. Doblando hacia el río Genil, mi coche, cargado de ausencias, noticias radiofónicas, recuerdos y necesidad de abrazos, se dirige a casa de mis padres. Así que la palabra Armilla ocupa un lugar en mi vida.
Por eso recuerdo una escena de finales de los años 80 que también identifico con la alegría. Rafael Alberti habitaba un piso en la calle Juan Gris, en el que, con la ayuda de su sobrina Teresa, terminaba de recuperarse de un accidente de tráfico. Una mañana coincidí allí con el pintor granadino Manolo Rivera, uno de los componentes del grupo El Paso, y con Mari, su mujer. Llevaba conmigo a mi hija Irene, a la que Rafael acabó llamando con mucho cariño La Guerrillera por las batallas que nos daba mientras intentábamos hablar de política o de poesía. Aquella mañana, entre Manolo y Rafael, de mano a mano, la niña dio sus primeros pasos. Ahora que lo escribo me parece que, sin saberlo nadie, se estaba marcando sus destino: una profesora de historia del arte dedicada a estudiar las relaciones entre los poetas del 27 y los pintores de vanguardia.
Ver másTrumpantojos, enkilosamientos y porquerrías
La vida es una mezcla de curvas, orillas, sonrisas y lágrimas, y con todo eso la memoria conforma nuestra personalidad. Después de jugar con La Guerrillera, empezamos a discutir sobre la actuación de cierto personaje poco fiable en sus reacciones y sus argumentos. Manolo Rivera dijo entonces: "Mira, Rafael, ese es como la marrana de Armilla, que si se la meten llora y si se la sacan chilla". A lo largo de mi vida he recordado en muchas oportunidades ese refrán, dicho, proverbio o sentencia. Hay gente que necesita llevar la contraria no por rebeldía ante alguna injusticia o por disidencia doctrinal, sino por la necesidad imperiosa de escenificar su poder, ocultando su vacío. Protestan al mismo tiempo por lo uno y por lo otro, por una decisión y por su contraria. El grito se convierte en el negocio.
Cuando no se tiene programa verdadero o cuando se quieren ocultar los errores propios, la política se parece mucho a la marrana de Armilla. Vamos a cerrar esto, pues a llorar, llorar, llorar; que vamos a abrir, pues a chillar, chillar, chillar. Vamos a aprobar tal cosa, pues a chillar, chillar, chillar; bueno, pues no la aprobamos, ¿cómo?, a llorar, llorar, llorar. Del mismo modo que Cádiz levantó un monumento a la Constitución de 1812 para homenajear la lucha de los liberales españoles contra el absolutismo, creo que a mi querido pueblo de Armilla le asiste todo el derecho del mundo para hacer un gran monumento a su marrana, símbolo de una política enfangada, turbia y peligrosa. Es una manera de entender la política a la que no le importa degradar los espacios públicos, porque suele estar al servicio de los que no quieren un Estado fuerte y prefieren tener las manos libres para sus negocios. Todo lo que sea ensuciar y gritar, da beneficios para los suyos, aunque se acabe preparando un San Martín.
Menos gritos, menos llantos, y a ver qué podemos hacer para ayudarnos. A mantener en alto las energías cívicas, ayuda la costumbre de cultivar con decencia las alegrías personales. Yo, por ejemplo, me dedico a recordar los buenos momentos vividos con mis hermanos en el coche de mis padres, con mis hijos en mi coche y con mis amigos en cualquier esquina de la vida. Me dedico también a disfrutar con los poemas de Rafael Alberti y con los alambres resueltos en vida de Manolo Rivera.
Muy cerca de Granada, a la salida de la carretera que va hacia la costa, está Armilla. Es un pueblo al que le tengo especial afecto desde niño, porque pasar entre sus calles y por delante de su base aérea, siempre vigilada por soldados vestidos de azul, suponía empezar el camino hacia el mar. El coche de mis padres iba cargado de cestos y niños, soportaba la orquesta veraniega de las chicharras y cruzaba por pueblos, canciones, curvas, caracolillos, mareos, adivinanzas, aplausos, túneles, pantanos, churrerías y abucheos, hasta llegar al puerto de Motril y a la playa de las Azucenas. Las distancias cambian con el tiempo; 70 kilómetros eran entonces algo parecido al infinito.