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El sentido del ridículo es propio de personas con buen sentido y supone una conciencia de respeto a la comunidad. Igual que el amor, el sentido del ridículo confirma que nuestra identidad resulta inseparable de la mirada de los otros, una necesidad de reconocimiento en la que juegan un papel importante la comprensión y el respeto de los demás. Bajo la sensación de ridículo que a veces se siente en la intimidad, se dibujan en toda su amplitud las fronteras de la convivencia y el orden. Las situaciones en las que el ridículo se desborda de manera pública conducen a una pérdida grave de la vergüenza. Y cuando fallan, por el otro lado, la comprensión y el respeto brotan los impulsos de desprecio y autoafirmación supremacista que sustituyen el orden por la violencia.
Por eso el sentido del ridículo es un compañero honroso del progreso humano. La historia de la poesía es inseparable de un sentido del ridículo que en determinados momentos alertó sobre los peligros de la cursilería, la grandilocuencia o las habilidades redichas. En épocas de exaltación culterana o de blandenguería sentimental, la poesía se corrige a sí misma para no encerrarse en un ejercicio de impunidad ante los ojos extraños.
Supongo que eso pasará también en otros oficios. Las inquietudes personales son inseparables de la conciencia pública. Muchos médicos sentirán vergüenza del paulatino deterioro de la sanidad de sus comunidades debido a la falta de inversión y a las estrategias sostenidas para convertir la salud en un negocio privado. Supongo también que esa vergüenza pública se convertirá en un malestar de ridículo cuando miran a los ojos al paciente que logran atender durante cinco minutos después de varios meses de espera. Y algo parecido les debe ocurrir a los profesores que comprenden no sólo la grieta clasista cada vez más amplia entre la educación pública y privada, sino la deriva pedagógica que se aleja de la formación cívica de las personas para favorecer la creación de mano de obra barata.
En algún momento de la historia el sentido del ridículo y la vergüenza se aliaron para abrir meditaciones sobre la justicia. Las transformaciones sociales y las nuevas apetencias económicas buscaron un modo digno de presentarse en sociedad gracias al sentido de la vergüenza. Y es que era un escándalo que hubiese esclavos y siervos en un mundo formado por seres humanos que debían ser libres. Muy pronto la libertad enseñó los colmillos del poder y se acercó a la ley del más fuerte, por lo que el sentido de la vergüenza empezó a hablar de igualdad y fraternidad.
Por este camino llegaron las personas a pasar de la vergüenza al sentido del ridículo, asumiendo que la fuerza y la prepotencia estaban fuera de lugar en una sociedad democrática. Se llegó incluso a sentir orgullo por vivir en comunidades en las que el poder tenía como tarea regular la vida de forma solidaria, establecer cuidados, equilibrar desigualdades y cobrar impuestos para invertir en una convivencia digna. Con todos sus pecados, la civilización occidental podía enorgullecerse de esto.
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Las personas de mi edad vivimos este proceso con el fin de la dictadura y la llegada de la democracia. No es que todo fuera perfecto, pero personas del Movimiento como Adolfo Suárez dieron un ejemplo de dignidad, vergüenza y sentido del ridículo al entender que España se merecía sustituir la desvergüenza y la fuerza por normas democráticas. El viejo refrán de la mujer del César cumplió su misión cuando la política intentó no sólo ser decente sino parecerlo.
Por desgracia no tardaron en surgir nuevas forma de corrupción. Y por desgracia esa corrupción silenciosa ha creado ahora, una vez descubierta, una dinámica en la que se está perdiendo de forma clamorosa el sentido del ridículo y la vergüenza. Más que pedir perdón y adecentar la casa, se intenta crear ruido para distraer la gravedad de los hechos. Esa dinámica, además, está pasando de la corrupción económica a la vida pública y a los nombramientos. Figuras marcadas por la indecencia ocupan o van a ocupar puestos por encima de cualquier sentimiento de pudor público y sonríen sin el menor sentido del ridículo.
Aunque parezca un asunto menor, tengamos cuidado. Que algunos partidos pierdan el sentido de la vergüenza y que algunas figuras notables de nuestra vida pública hayan perdido el sentido del ridículo, queriendo normalizar sus tropelías, es un síntoma de que nuestra democracia está jugando con fuego. Y eso es grave, sobre todo, cuando el poder judicial anda por medio.
El sentido del ridículo es propio de personas con buen sentido y supone una conciencia de respeto a la comunidad. Igual que el amor, el sentido del ridículo confirma que nuestra identidad resulta inseparable de la mirada de los otros, una necesidad de reconocimiento en la que juegan un papel importante la comprensión y el respeto de los demás. Bajo la sensación de ridículo que a veces se siente en la intimidad, se dibujan en toda su amplitud las fronteras de la convivencia y el orden. Las situaciones en las que el ridículo se desborda de manera pública conducen a una pérdida grave de la vergüenza. Y cuando fallan, por el otro lado, la comprensión y el respeto brotan los impulsos de desprecio y autoafirmación supremacista que sustituyen el orden por la violencia.
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