Recuerdos de La Hípica
Les voy a explicar por qué los artículos de la Constitución española se me llenan de caballos.
1978 es el año de la Constitución y el año en el que yo dejé los caballos. Hay costumbres, lugares y aficiones que forman parte de los quiebros de la vida. La relación íntima con los caballos ocupó un espacio central en mis intereses entre 1972 y 1978. Como muchas de las familias de militares en Granada, la mía frecuentaba la Sociedad Hípica, un club con campos deportivos, piscinas, columpios, restaurante, pistas de equitación y cuadras. Mi tío Quico, el hermano menor de mi madre, mi hermano Adolfo y yo aprendimos a montar y nos aficionamos hasta el punto de que durante años fue el argumento principal de nuestra vida.
El teniente Barrera nos enseñó a caminar, trotar y galopar controlando la fuerza de la existencia con las riendas en las manos y los pies en los estribos. El comandante Ramírez nos enseñó el arte de medir los trancos y saltar los obstáculos para hacer un recorrido más o menos seguro y sin derribos. Nos implicamos tanto en la equitación que conseguimos convencer a la junta directiva para que comprase caballos jóvenes. Sustituíamos con esperanza a los viejos animales que apuraban su existencia en las cuadras. Mi caballo se llamó Lauro, un tordo de sangre árabe.
Montar a caballo se parece a bailar con el mundo. Cuando me intereso por algo, siempre recuerdo lo que cuesta aprender. El movimiento, la derecha, la izquierda, y acompasar el cuerpo con la silla, controlar la velocidad, medir los pasos, aprovechar en beneficio propio la fuerza ajena, respetar siempre aquello que se tiene entre las manos. Porque también recuerdo lo que cuesta enseñar, domar, hacer que las decisiones sean naturales, dar cuerda y sentido a la vida, evitando los rehúses y los accidentes. Siempre se asumen riesgos, pero no conviene confundir el valor con la temeridad a la hora de bailar con el mundo.
Me acostumbré al olor del guadarnés, a los paseos por el campo mezclado con una naturaleza de la que me sentía parte. Viajé también en vagones de tren para participar en los concursos hípicos de alguna ciudad. Ir de Granada a Cartagena en un tren de mercancías llegaba a suponer para nosotros dos días y dos noches, con estancias alargadas y conexiones eternas en una estación como la de Alcázar de San Juan. El caballo se convertía en un amigo íntimo junto al que comer, beber y dormir.
Mi historia con los caballos y la hípica se cortó un día en el que al llegar al guadarnés vi que me habían cortado las correas de los estribos y habían escrito sobre el cuero de la montura la palabra comunista. Se acababa de aprobar la Constitución
De aquella amistad recuerdo sobre todo la soledad de sus ojos. En la quietud de aquellos ojos estaba encerrado el mundo, una traducción de la realidad a la vida interior de los recuerdos. No son animales inteligentes, pero tienen muy asentada la memoria de sus experiencias. La velocidad del galope no se confunde nunca con el olvido. No ocurre los mismo en otro tipo de vértigos.
Theophile Gauthier escribe en su Viaje a España algo que tiene que ver con los recuerdos de mi adolescencia: “Un caballo muerto es un cadáver; otro animal cualquiera sin vida es una carroña”. Comprendí bien por qué había escrito esta confesión cuando vi el cadáver de dos caballos que se habían escapado de sus cuadras y fueron atropellados por un tren en las afueras de una ciudad. La luz de las linternas no enfocó una carroña, sino un duelo.
Mi historia con los caballos y la hípica se cortó un día en el que al llegar al guadarnés vi que me habían cortado las correas de los estribos y habían escrito sobre el cuero de la montura la palabra comunista. Se acababa de aprobar la Constitución. Fue el final de una historia complicada que se inició en 1976 cuando un general agresivo, de cuyo nombre no quiero acordarme, irrumpió como una mula en las pista de montar y empezó a lanzarme piedras al enterarse de que había asistido al homenaje a Federico García Lorca, maldito rojo, celebrado en Fuente Vaqueros. Aquel señor, como otros muchos, estaba acostumbrado a dar más coces que los caballos.
No, tampoco sentó muy bien en aquel ambiente que en 1978 se aprobara la Constitución. Los desprecios se habían hecho comunes sobre el estudiante de Filosofía y Letras en la Sociedad Hípica, y el estudiante se sentía ya más cómodo en las asambleas de Facultad, los teatros independientes, las lecturas poéticas y las manifestaciones callejeras al grito de amnistía, libertad y estatuto de autonomía.
Aquel ambiente no fue tan cordial como ahora se recuerda. Llovió o salió el sol en muchas vidas. Para asistir al primer mitin de Santiago Carrillo en Granada crucé a pie algunos terrenos del barrio del Zaidín, terrenos que estaba acostumbrado a cruzar sobre mi montura. Por eso la Constitución de 1978 se me llena todavía de caballos. Me ocurre lo mismo cuando entro en la Biblioteca Pública Francisco Ayala, un edificio que se levanta hoy justo sobre las cuadras de Lauro, Balear, Obsequioso, Sabiote, Canastero y otros amigos de mi adolescencia. Aquel jinete que fui, aprendiz de García Lorca, se tuvo que bajar de su jaca valerosa para llegar a Córdoba.
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