En poco más de un año de ejercicio del poder, se ha cambiado sustancialmente la percepción internacional sobre el presidente de El Salvador, Nayid Bukele. Su llegada a la presidencia de la República por mayoría absoluta en primera vuelta —53 % de los sufragios— levantó muchas expectativas al haber conseguido imponerse a tres décadas de bipartidismo entre la izquierda histórica del FMLN y la derecha omnicomprensiva de ARENA. Ambos partidos son coaliciones electorales recicladas de los bandos enfrentados en la larga y cruenta guerra civil (1980-1992) que asoló el país y casi toda la región centroamericana.
Con un perfil de joven político milenial, precoz empresario triunfador y práctica personalista de la política, Bukele ha explotado con éxito todo el potencial de la nueva comunicación política, basada en el papel rector de las redes sociales para marcar la agenda y ganar popularidad en los sectores más dinámicos del electorado, consiguiendo que el candidato presuma de una relación “sin intermediaros” con sus seguidores. De hecho, su partido Nuevas Ideas— fue presentado en Facebook y los ministros de su gabinete nombrados uno a uno en Twitter. El enfrentamiento con la clase política en ejercicio tampoco faltó para presentarse como regenerador del sistema.
Sin embargo, esta imagen de actor político de nueva generación, desconectado de los círculos tradicionales de la política salvadoreña, pugna con el hecho evidente de tratarse de un antiguo militante del oficialista Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), izquierda revolucionaria reconvertida al socialismo democrático tras los acuerdos de paz. Bajo estas siglas consigue Bukele la alcaldía de Cuscatlán (2012) y la de San Salvador (2015). Y es precisamente dos años antes de la campaña presidencial cuando, a resultas de un confuso incidente con una compañera síndica en el gobierno local, se produce su expulsión del partido y se abre la oportunidad buscada de crear su propia plataforma electoral —GANA: Gran Alianza para la Unidad Nacional— con la que concurrir a los comicios presidenciales y desplegar la campaña diseñada siguiendo la estela de otros mandatarios “hechos a sí mismos”.
Una vez conquistado el poder, los pasos del presidente Bukele han sido más convencionales. En el ámbito nacional, inauguró su gobierno con la presentación de una comisión internacional contra la impunidad por la que se pretende ajustar cuentas con un pasado de laxitud ante la corrupción. Los desmesurados índices de criminalidad del país han sido abordados con una clásica estrategia de militarización de la seguridad. El llamado Plan de Control Territorial contra las organizaciones criminales (maras) contempla medidas de excepción y métodos expeditivos. Las sospechas documentadas por la prensa de acuerdos secretos con jefes pandilleros —Mara Salvatrucha13—, con el riesgo de comprometer la libertad de acción del Estado, cuestionan el coste de la eficacia en esta materia. En política exterior, se estrecha la relación con Washington buscando la protección temporal de doscientos mil migrantes en suelo estadounidense y correspondiendo con el reconocimiento del líder opositor Juan Guaidó y la expulsión sin miramientos a la representación diplomática de Caracas.
La alta popularidad con la que comienza su mandato, unido al favorable impacto en la sociedad de sus primeras medidas, van afianzando su marcado estilo presidencialista que adquiere ribetes despóticos en la gestión de la pandemia. En febrero de 2020 se produce una grave crisis política. El ejecutivo necesita la aprobación urgente por la Asamblea Nacional de fondos suplementarios destinados a dotaciones de la policía y la fuerza armada y, desconociendo la autonomía de la cámara legislativa, insta una convocatoria extraordinaria invocando la previsión constitucional de un supuesto derecho a la “insurrección popular” por el interés general del país. La asamblea no acepta la imposición del gobierno al estimar que invade sus atribuciones constitucionales. El gobierno al estimar que invade sus atribuciones constitucionales. Planteado el pulso entre poderes, Bukele decide presionar a los parlamentarios ocupando personalmente la sede de la Asamblea con efectivos armados del Ejército y una manifestación popular en el exterior. La Corte Suprema resuelve negar la competencia del presidente y de la fuerza pública para cumplir otras funciones que las establecidas en la Constitución. El presidente opone al fallo del alto tribunal la necesidad del sistema de “autoprotegerse” lo que es interpretado en bloque por la oposición como un verdadero autogolpe.
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La crisis de presiones e interferencias entre los poderes del Estado ha erosionado las reglas del juego democrático llevando a la sociedad salvadoreña a una inquietante polarización política. Los observadores internacionales solicitan al gobierno que respete la separación de poderes. La conferencia episcopal pide que se rebaje el tono para impedir que se avance hacia la discordia civil de tan trágica memoria. En un reciente análisis del impacto de las medidas extraordinarias anti-COVID en la región latinoamericana, El Salvador es uno de los países monitorizados en que se observa una tendencia hacia la regresión de los principios de la democracia liberal y la conculcación de los derechos fundamentales y las libertades públicas con el pretexto de la excepcionalidad sanitaria (Verdes-Montenegro, 2020).
Tras su toma de posesión solemne y atípica en la plaza pública, Bukele se ha revestido con el uniforme verde oliva. Los gestos con el Ejército han sido constantes, desde la participación del presidente en la jura de bandera de los nuevos soldados a la vuelta a la parada militar como acto central de la fiesta de la independencia. En el mes de agosto se ha llevado a cabo una campaña de imagen en los medios de comunicación de una “nueva Fuerza Armada” con la que, al parecer, se pretende contrarrestar el posible desgaste de la institución tras su intervención en la “toma de la Asamblea Nacional”. Se destaca el papel del Ejército en la ejecución de los planes de seguridad contra la delincuencia y la atención que presta en emergencias, algo ya ensayado desde los años noventa como parte de las “nuevas misiones” de la fuerza armada.
Cabe sospechar que la campaña de imagen también puede tener un carácter preventivo ante el horizonte de revisión de responsabilidades por los crímenes sistemáticos cometidos por los uniformados durante la guerra civil. Los comandantes militares, contraviniendo las disposiciones de los acuerdos de paz, no han prestado en este tiempo colaboración real a la reparación de las víctimas negando el acceso a los archivos militares. Las fuerzas militares, aunque formalmente sometidas al poder civil, no han cambiado esencialmente la doctrina y el código deontológico tras su implicación en el conflicto interno. La prevalencia institucional y la autonomía operativa se han mantenido con el riesgo de seguir incurriendo en los viejos abusos. En este sentido, la reciente condena en España del excoronel Inocente Montano, exviceministro de Seguridad Pública, por el asesinato de los jesuitas españoles en 1989 como acción planeada por el alto mando y ejecutada por un comando militar de operaciones especiales, abre la vía a extender el proceso a los responsables del terrorismo de Estado.
En poco más de un año de ejercicio del poder, se ha cambiado sustancialmente la percepción internacional sobre el presidente de El Salvador, Nayid Bukele. Su llegada a la presidencia de la República por mayoría absoluta en primera vuelta —53 % de los sufragios— levantó muchas expectativas al haber conseguido imponerse a tres décadas de bipartidismo entre la izquierda histórica del FMLN y la derecha omnicomprensiva de ARENA. Ambos partidos son coaliciones electorales recicladas de los bandos enfrentados en la larga y cruenta guerra civil (1980-1992) que asoló el país y casi toda la región centroamericana.