Es normal, casi inevitable, que una cebra se sienta incómoda al entrar en un prado de elefantes. No hace falta que un conejo sepa leer un letrero, Cuidado con el perro, para que levante las orejas con atención al pasar junto a una casa con un veraniego olor a perro. Tampoco se sintió cómoda España López al entrar en los salones en los que el Señor celebraba la fiesta de cumpleaños. ¡Nada más y nada menos que 100 años!
No los había cumplido el Señor, sino la empresa familiar. Pero resultaba imposible distinguir entre el Señor y la empresa. Estaban tan unidos como la cebra a sus rayas o el conejo a su piel. ¿Qué era la familia sin la empresa o la empresa sin la familia? Cien años haciendo negocios, buenos negocios, bajo los tiempos de la Restauración, Alfonso XIII, Primo de Rivera, la República, la Cruzada y la Democracia. La empresa había nacido al final de la Gran Guerra y había visto pasar la Revolución Rusa, el desembarco de Normandía, el suicidio de Hitler, la ejecución de Mussolini, el Concilio Vaticano Segundo, la llegada del hombre a la luna, el triunfo de Massiel en el Festival de Eurovisión, la muerte del Caudillo, la Constitución de 1978, el mundial de fútbol de 2010 y la abdicación de Juan Carlos I en Felipe VI.
Tan gran acontecimiento exigió primero una santa misa en la capilla familiar, lo bastante grande por fortuna para ver cómo se arrodillaban más de 200 invitados. Después de recibir la bendición, los amigos leales de la casa, una selecta representación, lo más distinguido de la sociedad empresarial, el mundo de la política y el reino del deporte, pasaron a los salones del Señor para compartir confidencias con una copa en la mano. De vez en cuando los labios callaban para escuchar alguna confesión de alto contenido o para recibir las delicias que llevaban en sus bandejas las camareras bien uniformadas.
Ellas tienen suerte, pensó España López, incómoda en su ropa de calle. Ya se había quitado el mono de jardinera para irse a su casa cuando Antonio el secretario le pidió que buscase al Señor y le diera una carta del Señorito. Es un correo electrónico que está esperando para leerlo en público, dijo Antonio. Yo no puedo moverme porque tengo que recibir todavía a los invitados que llegan con retraso. Falta un ministro. Ve tú al salón y le das la carta al Señor.
El azul del Mediterráneo temblaba detrás de las grandes cristaleras. España López se sintió acomplejada entre la espuma social que flotaba por la habitación. La gente se movía con la agilidad de un yate, sonreía con la felicidad de un descapotable, levantaba la cabeza como los áticos de Londres y se saludaba con la complicidad acogedora de las sábanas de lino. ¿Dónde estaba el Señor? Quería desaparecer cuanto antes, sacar de allí su falda de grandes almacenes y sus zapatos de barrio, el bolso de plástico y la pulsera que su marido le había comprado en el mercadillo.
Ver másAprender a escuchar vale más que mil palabras
De vez en cuando algunas palabras se cruzaban en sus oídos con el aleteo de los abejorros del jardín. Pero no tenía tiempo de escuchar. No oyó la conversación sobre las pérdidas en las prospecciones de gas que va a cubrir el Estado, ni sobre el déficit en las autovías de peaje. No oyó la conversación sobre la política hipotecaria. No oyó la conversación sobre la factura de la luz. No oyó la conversación sobre la injusticia que se comete con las grandes figuras y los empresarios criticados por no pagar impuestos. No oyó la conversación sobre las necesarias relaciones de amistad entre la política y los negocios. No oyó una animada conversación sobre Cataluña, sobre las rentas de un conflicto en el que hay muchos amigos que arriman el ascua a su sardina. No oyó la conversación sobre la Clínica Mayo y el hospital de Houston.
España López no escuchaba, tenía prisa por encontrar al Señor. Y al fin lo vio. Esquivó a una camarera, cruzó el salón, llegó hasta la puerta del despacho y le entregó la carta. De parte de Antonio el secretario, murmuró. Se quedó junto a él mientras leía las palabras del Señorito. Vio cómo se le iluminaban los ojos al padre, una inmensa lámpara de cristales se había encendido en sus pupilas. Como no le dijo nada, España López se retiró justo antes de que el Señor pidiese un momento de atención para leer unas palabras del hijo, el heredero de la empresa familiar. La firma de unos contratos en Arabia Saudí le había impedido compartir el día con todos los amigos.
El salón quedó en silencio. Y el silencio aumentó la incomodidad de España, tan mal vestida, tan fuera de lugar en aquella fiesta. Se trataba de una incomodidad innecesaria. Nadie le había prestado atención.
Es normal, casi inevitable, que una cebra se sienta incómoda al entrar en un prado de elefantes. No hace falta que un conejo sepa leer un letrero, Cuidado con el perro, para que levante las orejas con atención al pasar junto a una casa con un veraniego olor a perro. Tampoco se sintió cómoda España López al entrar en los salones en los que el Señor celebraba la fiesta de cumpleaños. ¡Nada más y nada menos que 100 años!