Quienes tuvieron en sus manos evitar el precipicio ya han demostrado que no podían o no querían o no sabían dar marcha atrás. Ni Cataluña es hoy más independiente que ayer ni España más fuerte. Al contrario. La DUI necesitaba la amenaza de un 155 para autolegitimarse y la intervención de la autonomía catalana precisaba una DUI para justificarse. Perdemos todos, y da verdadera grima observar aplausos festivos en el Senado y celebraciones exultantes en el Parlament. ¿Son conscientes de la fractura social, cívica, familiar y política provocada? Este viernes 27 de octubre quedará marcado como uno de los días más tristes de la historia democrática española, y como fecha señalada de un fracaso político colectivo.
Me niego a escribir hoy para reiterar machaconamente el listado de responsabilidades individuales que nos han traído a este agujero negro. (Lo que uno piensa y argumenta sobre el origen y desarrollo de un absoluto disparate puede leerse pinchando en este Buzón de voz). La historia colocará en un lugar muy, muy oscuro, a quienes este viernes ejecutaron en el Parlament el enésimo paso de un procés que ha saltado por encima de leyes y normas para imponer de forma sectaria y antidemocrática sus creencias y su modelo de país a otra mitad de la sociedad catalana que no las comparte. El derecho a saber es previo al derecho a decidir, del mismo modo que, como sostiene el profesor Emilio Lledó, “sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión se degrada porque sólo sirve para decir tonterías”. O para algo peor. Estas semanas negras transcurridas desde el 6 de septiembre (cuando se perpetró en el Parlament aquel pisoteo a los derechos de las minorías) han servido para que el principio de realidad desmonte algunos de los mitos del independentismo: que la República Catalana sería aceptada por Europa y por la comunidad internacional, que empresas y bancos jamás se irían de Cataluña, que España no tendría más remedio que negociar la relación entre “los dos Estados”…
“Los embustes, las falsedades, las medias verdades, pueden hechizar en el corto plazo a la gente de bien, pero la realidad ignorada o manipulada siempre acaba preparando su venganza”. Totalmente de acuerdo con esta proclama de Mariano Rajoy en el Senado, con la sugerencia añadida de que debería aplicársela a sí mismo, y no sólo a los independentistas. El déficit de credibilidad de los actores protagonistas de este drama tiene mucho que ver con su incapacidad para resolverlo.
Tenemos derecho a saber con detalle por qué el jueves Puigdemont estuvo dispuesto durante unas horas a convocar elecciones anticipadas y a renunciar a la DUI y por qué cambió de opinión. Cuando el (todavía) president de la Generalitat dice que no se le dieron garantías suficientes de que no se aplicaría el 155 y decide trasladar la responsabilidad al Parlament, es importante saber si exigió la “suspensión de los efectos del 155” (como él había hecho antes con la declaración de independencia) o si además ponía otras condiciones como la libertad inmediata de los Jordis, el compromiso de que la Fiscalía General no actuaría contra dirigentes soberanistas y la retirada de policías y guardias civiles enviados como refuerzos a Cataluña. Íñigo Urkullu y Miquel Iceta tienen parte de la respuesta a esa duda razonable, porque protagonizaron hasta última hora los principales esfuerzos para convencer a Puigdemont, presionado absolutamente por sus propias filas y sus socios, que no tardaron un cuarto de hora en acusarlo de “traidor” ante el amago de convocar elecciones. Todo indica que se produjo una combinación de factores, trenzados por la profunda desconfianza entre Gobierno y Govern, pero basta observar la gestualidad de hielo entre Puigdemont y Junqueras durante toda la jornada del viernes para concluir que el bloque independentista sale muy fracturado de un procés que quizás se lleve por delante a todos sus protagonistas, salvo que se reconviertan en mártires con la inestimable ayuda del 155.
En ese punto estamos. El 27 de octubre es ya el peor día de nuestro reciente pasado, pero lo que importa es evitar que lleguen días peores. “En el conflicto catalán han sobrado ignorancia y pasión”, dice con tristeza Emilio Lledó (que hace muchos años renunció a la cátedra que había ganado en Madrid porque sus alumnos catalanes recogieron firmas para pedirle que siguiera en Barcelona). Ha habido también en este conflicto más épica que inteligencia, más testosterona que argumentos, más electoralismo que generosidad.
Ha llegado la hora de exigir sensatez incluso a quienes han demostrado que no es su fuerte. Es hora de que la sociedad civil reaccione ante la trampa de quienes adjudican a conceptos como Cataluña, el Estado, la democracia, la bandera, el autogobierno o la autodeterminación rasgos que ocultan una cruda realidad: detrás de cada uno de ellos hay personas. El Estado no sufre, ni la democracia llora. La gente sí. Hay familias rotas en Cataluña, compañeros de trabajo que no se dirigen la palabra, vecinos que no se saludan… ciudadanos que viven con miedo.
Es hora de exigir a los políticos independentistas que no inflamen las calles, que no se escuden en la multitud para esquivar sus propias responsabilidades. Es hora de reclamar a Rajoy que no use el 155 para alimentar aún más la frustración en Cataluña. Disolver de inmediato el Parlament y convocar elecciones para el 21 de diciembre lanza el mensaje de que pretende devolver con urgencia las instituciones catalanas a los representantes de la ciudadanía. Pone (inteligentemente) fecha de salida a la entrada en el barrizal. Falta saber cómo administrará un posible boicot del independentismo, o de sus corrientes más insurrectas, a unas elecciones “impuestas” por el Estado, y falta saber qué hará Rajoy si los resultados de esas elecciones dibujan un Parlament similar al actual. ¿Estará entonces dispuesto a abrir el diálogo para una imprescindible y profunda reforma constitucional a la que siempre se ha negado?
Es hora de exigirnos a los medios y a los periodistas responsabilidad y templanza, para demostrar que una democracia sólida debe poder confiar en una prensa capaz de diferenciarse del ruido, las provocaciones y los fakes que incendian las redes con rumores intencionados e insultos sectarios. Es la hora de la gente sensata y no de quienes jamás dudan, ni siquiera cuando se lanzan al precipicio.
“Al que le duela España, que se tome una aspirina”, decía otro gran filósofo, José Luis López Aranguren, cuando ya en 1983 sugería también a Cataluña que hiciera “su propia autocrítica”, que repensara su “ser nacional” para buscar “una nueva forma de existencia colectiva”, capaz de integrar “a todos los catalanes, los de nacimiento y los de nacionalización”. Han pasado 34 años y algo hemos hecho muy mal, catalanes y españoles, para desembocar en una DUI y un 155, en una rebelión (esperemos que siga siendo pacífica) y en la “extinción” por decreto de los órganos de autogobierno.
P.D. Es hora de abrir una reflexión serena pero urgente ante la evidencia de que es factible pactar en cuestión de días el desarrollo del complejísimo artículo 155 de la Constitución, pero no ha habido forma (o ganas) en cuarenta años de desarrollar el 35, sobre el derecho al trabajo, o el 47, sobre el derecho a una vivienda digna.
Quienes tuvieron en sus manos evitar el precipicio ya han demostrado que no podían o no querían o no sabían dar marcha atrás. Ni Cataluña es hoy más independiente que ayer ni España más fuerte. Al contrario. La DUI necesitaba la amenaza de un 155 para autolegitimarse y la intervención de la autonomía catalana precisaba una DUI para justificarse. Perdemos todos, y da verdadera grima observar aplausos festivos en el Senado y celebraciones exultantes en el Parlament. ¿Son conscientes de la fractura social, cívica, familiar y política provocada? Este viernes 27 de octubre quedará marcado como uno de los días más tristes de la historia democrática española, y como fecha señalada de un fracaso político colectivo.