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Los dos porfiados caminantes casi han llegado a la meta soñada, tras múltiples y abigarradas aventuras por las carreteras y albergues de Francia y el norte de España. Al ir llegando a su destino hay una prostituta llamativa esperando dentro de un coche. Está desolada por la falta de clientela. Les pregunta si van a visitar la tumba del Apóstol. Dicen que sí, claro, que a eso han venido andando desde París. Se ríe la dama. ¡Están perdiendo su tiempo! ¿No se han enterado? ¡Se acaba de saber que los restos no son de Santiago sino de un hereje decapitado de nombre Prisciliano! Los hoteles de la ciudad, en consecuencia, están vacíos, las plazas desiertas, no se ve un alma por la calle, todo el mundo se ha ido, no asoma por ningún lado un peregrino. ¿Por qué, pues, en vez de seguir inútilmente hacia adelante, no van con ella y le hacen el bebé que tanto anhela? Desaparecen los tres detrás de unos arbustos. Y no les vemos más.
Corte. Dos ciegos, discurriendo por el campo, intuyen de repente la cercanía de Cristo, nada menos, que aparece acto seguido acompañado de sus discípulos. Todo en glorioso Eastmancolor. ¿Será que Nuestro Señor y los suyos, no debidamente informados, también quieren contemplar la tumba del Patrón de España? Los hemos visto antes en las bodas de Caná, donde Jesús alegra la fiesta, como es debido, convirtiendo el agua en vino. Ahora tienen prisa, pero ello no impide que el Hijo de Dios se detenga brevemente para concederle la vista a los ciegos. Estos, sin embargo, no se creen del todo el milagro, pese a disfrutar por primera vez en su vida del espectáculo de una reluciente pradera verde y de unos pájaros volando, y siguen tanteando el suelo con su bastón, por si acaso, mientras al fondo se aprecia el clamoroso repique de las campanas de la catedral compostelana.
La vía láctea, rodada por Luis Buñuel en los alrededores de la capital gala y estrenada en 1969, es para mi gusto personal una de sus películas más logradas. Película impensable sin el concurso de su extraordinario coguionista Jean-Claude Carrière, fallecido en febrero de este año a los 89 años.
Según asegura el cineasta en las memorias dictadas en francés al mismo colaborador, había acometido, nada más llegar al exilio mexicano tras la Guerra Civil, la tarea de leerse entera la monumental Historia de los heterodoxos españoles de Menéndez y Pelayo. Por algo sería. Educado por los jesuitas de Zaragoza, y a pesar de insistir hasta la muerte en que, gracias a Dios, seguía siendo ateo, nunca logró liberarse cabalmente de la influencia de los de Ignacio de Loyola, como tampoco James Joyce (que se encarga de recordarles en la primera página de Ulises).
Buñuel dedicó una parte no desdeñable de su carrera a ironizar sobre sacerdotes y cuestiones teológicas. En La vía láctea es inolvidable el intrincado duelo verbal entre el jesuita y el jansenista mientras estos demuestran simultáneamente su pericia en el manejo de las espadas, así como son memorables las distintas intervenciones de una Virgen María encantadora, el fusilamiento por un grupo anarquista del Papa (a quien encarna el calandino) o el debate sobre herejías que tiene lugar en el improbable escenario de un restaurante chic de Tours. Luego están el cura loco, escapado del manicomio, que cree que el mundo entero se ha convertido al catolicismo —musulmanes y judíos incluidos— o la voz del aragonés simulando la lectura, por la radio de un coche estrellado con el piloto muerto dentro, de una cita tétrica sobre el Infierno sacada de la Guía de pecadores de Fray Luis de Granada (“Lágrimas allí no valen, arrepentimientos allí no aprovechan…”). Tampoco, ahora que me acuerdo, falta el marqués de Sade razonando sobre la inexistencia de Dios con una de sus víctimas femeninas. Haber hecho de todo ello una película muy entretenida, que no aburre ni un segundo, es un portento. Y cabe deducir que burlarse del mito de Santiago, quien por más señas nunca parece haber puesto los pies en Galicia, le debería de producir al turolense una satisfacción íntima.
Carrière no ha recibido en este país el homenaje que por muchos motivos merece, pero tampoco, y es más grave, se le atiende debidamente al propio Buñuel, cuya ausencia de la programación de la pequeña pantalla es lamentable e injusta, tratándose del director cinematográfico de más peso internacional que ha producido España. ¿Cuándo tendremos, ya era más que hora, el magno ciclo de la televisión pública, fundamental para que la gente pueda conocer mejor la creación de quien, empezando en pleno surrealismo con Un perro andaluz y La edad de oro, luego se internó en los malditos territorios de Las Hurdes para rodar Tierra sin pan y después, desde su largo exilio mexicano, con viajes ocasionales a casa, nos dio cintas maravillosas, además de la comentada, como Los olvidados, Tristana, Viridiana, Nazarín, Simón del desierto, El fantasma de la libertad o Ese oscuro objeto del deseo?
Entretanto, como consuelo, es grato poder señalar que acaba de salir una segunda edición revisada de Los años rojos de Luis Buñuel (2009), fruto opíparo de la colaboración de Román Gubern y Paul Hammond (tristemente fallecido, como Carrière, hace poco). Publicada por Prensas Universitarias de Zaragoza, creo que la reaparición del texto, tan enjundioso como ameno, supondrá una magna sorpresa para aquellos admiradores del cineasta que todavía no lo han leído.
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Cuando la ultraderecha está pululando otra vez en España y fuera, Buñuel, en fin, luchador comprometido e incansable contra la injusticia social, la opresión, el fanatismo y la inanidad —con su sentido maño del humor siempre intacto— me parece hoy, como Antonio Machado, más imprescindible que nunca.
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Ian Gibson, hispanista, especialista en historia contemporánea española, biógrafo de García Lorca, Dalí, Buñuel y Machado.
Los dos porfiados caminantes casi han llegado a la meta soñada, tras múltiples y abigarradas aventuras por las carreteras y albergues de Francia y el norte de España. Al ir llegando a su destino hay una prostituta llamativa esperando dentro de un coche. Está desolada por la falta de clientela. Les pregunta si van a visitar la tumba del Apóstol. Dicen que sí, claro, que a eso han venido andando desde París. Se ríe la dama. ¡Están perdiendo su tiempo! ¿No se han enterado? ¡Se acaba de saber que los restos no son de Santiago sino de un hereje decapitado de nombre Prisciliano! Los hoteles de la ciudad, en consecuencia, están vacíos, las plazas desiertas, no se ve un alma por la calle, todo el mundo se ha ido, no asoma por ningún lado un peregrino. ¿Por qué, pues, en vez de seguir inútilmente hacia adelante, no van con ella y le hacen el bebé que tanto anhela? Desaparecen los tres detrás de unos arbustos. Y no les vemos más.
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