Reforma fiscal y el virtuosismo parlamentario Pilar Velasco
Los caminos del fascismo español
1933 fue el año de la puesta de largo del fascismo español, al calor de las noticias que llegaban de la destrucción de la República de Weimar en Alemania por Hitler y los nazis.
El fascismo apareció en España más tarde que en otros países, sobre todo si la referencia son Italia y Alemania, y se mantuvo muy débil como movimiento político hasta la primavera de 1936. Durante los primeros años de la República, apenas pudo abrirse camino en un escenario ocupado por la extrema derecha monárquica y por la derechización del catolicismo político. Fascistas no eran, pese a que luego se identificaron con muchos de sus postulados, los grupos de la derecha monárquica, alfonsina o carlista, que apostaron desde el principio, aunque no con muchos recursos, por el derribo violento de la República.
La hostilidad hacia la República encontró muy pronto eco, apenas inaugurada ésta, en la Sociedad Cultural de Acción Española, creada en julio de 1931 para la difusión de las ideas monárquicas integristas y que sacó a partir de mediados de diciembre de ese mismo año la revista Acción Española, inspirada en L´Action Française, el órgano de expresión del movimiento autoritario fundado por Charles Maurras en el país vecino. En esa sociedad cultural contrarrevolucionaria y en su revista teórica participaron aristócratas alfonsinos que la financiaron, como el marqués de Quintanar, intelectuales monárquicos como Eugenio Vegas Latapié y Ramiro de Maeztu y teóricos carlistas como Víctor Pradera. Su objetivo era defender el orden político monárquico, de raíces tradicionales en la nación española, fundamento de su Estado nuevo, católico y corporativo y, en palabras de Martin Blinkhorn, “invertir la liberalización y la descristianización de la intelectualidad española” que creían que se había producido durante el siglo XIX.
Esos argumentos los compartía esencialmente el carlismo, el movimiento popular de extrema derecha que había nacido un siglo antes que la Segunda República. Bloqueado y debilitado por la presencia de la monarquía alfonsina durante el primer tercio del siglo XX, los carlistas sacaron notables frutos de la caída de Alfonso XIII y del establecimiento en España de un régimen republicano. A su antirrepublicanismo ideológico unieron durante los años treinta la reconstrucción activa del Requeté, la fuerza militar formada por sus jóvenes más guerreros, un paramilitarismo moderno que estaba preparado y en perfecta formación para auxiliar el golpe de Estado en julio de 1936.
Muchos de esos monárquicos fundamentalistas, alfonsinos y carlistas, tuvieron una presencia destacada en los orígenes de Acción Nacional. Tras las elecciones a Cortes Constituyentes en junio de 1931, Antonio Goicochea, antiguo dirigente del maurismo y ministro con la Monarquía, asumió la presidencia del partido y en su junta de gobierno entraron dos alfonsinos más, el conde de Vallellano y Cirilo Tornos, y el carlista conde de Rodezno. Esa presencia fue disminuyendo, sin embargo, con el avance y consolidación dentro del partido de la vía posibilista de Ángel Herrera y Gil Robles. El fracaso de la sanjurjada significó también el momentáneo fracaso de la acción insurreccional contra la República y se vieron obligados a abandonar un partido que había decidido optar sólo por los cauces legales. Goicochea dimitió de todos sus cargos en Acción Popular y a finales de enero de 1933 fundó Renovación Española. A partir de ese momento se dedicaron a conspirar, a propagar la idea de la legitimidad de una sublevación militar contra la República y a buscar los fondos y apoyos necesarios para llevarla a cabo.
Ninguna de esas propuestas del monarquismo radical había mostrado hasta ese momento especial interés por la ideología fascista, cuyas primeras manifestaciones en España siguieron otros derroteros. Empezaron como proyectos culturales y periodísticos. El primero que lo hizo fue Ernesto Jiménez Caballero con su revista vanguardista Gaceta Literaria, creada en 1927, aunque el primer grupo fascista organizado creció en torno a Ramiro Ledesma Ramos, joven intelectual, funcionario de correos, y su semanario La Conquista del Estado, fundado en marzo de 1931. Unos meses más tarde, en octubre, Ledesma Ramos y Onésimo Redondo, un abogado ultracatólico de Valladolid, apadrinaron las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista (JONS). Ledesma trató de infundir a las JONS un nacionalismo revolucionario de tipo fascista, con métodos de acción directa, que pudiera competir con los anarcosindicalistas entre las clases trabajadoras, pero solo atrajo a algunos centenares de partidarios, recluidos en el corazón de la vieja Castilla.
El triunfo de Hitler en Alemania suscitó el interés de muchos ultraderechistas que, sin saber todavía mucho del fascismo, vieron en el ejemplo de los nazis un buen modelo para acabar con la República. En España, no obstante, cualquier proyecto fascista que pretendiera germinar tenía que contar para conseguir recursos con los monárquicos, y ése fue el camino que condujo durante ese año a la fundación de Falange Española (FE). José Antonio Primo de Rivera, hijo del difunto dictador, fue el vínculo de unión entre el autoritarismo monárquico y las propuestas fascistas con sello italiano. Con Rafael Sánchez Mazas y Julio Ruiz de Alda, fundó un grupúsculo, el Movimiento Español Sindicalista, que logró un pacto con los alfonsinos de Renovación Española para que financiaran el nuevo partido a cambio de hacer vaga referencia en su programa político a la concepción autoritaria del orden que derivaba del catolicismo tradicional.
Eso permitió a José Antonio Primo de Rivera mayor respaldo financiero del que tuvieron las JONS y entrar incluso, unos meses después, en la candidatura derechista a Cortes por Cádiz, en la que salió elegido. En esa campaña electoral, Primo de Rivera y Ruiz de Alda promovieron un “acto de afirmación derechista” en el Teatro de la Comedia de Madrid, el 29 de octubre de 1933, considerado el origen y fundación de Falange Española. Allí estaba también Alfonso García Valdecasas, un intelectual discípulo de Ortega y Gasset, antiguo integrante de la Agrupación al Servicio de la República, que había creado unos meses antes, en una acelerada emergencia de grupúsculos filofascistas sin ningún arraigo, el Frente Español.
A principios de 1934, falangistas y jonsistas se fusionaron en la Falange Española de las JONS, que se mantuvo, hasta la primavera de 1936, como una organización minúscula, con apenas varios miles de afiliados, que buscó apoyos financieros en los monárquicos y en Italia, sin grandes resultados. Tampoco consiguió cuajar entre las clases trabajadoras, aunque lo buscaron sus dirigentes con la creación de un movimiento sindicalista, nacionalista y antimarxista, la Confederación Obrera Nacional-Sindicalista (CONS). Sus intentos de imitar los modelos fascista y nazi, echando raíces en la sociedad española, fracasaron hasta que llegó su gran oportunidad con la violenta guerra civil. Mientras tanto, sus militantes alborotaron las calles, se enfrentaron a los izquierdistas y crearon el desorden necesario para que todo pareciera que iba de mal en peor.
El escaso arraigo de un movimiento fascista de masas en España antes de la guerra civil, catorce años después de la Marcha sobre Roma de Mussolini, ha generado explicaciones para todos los gustos. España no participó en la Primera Guerra Mundial y no tuvo, por lo tanto –al contrario de lo que sucedió en otros países, sobre todo en los que perdieron la guerra o la ganaron de forma desastrosa, como Italia–, masas de excombatientes que engrosaron las filas de organizaciones paramilitares, caldo de cultivo esencial del fascismo como movimiento político y social. Y tampoco sufrió España las consecuencias de la crisis económica de 1929 de una forma tan severa como otros países, a la vez que la debilidad del nacionalismo español y el peso de burocracias tradicionales y reaccionarias, como el Ejército y la Iglesia católica, impedían el avance de un movimiento cuyos principios se identificaban precisamente con un nacionalismo radical y moderno que movilizó a las clases medias contra la revolución, pero también frente a la práctica política de las clases dominantes establecidas.
El escaso arraigo de un movimiento fascista de masas en España antes de la guerra civil, catorce años después de la Marcha sobre Roma de Mussolini, ha generado explicaciones para todos los gustos
Apenas tres años después de su aparición, sin embargo, esos grupúsculos fascistas, junto con Renovación Española, el carlismo y las masas del catolicismo político, estaban en primera fila en el acoso y derribo violento de la República. Pusieron todo su empeño y utilizaron todos los mecanismos sociales y económicos a su disposición para hacer imposible el proyecto reformista republicano, la consolidación de la presencia obrera y del poder representativo obtenido por las organizaciones de izquierda. Así las cosas, aunque no arraigó un “verdadero” partido fascista de masas en la sociedad española, sí que germinó y tomó fuerza una tradición político-cultural contrarrevolucionaria capaz –como lo fue el “prefascismo” en Italia y el nacionalismo “völkisch” en Alemania– de ser movilizada para desempeñar un papel similar.
Ganaron la guerra civil provocada por el golpe de Estado y a través de la violencia consolidaron una dictadura que duró décadas, aunque, salvo en las investigaciones y debates de algunos historiadores, casi nadie en la democracia se esforzó por descubrir sus similitudes y diferencias con los fascismos.
Hay que volver a subrayar que el franquismo no fue un antecedente necesario de la democracia, sino un régimen autoritario de inspiración fascista, salido de una sublevación militar y una cruenta guerra civil recordada y celebrada durante cuatro décadas. En los últimos años de la dictadura los desvelos de las elites reformistas no se ocupaban en trazar un plan perfecto para que la sociedad transitara de manera pacífica hacia la democracia, como algunos pretenden ver, sino en acordar los cambios mínimos que pudieran permitir la supervivencia del régimen o, al menos, las bases del orden social y los privilegios sociales y económicos que detentaban. Desde luego, el grueso caparazón del régimen franquista que controlaba el poder no contenía el embrión de la democracia y tampoco el nuevo jefe del Estado ofrecía las mejores garantías.
La ultraderecha formó parte del fragmento más negro de la historia de Europa hasta 1945 y de España hasta 1978. La nueva ultraderecha, fuera ya del paraguas ideológico del Partido Popular, no necesita rechazar la democracia parlamentaria ni cerrar o destruir parlamentos. Tampoco está en su agenda ofrecer soluciones radicales de eliminación sistemática de sus oponentes. Le sirve socavar la democracia desde dentro, hacerla más frágil, quebrar sus perspectivas ético-políticas, convertir la anti-inmigración y el antifeminismo, “la toma” de España, la nueva reconquista, en el centro de una nueva cultura blanca y auténticamente española. Y buscar además todo eso en nombre de la libertad, pasando –como ya ha ocurrido en otros países– por encima de quienes resistan. Está ya en camino de hacerse respetable. Es cuestión de tiempo.
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Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza.
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