Ideas Propias
Comunismo, socialismo, libertad
A partir de 1945 la violenta derrota del militarismo y de los fascismos allanó el camino en Europa Occidental para una alternativa que había aparecido en el horizonte antes de 1914, pero que no se había podido estabilizar después de 1918. Era el modelo de una sociedad democrática, basada en una combinación de representación con sufragio universal, estado de bienestar, con amplias prestaciones sociales, libre mercado, progreso y consumismo.
La democracia se consolidó tras la profunda crisis de las tres décadas anteriores. El camino por el que resucitó Europa a partir de 1945 fue de modernización conservadora –que recuperaba y restauraba modelos de vida familiar prebélicos, valores religiosos y estabilidad social–, pero al mismo tiempo los partidos de izquierda, socialistas y comunistas, promovieron profundas reformas sociales y aceptaron un sistema político y parlamentario más estable que el que había permitido el ascenso del autoritarismo desde los años veinte.
España no participó en esa construcción de la democracia y de las libertades porque la dictadura de Franco, impuesta a sangre y fuego con la inestimable ayuda de la Italia fascista y de la Alemania nazi antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, duró tres décadas más. El sistema represivo procesal levantado tras la guerra, consistente en la multiplicación de órganos jurisdiccionales especiales, mantuvo la continuidad durante toda la dictadura.
Cuando una ley era derogada, la nueva normativa reiteraba el carácter represor de la anterior. La de mayor continuidad fue la de Represión de la Masonería y el Comunismo de 1 de marzo de 1940, obsesionados como estaban Franco y los vencedores de la guerra por considerar máximos responsables de todos los males de España a quienes caían bajo el amplio paraguas de esos dos términos. El Tribunal Especial que estableció esa ley fue suprimido el 8 de marzo de 1964, aunque, en realidad, una buena parte de sus atribuciones habían sido asumidas desde 1963 por el Tribunal de Orden Público. Murió Franco y allí estaba todavía el Tribunal de Orden Público (TOP), disuelto finalmente por un decreto ley del 4 de enero de 1977.
A finales de la dictadura, en el movimiento estudiantil, en el sindicalismo clandestino de Comisiones Obreras y en muchas asociaciones vecinales y colectivos de barrios, en la protesta urbana y en la política antifranquista, era muy visible la presencia y liderazgo del PCE-PSUC en el caso de Cataluña. En 1976 había en España más de un millar de presos políticos, los miembros de la Brigada de Investigación Político-Social trabajaban con ahínco, el TOP abrió en ese año casi cinco mil causas con penas de cárcel, sanciones administrativas y elevadas multas, y la censura se empleaba a fondo a través de las suspensiones gubernativas, las incautaciones de periódicos y los expedientes de la Dirección General de Prensa.
De la machacona propaganda frente al comunismo, continuada por Manuel Fraga desde el Ministerio de Gobernación con Arias Navarro, se pasó a la legalización del PCE tras la matanza en el despacho de abogados laboralistas de la calle Atocha en enero de 1977. Una parte de la opinión pública española cambió la percepción que tenía de los comunistas y el Gobierno de Adolfo Suárez se dio cuenta de que unas elecciones generales sin su concurso, sin las siglas que mejor representaban la lucha contra el régimen dictatorial, dejarían una sombra indeleble sobre el carácter democrático de la convocatoria y una tara pesada para el Ejecutivo que saliera de los comicios.
Legalidad a cambio de legitimidad. El 27 de febrero, Suárez se reunió en secreto con Santiago Carrillo y le adelantó la posibilidad de la legalización a cambio de la aceptación de la Corona y de los símbolos del Estado. El 9 de abril, en medio de las vacaciones de Semana Santa, el Gobierno utilizó un dictamen improvisado de la junta de fiscales para permitir la inscripción legal del PCE. La temida reacción del búnker militar llegó dos días después con la dimisión del ministro de Marina, el almirante Pita da Veiga, y un comunicado de repulsa del Consejo Superior del Ejército que, de todas formas, aceptaba lo ocurrido como un «hecho consumado» que obedecía a «intereses nacionales de orden superior». Carrillo no perdió ni un momento. En su primera reunión como partido legal, el Comité Central del PCE, a pesar de las protestas de algunos dirigentes comunistas vascos y catalanes, aprobó por amplia mayoría el reconocimiento de la monarquía parlamentaria y su líder apareció en la rueda de prensa posterior al lado de la bandera «de todos los españoles», comprometido a defender la unidad de la «patria común».
No hace falta insistir aquí en la esencial aportación del PSOE a la historia de España desde su fundación en 1879, como representante, junto con el anarquismo, de las clases trabajadoras que, con sus organizaciones, movilizaciones, disturbios y huelgas, aparecieron en el escenario público y pidieron insistentemente que no se las excluyera del sistema político. En su primer siglo de historia llegó al parlamento por primera vez en 1910 con Pablo Iglesias, gobernó en la Segunda República y durante la guerra civil, y sus militantes sufrieron asesinatos masivos, cárceles y exilio desde abril de 1939.
En octubre de 1982 el PSOE ganó las elecciones generales con 202 diputados y más de diez millones de votos. Los trabajadores industriales, los sectores profesionales, los jóvenes que votaban por primera vez y una parte importante de las clases medias urbanas y de la población rural acudieron a las urnas para dar su apoyo a un partido con cien años de historia pero encabezado por líderes jóvenes, con unas siglas revolucionarias pero un programa reformista que prometía estabilidad y seguridad, con todo el peso de los valores tradicionales de la izquierda pero con promesas que hablaban sólo del futuro y un eslogan que pedía el voto «por el cambio». Un partido político que no tenía nada que ver con el franquismo y sí con los vencidos en la Guerra Civil y con la represión, con cuatro décadas de exilio y clandestinidad.
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En Madrid aparece ahora la consigna “comunismo o libertad”, con Venezuela y Cuba en el horizonte, con desprecio superlativo de la tradición europea de la lucha antifascista, a la vez que se ensalza a una fuerza política con un discurso ultranacionalista, ultraderechista, xenófobo y machista. La historia al revés, pero las mentiras hace tiempo que dan muchos votos.
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Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza.