Para terminar, quiero referirme a la cuestión del establecimiento de responsabilidades en relación con las catástrofes.
Por supuesto, es clara la diferencia entre la responsabilidad moral, la política y la jurídica. Respecto a esta última, es evidente que se pueden y se deben ejercer acciones de responsabilidad patrimonial frente a la Administración, para obtener el resarcimiento por los daños y perjuicios de carácter no personal. Ya se han presentado algunas y vendrán más, incluso en vía contencioso-administrativa. Probablemente se ejercerán también acciones en la jurisdicción laboral, por incumplimiento de lo establecido en la ley de prevención de riesgos laborales, en particular en los artículos 20 y 21 sobre situaciones de emergencia. Otra cosa es la exigencia de responsabilidades penales. Como ha expuesto el profesor Quintero, conviene ser muy prudentes cuando se habla de plantear acusaciones o denuncias por delitos de homicidio imprudente y omisión del deber de socorro, incluso de prevaricación omisiva, como es el caso de varias denuncias y querellas presentadas ya ante el Tribunal Supremo, contra autoridades aforadas.
Aunque a primera vista pueda parecer razonable el argumento de conexión entre las (malas) decisiones e incluso la ausencia de decisiones por parte de responsables políticos de toda laya (salvo, seguramente, los alcaldes y concejales de los pueblos afectados) y una parte importante de los fallecimientos que causó la riada, ese vínculo de imputación penal, como argumenta el mismo profesor, tiene una difícil fundamentación jurídica en nuestro ordenamiento. Y ello porque, como explica, para hablar de homicidio imprudente se requiere poder establecer una imputación objetiva que, a su vez, supone necesariamente identificar una conducta contraria a un mandato jurídico. Y añade: “en las situaciones en las que, como sucedió en la que motiva estas líneas, se acumulan procesos causales y decisorios que pueden no estar ni siquiera concatenados… es precisamente cuando es fundamental fijar el momento en que se infringió una norma de cuidado concretamente destinada a evitar los resultados que se podían producir. Esas normas de cuidado nacen tanto de leyes y reglamentos de prevención de riesgos como de la experiencia cultural sobre la posible materialización de esos riesgos. A la obligación de respetar esas normas se une el deber personal de cuidado, que se mide en función de las especiales condiciones del sujeto y su capacidad de previsión y de control de los riesgos posibles”. Además, y esto es capital, “Es consubstancial al delito imprudente el que el resultado se pueda prever, con independencia de que el sujeto concreto lo haya previsto o no. Esa previsibilidad se ha de poder apreciar objetivamente y ex ante de la realización de la acción u omisión”. Por eso, concluye, “el resultado (las muertes) ha de derivarse de la acción del autor o autores. Cierto que no se trata de una derivación físico-causal, sino normativa, y eso exige poder establecer una relación que llamaremos de “imputación”, entre actuaciones de los autores, infractoras de concretas normas de cuidado, desbordando el marco del riesgo aceptado y siendo posible prever el resultado de muerte”.
Como decía, este tipo de responsabilidad es bien distinta de la responsabilidad moral (ligada a la identificación del mal moral) y de la política. Me referiré ahora a esta última.
La exigencia de responsabilidad política, la accountability, es consustancial a la democracia. Inicialmente, se intenta acotar la puesta en práctica de esa exigencia a mecanismos parlamentarios de depuración de responsabilidades (comisiones de investigación, mociones de reprobación) o, en todo caso, a la capacidad que tienen el titular de la soberanía, esto es, los ciudadanos, de modificar su voto en las elecciones cuando se ha acreditado tal (ir)responsabilidad. Poco a poco se ha generalizado también la praxis de que, sin esperar al siguiente momento electoral, una vez acreditada la responsabilidad política, ésta ha de asumirse por el gobierno correspondiente o por el partido que lo sostiene en forma de dimisiones o ceses de quienes se identifiquen como titulares de esa responsabilidad, lo que suele obligar a escalar sucesivamente en la jerarquía política, en la que se intenta que algunos cargos de menor rango actúen como fusibles de los responsables últimos. Y, por supuesto, siempre existe la posibilidad de ejercer mociones de censura o confianza, cuando el establecimiento de responsabilidades políticas está suficientemente acreditado. Sólo en algunos sistemas electorales se prevén mecanismos intermedios de censura, o procesos deconstituyentes. Esta ausencia de mecanismos eficaces de rendición de cuentas políticas ignora la advertencia que señalara tantas veces mal atribuida a Lichtenberg y cuyo autor fue el cardenal de Retz, en sus Mémoires (1765): “quand ceux qui commandent ont perdu la honte…ceux qui obéissent perdent le respect; et c’est dans ce même moment où l’on revient de la léthargie, mais par des convulsions», lo que podría traducirse libremente así: “Cuando los que mandan pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto, y despiertan de su letargo, pero de forma violenta”.
Esa pérdida de legitimidad en el ejercicio de la tarea de gobierno deriva, no ya de que no hubiera protocolos de actuación, sino de hechos que muestran que se actuó rematadamente mal
Cuando se produce una quiebra tan palmaria y masiva de la confianza de los ciudadanos en sus gobernantes, como la que resulta evidente en el caso que comento a propósito de la quiebra de confianza de una parte muy importante de los valencianos en las autoridades autonómicas (sin que ello excluya que haya también una quiebra de la confianza en las del gobierno central, aunque no se haya expresado de forma tan masiva y constante, ni tampoco signifique minusvalorar la rabia expresada indiscriminadamente contra todas las autoridades en Paiporta, ante la visita oficial de los reyes, el presidente del gobierno y el de la Generalitat), se destruye lo que llamamos “legitimidad de ejercicio”, que es muy distinta de la legitimidad de origen: nadie niega la legitimidad democrática, de origen, de las autoridades de la Generalitat. Esa pérdida de legitimidad en el ejercicio de la tarea de gobierno deriva, no ya de que no hubiera protocolos de actuación, sino de hechos que muestran que se actuó rematadamente mal: en primer lugar, por la inexplicada ausencia del President de la Generalitat durante varias horas de la tarde del 29, cuando se tenía constancia de que el agua anegaba ya varias poblaciones; además, por la ineficiencia de la cadena de mando de la Generalitat, reunida en el Centro de Coordinación preventiva de la emergencia (CECOPI) y, también, a mi juicio, porque el Gobierno central no debió escudarse en el problema técnico de la competencia según el grado de emergencia y debería haber respondido de inmediato, aunque es necesario reconocer que la pronta respuesta de la UME en Utiel fue un factor positivo. En todo caso, a mi juicio, la pérdida masiva de confianza en el President de la Generalitat y su Consell, expresada por decenas de miles de valencianos que llenaron las calles de Valencia el 10 de noviembre de 2024, obliga a asumir la responsabilidad política y de una forma muy concreta: dimisión (o cese) y, en un tiempo prudente, cuando se haya consolidado suficientemente el proceso de reconstrucción, convocatoria de nuevas elecciones para que los ciudadano certifiquen a quién otorgan su confianza.
Es importante subrayar, en todo caso, que el efecto de indignación ante actos en los que se hace evidente la responsabilidad política por falta de previsión o por incompetencia en la gestión de catástrofes tiene un riesgo evidente, el de la manipulación de la rabia y la frustración, que conduce a lo que Canetti, en su famoso ensayo de 1960, Masa y Poder, denominara “masa de acoso”.
La indignación, el sentimiento de lo injusto, como sabemos, es un motor poderoso de la lucha por el Derecho, cuyos antecedentes se remontan a la antigüedad clásica
La indignación, el sentimiento de lo injusto, como sabemos, es un motor poderoso de la lucha por el Derecho, cuyos antecedentes se remontan a la antigüedad clásica, como demuestra la Antígona de Sófocles. Lo explicó muy bien Jhering, en su imprescindible ensayo La lucha por el Derecho y también ahondó en las razones, las buenas razones políticas para la indignación, Stephen Hessel en un panfleto de enorme éxito, publicado en 2010 (Indignez vous!), que precedió a los movimientos populares como Occupy Wall Street, o a los del 15M en España, de los que surgió Podemos. Pero el mismo Jhering explicó también lo que podríamos llamar una manifestación patológica de la indignación jurídica, acudiendo al famoso relato de von Kleist, Michael Kohlhass, como una variante perversa de esa lucha por el Derecho que, a partir de una evidente afrenta injusta, acaba convirtiéndose en el ejercicio desbocado de tomar la justicia por la propia mano.
En momentos de catástrofes, con la conmoción que provocan y las emociones de frustración y rabia, que acompañan a la necesidad de encontrar responsables, cuando no culpables, no podemos ignorar el riesgo que afronta la democracia liberal: convertirse en una democracia de sentimientos y pasiones, en la que la apelación a las emociones o la sustitución de las razones por los slogans simplistas y las fake news, los bulos, que caracterizan en buena medida hoy a las poderosas redes sociales, a su vez manipuladas sin límite, acaben arruinando los elementos básicos de la democracia.
Una parte de ese riesgo se ha manifestado en forma de polémica acerca del fracaso del Estado y del slogan “sólo el pueblo salva al pueblo”, que llama una vez más a la desconfianza de “la política” y la demonización de “los políticos”, estigmatizados como una casta corrupta, alejada de los intereses y necesidades del “pueblo”. Los más avisados esperan poder aplicar la pauta descrita por Naomi Klein en su ensayo La doctrina del shock, sobre la propuesta difundida por ideólogos como Friedman y sus adláteres: acontecimientos como éste son una oportunidad para hacer negocio, mediante la privatización de lo público, porque tras la demonización de "la política", de "lo público", surge su devaluación y así sale beneficioso privatizar enormes sectores que se adquieren por derribo y son sustituidos por pujantes empresas que explotan en definitiva ese viejo motor: el miedo., junto al horror vacui. Miedo a la incertidumbre, al desamparo. Miedo al vacío que deja el Estado, previamente desmantelado.
Si queremos emprender una respuesta eficaz ante unas catástrofes que, desgraciadamente, se van a repetir (...) hemos de tratar de corregir, en lo posible, las aberraciones urbanísticas
Con independencia de la encomiable labor espontánea de los miles de voluntarios llegados de todas partes y en gran medida jóvenes –que han desmontado así el estereotipo de una “generación de cristal”, apática y ajena a los interese generales–, lo cierto es que ha habido una indiscutible deficiencia e incompetencia en los primeros días después del desastre, por parte de no pocos de los responsables políticos concernidos en las diferentes administraciones (sobre todo la autonómica y también la administración general del Estado y el propio Gobierno central. Pero, como escribía el profesor Juan Romero, sonroja tener que recordar que, por ejemplo, los Ayuntamientos son tan Estado como el gobierno autonómico, el central y la administración general del Estado. Y ese Estado respondió desde el principio: no sólo los alcaldes y Ayuntamientos, no sólo los directamente afectados –que trabajaron incansablemente desde el primer momento– sino también los que de inmediato pusieron todos sus medios a disposición. Como también es Estado y actuó eficazmente la Agencia Estatal de Meteorología. Estado son las Universidades públicas, como la de Valencia que, con sus prudentes decisiones de suspender desde el mismo día 29 de octubre por la mañana toda actividad docente y enviar a sus trabajadores a casa, salvaron sin duda muchas vidas, en contraste con la propia administración autonómica –salvo la Diputación de Valencia– y con una parte de las empresas, que no aplicaron lo que disponen los artículos 20 y 21 de la ley de prevención de riesgos laborales.
Más penoso es tener que subrayar obviedades como que, sin lo que llamamos Estado, y en concreto, sin un modelo como el del Estado social, serían muy difíciles buena parte de los avances en ciencia ni investigación (por ejemplo, los que no están al servicio de intereses empresariales, que son legítimos en principio, claro), no habría agencias de investigación como el CSIC, ni entidades científicas como AEMET, ni habría salud pública, ni educación pública, ni sistema de pensiones, ni seguridad social. No habría defensa (no habría Ejército), ni seguridad (cuerpos nacionales de policía o Guardia Civil, algo muy distinto de los servicios de seguridad que se pueden pagar los ricos). Es decir: sí, el pueblo salva al pueblo, pero sobre todo lo hace a través de sus instrumentos institucionales y gracias a los impuestos.
Por consiguiente, la solución no puede consistir en reducir el Estado a su mínima expresión, sino en estudiar cómo corregir, a fondo si es preciso, cuestiones tan concretas como importantes relacionadas con la respuesta de los poderes públicos (en coordinación, sí, con los agentes privados) al cambio climático y con sus consecuencias. Por ejemplo, se trata de revisar la adecuación del marco normativo, comenzando por la Ley 17/2015, del Sistema Nacional de Protección Civil (LSNPC) y con ello, la ejecución de los sistemas de prevención y alerta. Han de revisarse a fondo los protocolos de colaboración institucional entre los agentes del Estado, las diferentes administraciones, aunque probablemente en este caso no fallaron tanto esos protocolos como algunas de las personas que debían ejecutarlos coordinadamente.
Eso pone de manifiesto, como ha advertido, entre otros, la profesora Carmona, que el desastre ocurrido el 29 de octubre de 2024 nos deja ante la evidencia de serias disfunciones en la configuración del Estado autonómico, por no decir, en su lejanía de un modelo federal que merezca ese nombre, comenzando por los principios de lealtad institucional y cooperación entre las diferentes administraciones. Como escribe, se trata de revisar los mecanismos que garanticen “un sistema de poder compartido, basado en la corresponsabilidad, la cooperación y la confianza recíproca entre el centro y la periferia. Un sistema que, en definitivas cuentas, debería anteponer el interés general al mero tacticismo partidista”.
Y, en particular, si queremos emprender una respuesta eficaz ante unas catástrofes que, desgraciadamente, se van a repetir según todas las previsiones de quienes analizan la evolución del cambio climático, hemos de tratar de corregir, en lo posible, las aberraciones urbanísticas que hemos cometido, contra las enseñanzas básicas de la ciencia (geógrafos, geólogos, climatólogos, por ejemplo). Porque otra relevante y elemental lección que nos recuerda de nuevo esta catástrofe de octubre de 2024 es la necesidad de que la acción de los poderes públicos y de las instituciones y agentes privados tenga en cuenta la guía que ofrecen la educación, la investigación y la ciencia.
[Puedes leer aquí y aquí las anteriores entregas de esta serie de análisis]
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Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política en el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad de València.
Para terminar, quiero referirme a la cuestión del establecimiento de responsabilidades en relación con las catástrofes.