Soy fiel lectora de Byung-Chul Han, filósofo, ensayista y profesor en la Universidad de las Artes de Berlín. Lo cito con frecuencia porque con todos sus libros he pasado un buen rato. No lo digo en tono irreverente, muy al contrario, el filósofo surcoreano me parece un genio de la comunicación y un potente reclamo filosófico. Antes de alcanzar el estrellato era un autor de culto, pero desde que se ha convertido en el filósofo de moda, vende best seller como churros y sus clases magistrales están al alcance de cualquiera, ya no es lo mismo. Ahora tiene que lidiar con una minoría de intelectuales exquisitos que, para marcar la diferencia, se han puesto en su contra; le imputan que se repite, se contradice y se apropia de teorías ajenas con absoluto descaro, sobre todo, con sus últimos libros se ha vuelto un provocador que defiende verdades ambiguas. Apliquemos, una vez más, eso de que el clavo que sobresale se lleva un martillazo; el que siempre suelen propinar los elitistas más excluyentes. No obstante, por más que se empeñen, no es fácil desacreditarlo porque Han, de momento, es un triunfador internacional muy consolidado.
Tras el preámbulo y a propósito de la lectura de Vida contemplativa, su libro más reciente, hay quien se pregunta si abandonar la hiperactividad y la autoexplotación, como propone el autor, puede ser un modo eficaz de domar el capitalismo. De algún modo, es el mantra que sobrevuela toda la obra de Han: ya que parece imposible acabar con el sistema, al menos habrá que humanizarlo, civilizarlo y aplacarlo. El neoliberalismo ha evolucionado hacia una política inteligente que busca agradar en lugar de someter. El que fracasa se culpa a sí mismo y no a la sociedad. Antes era el amo quien explotaba a los trabajadores de forma brutal, lo que provocaba protestas y resistencias. Ahora el sistema ya no es represor, sino seductor; nos ha convencido de que debemos explotarnos de forma voluntaria para lograr el éxito y hacernos creer que nos estamos realizando.
El capitalismo impone una forma de vida consumista en la que las necesidades deben ser satisfechas de inmediato. Vamos corriendo a todas partes. Carecemos de la calma contemplativa. No tenemos paciencia para esperar que algo madure lentamente. El tiempo se ha convertido en una mercancía de lujo. Imaginemos qué sucedería con la inactividad que promueve la vida contemplativa. Byung-Chul Han lo compara con el Sabbat, el día de descanso semanal de los judíos, cuya religión celebra dicha fiesta con rituales placenteros, prohíbe cualquier clase de trabajo, obliga al reposo y a suspender cualquier clase de negocio o actividad económica. El capitalismo, por el contrario, explota el tiempo de descanso y lo convierte en un ocio productivo al que también saca rendimiento. De ahí su elogio de la ociosidad y su diseño de una nueva forma de vida que incluye momentos contemplativos para frenar nuestra propia explotación.
Ahora el sistema ya no es represor, sino seductor; nos ha convencido de que debemos explotarnos de forma voluntaria para lograr el éxito y hacernos creer que nos estamos realizando
Por otra parte, nada nuevo bajo el sol, pues ya Aristóteles escribe que la felicidad depende del ocio y Cicerón exhorta a dedicarse a la vida contemplativa alejados del tumulto de la multitud. No hay que perder la oportunidad de no hacer nada. Bien es cierto que, en aquellos tiempos, los escasos y privilegiados ciudadanos que disfrutaban de la vida contemplativa lo hacían a costa del trabajo de los esclavos. El caso es que el hedonismo, entendido como la búsqueda de placeres elevados, siguió gozando de cierto prestigio intelectual hasta que los aguafiestas de la Iglesia anglicana redujeron drásticamente los días santos en los que no se permitía trabajar. La fiesta se acabó con la revolución industrial que veía con muy malos ojos el tiempo improductivo y popularizó la idea de que la ociosidad era la madre de todos los vicios.
Ironías aparte y dicho sea con toda la cautela, se empieza a ver un cambio de actitud entre las nuevas generaciones que defienden su dignidad y reniegan de la explotación. Me refiero a lo que se conoce como la Gran Dimisión, un fenómeno social que nació en Estados Unidos después del confinamiento de hace un par de años y ya ha llegado a España. Un porcentaje importante de empleados han decidido abandonar sus puestos de trabajo para replantearse sus prioridades vitales.
La gran dimisión en España está muy lejos del fenómeno que se ha producido en Estados Unidos, pero se puede convertir en una nueva tendencia del mercado laboral. Más de 70.000 trabajadores renunciaron a su empleo en 2022. Las causas son diversas y los datos no muy significativos, pero el hecho es que nunca se habían producido tantas dimisiones como ahora, aunque todavía represente un porcentaje mínimo. En todo caso, supone un cambio de mentalidad esperanzador. La esperanza, vuelvo a citar a Han, nos une, genera solidaridad, crea comunidad y es el antídoto de la angustia. La esperanza abre el futuro y, sobre todo, obligará a las empresas a esforzarse en retener el talento y mantener motivados a sus trabajadores. Ya nadie sueña con un trabajo para toda la vida, ni existe el viejo vínculo emocional que en el pasado unía al trabajador con la empresa; se rompió cuando se produjeron inmisericordes despidos masivos. Los empresarios tendrán que ir pensando en ofrecer mejores salarios, condiciones dignas y flexibilidad horaria que permita la conciliación con la vida personal. Se necesita tiempo libre para dedicárselo a la familia, los amigos y ese tiempo de ocio que consiste en disfrutar de la posibilidad de hacer algo o nada, según nos venga en gana.
Volviendo al principio, el libro de Han es una sugerente invitación a olvidarnos de la hiperactividad y dar sentido a la vida contemplativa. Es probable que la renuncia a trabajar en determinadas condiciones no logré dar un vuelco al sistema, pero servirá para frenar abusos y domar, civilizar y humanizar el capitalismo. Vamos por buen camino.
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Nativel Preciado es periodista, analista política y autora de más de veinte ensayos y novelas, galardonadas con algunos de los principales premios literarios.
Soy fiel lectora de Byung-Chul Han, filósofo, ensayista y profesor en la Universidad de las Artes de Berlín. Lo cito con frecuencia porque con todos sus libros he pasado un buen rato. No lo digo en tono irreverente, muy al contrario, el filósofo surcoreano me parece un genio de la comunicación y un potente reclamo filosófico. Antes de alcanzar el estrellato era un autor de culto, pero desde que se ha convertido en el filósofo de moda, vende best seller como churros y sus clases magistrales están al alcance de cualquiera, ya no es lo mismo. Ahora tiene que lidiar con una minoría de intelectuales exquisitos que, para marcar la diferencia, se han puesto en su contra; le imputan que se repite, se contradice y se apropia de teorías ajenas con absoluto descaro, sobre todo, con sus últimos libros se ha vuelto un provocador que defiende verdades ambiguas. Apliquemos, una vez más, eso de que el clavo que sobresale se lleva un martillazo; el que siempre suelen propinar los elitistas más excluyentes. No obstante, por más que se empeñen, no es fácil desacreditarlo porque Han, de momento, es un triunfador internacional muy consolidado.