Hace años que se repite: los jóvenes no saben nada de historia. Como si los mayores, así, en general, supieran mucho.
La tradición pesa y hay todavía mucha gente, que se considera culta, que cree que la historia es un relato, ordenado de forma cronológica, de las acciones de las élites y de los grupos dirigentes, de los grandes personajes y del poder. Por otro lado, cuando se elaboran los programas de historia, tanto desde la administración como desde los despachos de muchos profesores, se pone énfasis en la exactitud factual, en el dominio de los hechos. Siguiendo ese camino, muchos estudiantes, al tener que aprender en poco tiempo un cúmulo de acontecimientos que en los libros de texto se consideran únicos o relevantes, creen, como algo ya asumido, difícil de cambiar, que la asignatura de historia es pesada, aburrida, un rollo.
Pero la historia que se capta, o se ignora, por parte de la mayoría de ciudadanos no depende solo de lo que se estudia en las aulas. Las celebraciones oficiales, las conmemoraciones y la reproducción de hechos históricos en fiestas y tradiciones populares suelen utilizar el pasado para justificar el presente. Políticos y periodistas que transmiten sus ideas lo hacen a menudo: deforman la historia para adaptarla a sus propios fines. Y lo pueden hacer escogiendo mitos o lugares comunes que explican sus argumentos o distorsionando las pruebas para llegar al fin deseado. La aproximación que hacen es todo menos histórica, pura invención.
Esas declaraciones interesadas sobre la historia, ampliamente difundidas en los medios de comunicación y en las redes sociales, contribuyen a articular una memoria popular sobre determinados hechos del pasado, hitos de la historia, que tiene poco que ver con el estudio cuidadoso de las pruebas disponibles, entendidas en el contexto en que se produjeron. Planteada de esa forma, la historia rescata tradiciones inventadas desde el presente y proporciona lecciones morales.
Quienes se consideran sensatos, y creen que los demás son partidistas, quieren construir y transmitir “una historia de consenso”, una gran historia de España “auténtica”, que sirva para reorientar las tradiciones que vinculan el pasado con el presente. Es una historia triunfalista, construida desde arriba, con grandes reyes y próceres de la Patria, casi siempre hombres, con la idea de resaltar lo que supuestamente nos une y ocultar, o despreciar como no español, lo que es divisivo o perjudicial para la imagen oficial o para la mitología nacional. Luchas heroicas, triunfos militares y celebraciones de la grandeza nacional frente a pasados traumáticos o infames. Recuerde usted la España imperial o la guerra de la Independencia, por ejemplo, y deje de remover el pasado reciente de víctimas y verdugos.
Lograr eso, sin embargo, no resulta fácil. Porque frente a las historias triunfalistas construidas desde arriba, con reyes, batallas, "tambores y trompetas", otros enfoques comenzaron a subrayar desde hace tiempo las divisiones sociales, étnicas, lingüísticas, nacionales, religiosas y de género. Frente a la historia apologética del poder, utilizada para generar una mayor lealtad de los ciudadanos a los dirigentes de los Estados, surgió una historia social, enriquecida con los hallazgos de antropólogos, economistas y sociólogos, que escuchaba los ecos de todas las voces marginadas por la historia tradicional.
Las celebraciones oficiales, las conmemoraciones y la reproducción de hechos históricos en fiestas y tradiciones populares suelen utilizar el pasado para justificar el presente
El estudio de ese complejo pasado requiere una visión crítica que se lleva mal con una historia que resalte solo los posibles puntos comunes. El consenso y la cultura común los pueden estimular los políticos y gobernantes, seleccionando los acontecimientos y experiencias del pasado, ocultando lo que no les gusta y resaltando los triunfos. Pero la historia es otra cosa. Y por eso las miradas a ese pasado incómodo, que en España suele centrarse en la República, la Guerra Civil y la dictadura de Franco, dividen tanto y provocan más disputas y ruido que debates y luz. No son solo los jóvenes quienes no saben nada de historia.
Las visiones históricas están sujetas a revisión y cambios con el tiempo, porque la historia no es una mera narración de hechos, vacía de interpretación, sino un análisis del pasado fundamentado en las pruebas disponibles. Aunque el conocimiento del pasado está limitado por las disputas entre historiadores, por los diferentes puntos de vista, por la tensión entre subjetividad y objetividad, lo que debe siempre evitarse es buscar los hechos más convenientes para apoyar las ideas favoritas.
Los historiadores podemos, y deberíamos en mi opinión, contribuir a transmitir nuestras investigaciones más allá de las aulas, a difundirlas con precisión a través de conferencias, medios de comunicación y redes sociales. Pero no podemos prestarnos a construir visiones del pasado por encargo, renunciar al análisis riguroso de lo que otros quieren ocultar u olvidar. El pasado persiste, como persisten asimismo sus principales tradiciones políticas que orientan de muchas formas nuestras actuaciones.
No situar los hechos en su contexto histórico apropiado conduce a perspectivas ahistóricas y a leer el pasado con los ojos del presente. Promover una buena educación sobre la historia requiere lecturas críticas, basadas en el conocimiento que proporciona el estudio y la investigación, presentar alternativas a los relatos míticos, simplificados para consumo popular.
El conocimiento del pasado también puede servir para mostrar que las cosas no tienen por qué ser de la manera que son ahora, que en tiempos difíciles la gente puede encontrar caminos de resistencia, que hay alternativas y que algunos avances del pasado ocurrieron a través de la lucha y el conflicto.
Muchos de los libros de historia están concebidos como obras de referencia para otros especialistas y no para que los lea un público más amplio. Que eso sea así es inevitable en algunos casos, pero no hay ninguna razón que impida un mayor cuidado formal y literario a la hora de transmitir los conocimientos. No hay una única historia de España, sino múltiples historias que se superponen y se entrecruzan una con otra.
Más que buscar consenso en cómo enseñarla, debemos ajustar las piezas de ese enorme mosaico que nos han proporcionado miles de documentos y libros. Para eso hay que leer, conocer los avances de las investigaciones más recientes, comunicarlo a los estudiantes con precisión. Esa es nuestra labor como historiadores y profesores. Los mitos, las mentiras y la propaganda son otra cosa.
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Julián Casanova, historiador, Distinguished Professor en el Weiser Center for Europe and Eurasia de la University of Michigan.
Hace años que se repite: los jóvenes no saben nada de historia. Como si los mayores, así, en general, supieran mucho.