Cada día nos sobresaltan, al despertar, las noticias sobre los asesinatos del ejército israelí en Gaza. Un día es una escuela bombardeada con cien personas allí refugiadas, todas asesinadas. Otro es un lugar de culto donde se encuentran personas creyentes rezando por el final de la invasión israelí. Otro, la destrucción de un hospital donde los médicos atienden a personas heridas. Otro, un campo de refugiados atacado con decenas de bombas y de muertos. Otro, una casa bombardeada por la aviación con todos los miembros de la familia asesinados. Otro, dos bebés gemelos gazatíes de cuatro días asesinados por un bombardeo mientras su padre iba a registrarlos su nacimiento. Siempre la misma escena de destrucción, humillación, dolor, sufrimiento, desolación, impotencia, sin ni siquiera capacidad de indignación. Ningún lugar es seguro en la Franja de Gaza desde que comenzó la invasión de las fuerzas armadas israelíes.
El Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, Wolker Türk, ha declarado que, desde el 7 de octubre en que Hamás asesinó a cerca de 1.200 personas muertas y secuestró a 250 rehenes, el ejército israelí ha asesinado a más de 40.000 civiles en Gaza, la mayoría mujeres, niñas y niños, a razón de 130 personas por día. Dicha cifra supone la eliminación del 2% de la población gazatí. A estas cifras hay que sumar las decenas de miles de personas que yacen bajo los escombros y de las personas heridas. Un millón setecientas mil personas han sido desplazadas en un viaje a ninguna parte sin contar con recursos básicos como el agua y los alimentos. Numerosos centros de refugio como escuelas, centros de salud o mezquitas han sido destruidos.
Mientras la masacre se extiende por doquier en Gaza, hemos asistido a los entusiastas y prolongados aplausos de los congresistas estadounidenses a Benjamin Netanyahu, a los apretones de manos manchadas de sangre entre Biden y Netanyahu y a las frecuentes visitas a Israel de Antony Blinken, secretario de Estado de Estados Unidos, la última estos días con la intención de “impulsar la paz”, en la que, tras entrevistarse con el primer ministro israelí, ha declarado que este está de acuerdo con el plan de paz propuesto por Estados Unidos.
No, no son gestos puramente protocolarios, como sucede a veces en las relaciones entre líderes a nivel internacional, sino cargados de complicidad en el mantenimiento del genocidio gazatí. Una complicidad que acaba de concretarse en la aprobación por el Departamento de Estado de los Estados Unidos del envío de armas por valor de 20.000 millones de dólares para que Israel siga masacrando a la población de Gaza. El cinismo de Estados Unidos no tiene límites. El mismo país que atiza el fuego y rearma a Israel hasta los dientes con el objetivo de seguir destruyendo a la población gazatí osa sentarse en la mesa de negociaciones de paz.
El Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos ha pedido la liberación de los rehenes y de los palestinos detenidos arbitrariamente, el fin de las violaciones contra los derechos humanos cometidas por Israel, el final de la ocupación ilegal de Israel y la solución de los dos Estados se haga realidad. El papa Francisco ha demandado el alto el fuego, se ha mostrado conmovido por la “gravísima situación humanitaria” de la población gazatí y considera “necesario liberar a los rehenes y ayudar a la población exhausta”, así como buscar caminos de negociación para poner fin a esta tragedia. “Seguimos rezando para que los caminos de paz puedan abrirse en Oriente Medio, en Palestina, Israel, así como en la martirizada Ucrania, en Myanmar y en todas las zonas de guerra con el compromiso del diálogo y el fin de las acciones violentas”, dijo en el rezo del Ángelus el 18 de agosto.
No estamos ante lo que suele llamarse en los medios un conflicto palestino-israelí, sino ante un genocidio, una masacre, crímenes de guerra, un fenómeno de apartheid
Aprecio en estas últimas afirmaciones una equidistancia, sobre todo en relación con el genocidio que Netanyahu está cometiendo en Gaza. Observo, asimismo, una importante diferencia en el lenguaje referido a Ucrania y a Gaza: en el caso de la primera, Francisco habla de “martirizada Ucrania”, en el de la segunda, de “ayudar a la población exhausta”. El adjetivo “martirizada” creo que también le corresponde, y quizá con más motivo, a Gaza, donde se está llevando a cabo una operación de exterminio contra una población indefensa que lleva más de 10 meses asediada en una cárcel al aire libre sin techo alguno protector.
No estamos ante lo que suele llamarse en los medios de comunicación un conflicto palestino-israelí, sino ante un genocidio, una masacre, crímenes de guerra, un fenómeno de apartheid. Estas palabras me parecen las más adecuadas para describir la situación dantesca que está viviendo la población gazatí amenazada de exterminio por el voraz colonialismo del sionismo israelí.
Ante tal situación no son posibles la neutralidad ni la equidistancia, y menos aún el silencio. La neutralidad, la equidistancia y el silencio son en este caso delito de complicidad. Lo primero es reconocer la existencia de un genocidio, hecho empíricamente verificado que no puede normalizarse, como están haciendo muchos gobiernos del mundo, ni considerarse la respuesta más adecuada a los atentados del 7 de octubre por Hamas. Es necesario condenar dichos atentados y exigir la liberación de los rehenes, sin duda, pero hay que exigir, al mismo tiempo, el alto el fuego, que frente la destrucción de Gaza, denunciar a los responsables políticos y militares y a los cómplices de tamaña masacre contra el pueblo gazatí e imponer sanciones internacionales a Israel. Creo que es esta la manera de ponerse del lado correcto de la historia en momento tan grave, como reclama el teólogo y pastor palestino Munther Isaac.
Coincido con el prestigioso historiador israelí Ilan Papé, que tuvo que abandonar Israel por las amenazas de muerte recibidas, en que hay que reconocer dos hechos inseparables: la situación colonial a la que viene siendo sometida Palestina desde hace décadas, a través del sionismo religioso, que constituye la base ideológica de las sucesivas masacres, y la consideración de la resistencia palestina en el marco de la lucha anticolonial. No estamos, por tanto, ante un conflicto entre dos partes violentas, sino ante una lucha entre colonizadores y colonizados. La respuesta está en poner fin al proyecto colonial de Israel sobre Palestina. La violencia, observa Pappé, solo puede eliminarse cuando se elimine la ideología y la práctica del Estado colonialista israelí, que cuenta con el apoyo del sionismo cristiano. Para ello, concluye el historiador judío, es necesario un movimiento de solidaridad mundial que obligue a Israel a poner fin a sus prácticas genocidas.
____________________________
Juan José Tamayo es teólogo de la liberación y autor de la trilogía 'Religión, razón y esperanza. El pensamiento de Ernst Bloch' (Tirant, 2015, 2ª ed.), 'Invitación a la utopía. Ensayo histórico para tiempos de crisis' (Trotta, Madrid, 2016, 1ª reimpresión) y '¿Ha muerto la utopía? ¿Triunfan las distopías?' (Biblioteca Nueva, 2020, 4ª ed.).
Cada día nos sobresaltan, al despertar, las noticias sobre los asesinatos del ejército israelí en Gaza. Un día es una escuela bombardeada con cien personas allí refugiadas, todas asesinadas. Otro es un lugar de culto donde se encuentran personas creyentes rezando por el final de la invasión israelí. Otro, la destrucción de un hospital donde los médicos atienden a personas heridas. Otro, un campo de refugiados atacado con decenas de bombas y de muertos. Otro, una casa bombardeada por la aviación con todos los miembros de la familia asesinados. Otro, dos bebés gemelos gazatíes de cuatro días asesinados por un bombardeo mientras su padre iba a registrarlos su nacimiento. Siempre la misma escena de destrucción, humillación, dolor, sufrimiento, desolación, impotencia, sin ni siquiera capacidad de indignación. Ningún lugar es seguro en la Franja de Gaza desde que comenzó la invasión de las fuerzas armadas israelíes.