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Hablemos de progreso: persona (no) humana

¿Seguir hablando de progreso?

Un periodista al que leo y aprecio, Alfons García Giner, se hacía eco en una reciente columna del descrédito de una idea que fue santo y seña de la izquierda y del liberalismo político hasta hace muy poco. Me refiero a la noción de progreso

Al menos desde la crítica encabezada por Adorno y desarrollada  por sus seguidores en la Escuela de Frankfurt, no se ha dejado de escribir sobre ese descrédito de la idea de progreso, que viene ligado a su confusión con una cierta idea de modernidad. Es el resultado de habernos confiado a un modelo de razón que tergiversa el núcleo de la noción de progreso, identificándola —más bien sustituyéndola— por la promesa del crecimiento sin límites —a caballo del mercado y sus leyes, la competencia y el beneficio— y de las posibilidades que abre el desarrollo tecnológico. Sabemos que esa promesa, la de “dominar la tierra y cuanto nos rodea”, lleva consigo una condena como la de Prometeo. Porque hoy somos conscientes del coste de ese horizonte de explotación insaciable, que el desarrollo de la tecnología —unido a la ideología de mercado— hizo verosímil, hasta hacernos creer que estaba al alcance de nuestra mano. Por decirlo en una palabra, podemos designar ese coste con el término acuñado por el nobel de química Crutzen, el Antropoceno. Pero no tanto en el sentido geológico, estratigráfico, sino en el profundamente político, tal y como por ejemplo lo explicó Manuel Arias Maldonado, de forma muy didáctica, en su libro de 2018, Antropoceno. La política en la era humana.  

A mi juicio, el núcleo de ese coste es perder de vista lo más elemental, esto es, que si la política tiene sentido digno, incluso muy noble, si puede ser algo más que lo que denominamos politiquería, es cuando se pone al servicio de la vida, y no al revés. Al servicio de mejorar las condiciones efectivas de vida de todos, comenzando por quienes tienen mayor dificultad para entender su vida como una vida decente. Por eso, tiene razón a mi juicio Alfons García Giner cuando escribe “el progreso real es la multiplicación de escuelas públicas, más que la joven que pasa hoy con un patinete ultrasilencioso y un móvil grabando en el manillar”.  

Pero con la pandemia hemos aprendido que la primacía de esa vida decente comienza no sólo por la garantía de la salud de los que nos rodean, sino por una noción holista, global, de salud y de vida, en un doble sentido. Salud, vida, de todos los seres humanos: de la pandemia no podemos salvarnos sólo “los europeos”. Hemos aprendido que es fútil, suicida, la pretensión de poner fronteras al virus. De donde se deduce que la solidaridad con los otros, con africanos, asiáticos, sudamericanos, es no tanto una exigencia de solidaridad cuanto de egoísmo racional. Pero más aún, como traté de señalar en estas mismas páginas, al comienzo de la pandemia (La prioridad es la salud: ¿de quiénes?), lo que la pandemia nos ha redescubierto es la interconexión entre la salud de las personas, de los animales y el medio ambiente, lo que se conoce como el principio de One Health (una sola salud). Una idea que tiene mucho que ver con algo que desde Darwin se supone que debemos tener asumido, esto es, la continuidad de la vida, que rompe con el prejuicio de la superioridad especista

El progreso es desarrollo moral, jurídico, político

Progresar consiste en aprender y llevar a la práctica esa exigencia de respeto a la vida. Progresar es hacernos más humanos

Pues bien, la toma de conciencia de ese continuum de la vida, a mi juicio, tiene mucho que ver con lo mejor de la noción de progreso, que es la exigencia de un desarrollo moral, jurídico y político, que nos hace tomar conciencia de ese bien que tenemos entre manos y respecto al cual a los seres humanos nos cabe una especial responsabilidad de proteger: la garantía de la vida, del equilibrio sostenible de la vida del planeta. 

Hace ya no pocos años, en un libro que titulé Blade Runner: el Derecho guardián de la diferencia, vinculé esa noción de progreso moral a la lección que, a mi juicio, recibe Deckard, el blade runner encarnado por Harrison Ford, de parte del replicante Roy Batty (Rutger Hauer), cuando le salva la vida, antes del famoso monólogo que tantos de nosotros recordamos. La transformación más importante que están experimentando los replicantes y que les acerca a salvar esa diferencia insuperable respecto a los humanos es ésta: están aprendiendo no sólo sentimientos como el amor, sino también la piedad, el respeto a la vida. Ese es el significado del gesto de Beatty al salvar la vida de Deckard: si Deckard quiere ser realmente humano, debe aprender a respetar la vida de los otros, de todos los otros. 

Porque eso es lo que nos hace humanos: no un tipo de inteligencia, ni la capacidad de memoria, ni la conciencia de sufrimiento, ni la risa o el lenguaje. Es saber el valor de la vida de los otros, de todo otro y actuar de conformidad a ello. O, por mejor decir, esa es la idea regulativa que guía el progreso moral de la humanidad, a la que deben encaminarse el mejor Derecho, la mejor política: progresar consiste en aprender y llevar a la práctica esa exigencia de respeto a la vida. Progresar es hacernos más humanos, una tarea en la que, paradójicamente, podemos aprender mucho de los animales no humanos, de nuestra vida con ellos.

Persona (no) humana: la extensión de la lucha por los derechos

Una película documental que acaba de estrenarse, Persona (no) humana, de Álex Cuéllar y Rafa G. Sánchez, producida por Xavier Crespo, ilustra a mi juicio esa propuesta de progreso moral. El documental, a través de un abanico amplio de testimonios, muestra las semillas de cambio que ha supuesto el reconocimiento de derechos a la orangutana Sandra y la chimpancé Cecilia, un emblema de la lucha del movimiento animalista, con la referencia de fondo al proyecto Gran Simio. 

La batalla no sólo jurídica, pero desde luego jurídica, ante los tribunales, es a mi juicio un ejemplo muy didáctico de lucha por el Derecho, a propósito de los derechos de los animales no humanos. Y sin tremendismos, como los que llegan a vincular esa lucha por los derechos con actividades terroristas (una tesis ilustrada en la conocida película 12 monos). Dos ejemplos que, a mi juicio, entroncan perfectamente con lo que debemos entender por progreso moral y jurídico. Aunque haya no pocos —e incluso muy ilustres, como Fernando Savater— que consideran que hablar de derechos de los animales es lo contrario, un ejemplo de confusión moral. 

La película me parece interesante precisamente porque muestra en un sentido muy práctico y, a la vez, profundo, que aquello que insisto en considerar como el leit-motiv del Derecho, la exigencia de lucha por los derechos, que nos compete a todos los ciudadanos, no se reduce al ámbito de nuestros derechos, sino que se extiende, se debe extender, por mera coherencia, al ámbito de los derechos de los animales no humanos, sin que ello suponga ceder un ápice en la exigencia de la lucha por los derechos humanos, de todos los seres humanos. Al contrario, como digo, es un corolario de esa exigencia. 

Dicho de otra manera, como explica por ejemplo Virtudes Azpitarte en su libro Nietzsche y los animales. Más allá de la cultura y la justicia, hay una manera de entender el animalismo que lo muestra como un importante vector de cambio civilizatorio, un elemento que permite avanzar en el progreso moral. Hablar de derechos de los animales no humanos, como han explicado muchas veces filósofos y juristas de obligada referencia, como Singer, Kymlicka, Donaldson, o escritores y ensayistas como Coetzee (por ejemplo, en su imprescindible Elizabeth Costello), no significa reivindicar para los animales no humanos, ni para todos ellos sin precisiones ni especificaciones, todos y los mismos derechos que los que reconocemos a los seres humanos como titulares. Sólo a quienes optan por la vía de la caricatura, para ridiculizar la causa de los derechos de los animales no humanos se les ocurre semejante analogía evidentemente impropia. Los derechos que reivindicamos, ante todo, son los derechos a un trato digno, es decir, en primer lugar, a la eliminación de toda forma de crueldad, de violencia, en nuestro trato con ellos. Y ese progreso moral y jurídico se está abriendo camino, por ejemplo con la tipificación del maltrato animal como delito, o el reconocimiento de que los animales no son cosas, sino seres sintientes. Aunque queda mucho por hacer, y baste con pensar en las campañas contra empresas de investigación como Vivotecnia.

Es, creo, la misma lucha que lleva a cabo una activista y ciudadana, a mi juicio, ejemplar, la joven Olivia Mandle, que impulsa a través de plataformas como Change la campaña No es pais para delfines. Es la lucha por acabar con el transporte indigno de animales, las formas crueles de sacrificio en mataderos, el maltrato y la crueldad en la experimentación con animales (por ejemplo, la campaña en twitter #rescateVivotecnia). 

Queda mucho por hacer. Estamos aún transitando desde las campañas por el bienestar animal al reconocimiento de sus derechos. También de su condición de sujetos, como lo hace el proyecto Gran Simio y ejemplifica este documental, Persona (no) humana

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Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política en el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad de València y senador del PSOE por València.

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