Ideas Propias
¿"Ho tornarem a fer" o "ho tornarem a dir"? (Promesas incumplidas y profecías autocumplidas)
Constituye un lugar común la afirmación según la cual la diferencia fundamental entre las ciencias naturales y las ciencias humanas (o sociales) reside en la dificultad que estas últimas tienen para llevar a cabo predicciones fiables, en la medida en que los sujetos a los que se refieren dichas predicciones pueden variar su comportamiento al tener conocimiento de las mismas. Tanto los denominados por los especialistas en demoscopia efecto bandwagonbandwagon, o efecto de arrastre del presumible ganador, como efecto underdog, de simpatía con el previsible perdedor, representan una buena prueba de ello. O, como afirmaba alguien con ironía, si las plantas leyeran libros de botánica, otro gallo les cantara a los botánicos (y a los jardineros).
El recordatorio epistemológico viene a cuento del debate abierto en las últimas semanas con ocasión del indulto concedido por el gobierno de Pedro Sánchez a los condenados por el procés. El argumento fundamental utilizado por el presidente para justificar su iniciativa era el de que con ella podía iniciarse un cambio en el clima político de Cataluña y, por extensión, de España. Enfrente, el argumento utilizado por la oposición del PP, Vox y Ciudadanos era el de que, lejos de obtener tal objetivo, la iniciativa no había hecho otra cosa que reforzar al independentismo. Para justificar su posición, los partidos de la derecha apelaban a la reacción pública que había tenido este último al hacerse públicas las medidas de gracia adoptadas por el Gobierno.
Convendría a este respecto, para poder proseguir sin mayores distracciones, introducir algunas puntualizaciones, en la frontera de lo obvio, pero que algunos parecen olvidar de manera tan interesada como precipitada. En primer lugar, el hecho de que el independentismo presente los indultos como una victoria era algo por completo previsible, pero no por ello particularmente preocupante. Es sabido que en cualquier negociación cada una de las partes debe presentar las concesiones de la otra como un triunfo espectacular que no hace sino anunciar su propia e inexorable victoria. En idéntica clave, por cierto, habría que interpretar las declaraciones de Pere Aragonès a la salida de su entrevista con Pedro Sánchez el pasado martes. Que antes de iniciar una negociación una de las partes empiece aireando su programa de máximos ni constituye la menor novedad ni, por cierto, coloca en mejor posición a quien así se comporta. Incluso al contrario: a menudo constituyen sonoras declaraciones dirigidas a tranquilizar a la propia parroquia, inquieta ante la posibilidad de que el desenlace final de la negociación no se ajuste a sus expectativas.
Tal vez un sencillo ejemplo sirva para ilustrar lo que se pretende decir. Cualquiera con un poco de memoria sindical recordará aquellas situaciones en las que los trabajadores que no obtenían sus reivindicaciones terminaban por conformarse con reclamar el levantamiento de las sanciones aplicadas por la patronal durante el conflicto. Cuando el levantamiento se producía, corrían a convertirlo en una victoria del movimiento obrero, cuando en realidad apenas representaba otra cosa que un consuelo en la derrota, un pequeño bálsamo que aliviaba el dolor de las heridas sufridas. No digo que ahora sea exactamente así. Solo digo que a este respecto habría que empezar por no hacer demasiado caso a unos portavoces de la derecha especializados en el rasgado de vestiduras permanente.
Otro argumento que provoca el fingido escándalo de esos mismos sectores conservadores es la respuesta que en estas semanas proporcionaban diversos portavoces del independentismo ante la noticia de los inminentes indultos: “no es la solución”, repetían todos ellos, con previsible unanimidad. A poco que se piense, resulta difícil imaginar respuesta de mayor pobreza. Sobre todo habida cuenta de que en ningún momento el gobierno de Pedro Sánchez presentó su iniciativa como la solución o panacea para el conflicto, sino como el comienzo en la andadura de un camino.
Por último, estaría la afirmación que más parecía soliviantar a los contrarios a los indultos, la provocativa “ho tornarem a fer”. Por lo pronto, habría que decir que la hermenéutica de la frase da mucho de sí. Sin ir más lejos, en una entrevista concedida a La Vanguardia, el exconseller Joaquim Forn señalaba que la frase de marras se tiene que “interpretar”, cosa que él hacía señalando que lo que se quiere decir con ella es que lo volverán a hacer “pero de manera diferente”. Desarrollaba esa particular interpretación añadiendo que en ningún caso harían las mismas cosas que en otoño de 2017 porque también ellos habían aprendido. Y concluía resumiendo todo lo anterior en una inocua declaración de intenciones: “Es una declaración de no renuncia, seguimos comprometidos con este proceso hasta el objetivo final”.
De hecho, esto mismo venía a señalar de manera certera, desde una perspectiva inequívocamente crítica con el independentismo, Joan Coscubiela en un artículo titulado precisamente “Ho tornarem a fer” (elDiario.es de 3 de junio): se trata de una declaración placebo con la que ocultar que en realidad sí se ha renunciado a volver a hacer lo que se hizodeclaración placebo, esto es, a la vía unilateral, como el comportamiento de los dirigentes independentistas, escrupulosamente cuidadosos en no transgredir norma alguna que les pudiera acarrear la más mínima consecuencia judicial, se ha encargado de acreditar desde 2017.
Las puntualizaciones anteriores deberían permitirnos abordar, con menos ruido argumentativo de fondo, una cuestión ciertamente no menor, conectada con lo que planteábamos al principio. Formulémoslo, si les parece, en forma de pregunta. Si partimos de la base de que las declaraciones forman parte, y bien importante por cierto, de la actividad política (lo que no deja de ser otra forma de decir, con el filósofo, que se pueden hacer cosas con palabras), ¿cómo valorar los efectos prácticos que tiene la respuesta proporcionada por el independentismo a la iniciativa de los indultos?
Anunciar, como hicieron en un primer momento determinados sectores independentistas, el rechazo de las medidas de gracia por parte de la ciudadanía catalana más afín no es algo comparable a predecir la caída de un cuerpo debido a la ley de la gravedad. Porque, en efecto, no se trata de una predicción, sino de un anuncio, en la medida en que su materialización depende de la propia acción de los protagonistas. Referirse a tal rechazo como un evento que tendría lugar como resultado de alguna determinación inexorable y ajena a la voluntad de aquellos es falsear de manera interesada la realidad. Estamos ante uno de esos acontecimientos de los que cabe predicar lo que se predica de la historia en general: no se predice, sino que se produce.
En realidad, que hagan como que predicen el rechazo (o, en su variante minimalista, el desprecio) quienes realmente lo promueven, como es el caso de Junts o su terminal, la ANC, más que un ejercicio de cinismo (que en parte lo es) constituye un ejercicio de irresponsabilidad que no nos debería venir de nuevas. Porque implica no tener el coraje de asumir y defender una determinada posición política, escondiéndose tras una presunta voluntad colectiva inducida y potenciada a través de los instrumentos de comunicación y propaganda que ni por un instante el independentismo ha dejado de controlar. Actuando así, perseveran en una manera de hacer política que ha terminado por convertirse en la seña de identidad más destacada de los políticos secesionistas desde Artur Mas: presentarse como meros acompañantes de una ciudadanía catalana sobre cuyos objetivos fingen no tener la menor intervención, a pesar de ser quienes más activamente los impulsan.
El problema, que no cabe soslayar, es que todas las provocativas declaraciones del independentismo, efectivamente ayunas de hechos, como subrayaba Coscubiela en su artículo, no dejan de generar sus propios efectos. En concreto, contribuyen a que la sociedad catalana mantenga, aunque sea a menor velocidad, el rumbo de colisión, alejando la posibilidad de una modificación del mismo en una dirección que permita cerrar heridas y reconstruir consensos. Porque habrá que decir que el lenguaje de “ensanchar la base”, tan reiterado por un sector del independentismo de un tiempo a esta parte, implica perseverar en la primera opción, como si conseguir aumentar el número de pasajeros (“¡ya somos el 52%!”, proclaman algunos, alborozados) hiciera más aceptable el autodestructivo destino. Autodestructivo, entiéndaseme bien, porque seguiría ignorando por completo a ese 48% actual de la ciudadanía de Cataluña con el mismo olímpico desdén con que antes la ignoraba cuando era incontestable mayoría.
Liberal a fuer de socialista
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Sin duda el transatlántico de la sociedad catalana necesitará tiempo para enderezar su rumbo, pero por lo pronto lo que necesita con urgencia es que la tripulación hoy en el puente de mando se comporte con responsabilidad y sensatez, ahuyentando la tentación del espectáculo fácil y del pollo por el pollo al que especialmente una parte de dicha tripulación se viene mostrando tan proclive (hasta el punto de haber terminado por constituir, de Puigdemont a Torra, pasando por el inefable Canadell, la imagen de marca de Junts). Si, en vez de ahuyentar la tentación, se opta por perseverar en lo mismo de estos últimos años, se corre el peligro de que la vieja expresión un sol poble, que antaño pretendía acoger a la totalidad de los ciudadanos catalanes sin exclusión alguna, más que dejar de tener sentido, termine significando un poble solo con independentistas.
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Manuel Cruz es filósofo y expresidente del Senado. Autor del libro 'El virus del miedo' (La Caja Books).