El imparable deterioro de un derecho imprescindible

El día mundial de los refugiados que se celebra cada 20 de junio exige este año, aún más, una clara denuncia del aparentemente imparable proceso de degradación de un derecho que Arendt consideró la llave para reconocer derechos a quienes no tienen ninguno, porque se ven obligados a abandonar su país, los que denominamos refugiados. El informe 2024 de ACNUR, Global Trends Forced Displacements 2023, habla de un total de 120 millones de personas que se han visto forzadas a desplazarse. Más de una de cada 70 personas en el mundo, es decir, el 1,5% de la población mundial. De ellos, casi 7 millones son demandantes de asilo y casi 32 millones se encuentran bajo el mandato de ACNUR. El 75% son recibidos en países con renta muy baja o media. El porcentaje de niños es terrible, más de un 30%: cerca de 37 millones (casi 14 millones refugiados y casi 23 millones desplazados internos).

La paradoja constitutiva de la noción de refugiado

La primera contradicción de esta celebración es que, conforme al artículo 1 de la Convención de Ginebra (ratificada por todos los Estados de la UE), llamamos refugiados a millones de personas que en todo el mundo huyen de sus países, lo que propicia que entendamos que ya gozan de protección, pero en rigor no lo son: son sólo asylum seekers, personas que huyen y buscan protección en otro país, lo que supone que, en un porcentaje cada vez mayor, permanecen mucho tiempo a la espera de poder obtenerla.

Recordaré lo elemental sobre qué quiere decir ser un refugiado. De acuerdo con el Derecho internacional de refugiados que compone la Convención de Ginebra de 1951, concretamente su artículo primero y el Protocolo de Nueva York de 1966 (que eliminó los límites geográficos y temporales enunciados en la Convención, que tenía en cuenta casi exclusivamente la situación de grupos de desplazados europeos tras la segunda guerra mundial), podemos definir como refugiado a “toda persona que tiene fundados temores de ser perseguida por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social u opciones políticas, se encuentra fuera del país de su nacionalidad y no puede o no quiere acogerse a la protección de ese país, o regresar a él a causa de dichos temores”. 

Ese marco definitorio fue ampliado en los instrumentos jurídicos de dos ámbitos regionales diferentes, el africano y el latinoamericano. Así, la Convención de la OUA de 1969 que atiende a los problemas de los refugiados en África, entiende por refugiado “toda persona que, debido a agresiones externas, ocupación, dominación extranjera u otros eventos que alteren gravemente el orden público en una parte o en la totalidad del territorio del país de su origen o nacionalidad, se vea obligada a huir del lugar donde habitualmente reside”. Por su parte, la conocida como Declaración de Cartagena considera refugiados a “las personas que han huido de sus países porque su vida, seguridad o libertad han sido amenazadas por la violencia generalizada, la agresión extranjera, los conflictos internos, la violación masiva de los derechos humanos u otras circunstancias que hayan perturbado gravemente el orden público”. 

Pero lo cierto es que cada vez ponemos más difícil a las personas que necesitan de esta protección internacional el llegar a ser refugiados, comenzando porque cada vez ponemos más obstáculos para que puedan siquiera plantear formalmente su solicitud de asilo o de la protección internacional subsidiaria y, por tanto, alcanzar la condición formal de refugiados. Y además, porque cada vez más se multiplica la casuística de los motivos de persecución y la propia noción de persecución resulta restrictiva para comprender a una categoría reciente de personas que se ven obligadas a huir de sus países de origen por otros motivos: es el caso de los denominados refugiados o desplazados climáticos o medioambientales.

La tendencia a restringir la protección que necesitan los refugiados

Ante todo, es necesario reiterar una precisión, frente al tópico: como demuestran machaconamente las estadísticas del ACNUR, la inmensa mayoría de los que huyen no llegan a los países europeos, porque se quedan en los países limítrofes a los suyos de origen, o en los más próximos: los cinco principales países de destino, según los datos de 2023, son Irán (3,4 millones), Colombia (2,5 millones) y Pakistán (1,5 millones); sólo uno es europeo (Alemania, 2 millones). 

Es imposible dejar de constatar la creciente voluntad política de dejarlos fuera, de alejarlos de nuestro territorio, mientras esperan el proceso de selección y la respuesta a sus demandas de protección

Pero además cada vez resulta más evidente el empeño de una parte de los países hacia los que huyen estos millones de personas por impedir que alcancen su territorio o conseguir expulsarlos rápidamente de él. Me refiero a los países occidentales: además del caso extremo de Australia, habría que incluir en este grupo a los Estados de la UE, así como Estados Unidos y México.

Es imposible dejar de constatar la creciente voluntad política de dejarlos fuera, de alejarlos de nuestro territorio, mientras esperan el proceso de selección y la respuesta a sus demandas de protección. Sin duda, las fuerzas políticas de ultraderecha que han obtenido importantes avances en las recientes elecciones europeas han conseguido contagiar de su lógica a buena parte de la derecha conservadora. Hasta el punto de revertir el elemento básico del derecho internacional de refugiados, el principio de non refoulement, enunciado en el apartado 1 del artículo 33 de la misma Convención de Ginebra de 1951, mediante una interpretación cada vez más discrecional de lo que dispone el apartado 2: 

  1. Ningún Estado Contratante podrá, por expulsión o devolución, poner en modo alguno a un refugiado en las fronteras de los territorios donde su vida o su libertad peligre por causa de su raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social, o de sus opiniones políticas.
  2. Sin embargo, no podrá invocar los beneficios de la presente disposición el refugiado que sea considerado, por razones fundadas, como un peligro para la seguridad del país donde se encuentra, o que, habiendo sido objeto de una condena definitiva por un delito particularmente grave, constituya una amenaza para la comunidad de tal país.

Dos test del deterioro del derecho de asilo

La última prueba de este proceso de deterioro en el ámbito de la Unión Europea nos la ofrecen dos referencias que conviene recordar en vísperas de la constitución de la nueva legislatura del Europarlamento y la renovación de los más importantes cargos institucionales en la UE 

De un lado, el Pacto Europeo de Migración y Asilo (PEMA), aprobado el 10 de abril de 2024 por el Parlamento Europeo, después de que en diciembre de 2023 el Consejo de la UE (Consejo Europeo), bajo la presidencia española, alcanzara in extremis un acuerdo. A juicio de muchos de nosotros, el pacto supone una nueva vuelta de tuerca en el estrechamiento del derecho de asilo y de la protección internacional subsidiaria, porque pensamos que amenaza principios básicos del Derecho internacional de asilo y propicia una lógica jurídica discriminatoria. En todo caso, está aún lejos del proyecto de un Sistema Europeo Común de Asilo (SECA).

Pero no conviene generalizar: hay que tener en cuenta que el PEMA es un acuerdo muy complejo, que se despliega en una decena de instrumentos jurídicos. Entre ellos, en punto a la regulación del derecho de asilo y protección internacional subsidiaria, hay seis reglamentos a tener en cuenta, de los que dos son clave: el Reglamento sobre los Procedimientos de Asilo (APR, por sus siglas en inglés) y el Reglamento sobre la Gestión del Asilo y la Migración (RAMM). A ellos, como digo, hay que añadir el Reglamento de control previo a la entrada (screening), el Reglamento de Crisis y Fuerza mayor (donde se recoge el principio de solidaridad “a la carta”), el Reglamento sobre Procedimiento Fronterizo de Retorno y el Reglamento Eorodac

La crítica formulada por ONGs con experiencia en asilo, como ECRE, CEAR, el SJM, ACCEM, y otras como Save the Children, Caritas, o PICUM, subraya por ejemplo que se ha renunciado a garantizar la asistencia legal gratuita en todas las fases del procedimiento de asilo, así como también a la reubicación obligatoria como modelo de solidaridad de todos los países europeos respecto a la acogida de refugiados (en su lugar, se ha optado por la solidaridad a la carta, que permite el rechazo de refugiados a cambio de una especie de multas), o un sistema de acceso al procedimiento que se parece demasiado a un laberinto burocrático, con plazos dilatados y con una rebaja en las garantías para personas en situación de especial vulnerabilidad, al tiempo que se priorizan procesos acelerados de deportación, lo que implica el debilitamiento de la defensa jurídica en los procedimientos administrativos en las fronteras, junto a la posibilidad de ser deportadas mientras se resuelve el recurso de expulsión. 

En todo caso, resulta desoladora la escasísima atención que han prestado a la garantía de los derechos de los refugiados los programas electorales de los partidos que han competido en las recientes elecciones europeas. No digamos nada de la ausencia de propuestas concretas, a propósito de los problemas a los que trata de responder (a mi juicio, de forma muy equivocada) el PEMA. El Gobierno, por cierto, ha sacado pecho de la aprobación del plan, sin rectificar los problemas que afectan al laberinto burocrático de los demandantes de asilo en nuestro país, o al doble rasero entre la rápida y muy positiva solución prestada a los refugiados ucranianos frente a los que huyen de otros conflictos bélicos o de situaciones de extrema necesidad (Sudán, por ejemplo).

La hipocresía es insoportable, porque se disfraza de cooperación bilateral e incluso multilateral lo que, hablando claro, es un descarado proyecto de quitarse el problema de encima

La segunda señal de alarma es el avance de la lógica de externalización en el ámbito del procedimiento de refugio y asilo. Se pretende crear un sistema de selección mediante centros o campos (hotspots) en países terceros, a los que se enviaría a los demandantes de esa protección internacional, a la espera de resolución. No ya países limítrofes (como lo fuera Turquía, o como pretende ahora el gobierno de Meloni con Albania), sino incluso fuera del círculo de vecindad (Mauritania, Marruecos, Libia) o, directamente, muy alejados (Ruanda), como fue objetivo del proyecto inicial del gobierno danés, que el gobierno de Sunak consiguió recientemente convertir en ley. Es cierto que el Reino Unido no forma parte de la UE, pero la lógica de la ley Sunak inspira, a todas luces, la iniciativa eufemísticamente denominada “diplomacia de la migración”, suscrita por 15 Estados miembros de la UE (Dinamarca, República Checa, Bulgaria, Estonia, Grecia, Italia, Chipre, Letonia, Lituania, Malta, Países Bajos, Austria, Polonia, Rumania y Finlandia), que entregaron el pasado 15 de mayo una carta a la Comisión Europea en la que proponían centros de selección para la petición de asilo en países terceros, donde se debería trasladar a todos los inmigrantes y potenciales solicitantes de asilo rescatados en el mar. Subrayaré que esa iniciativa coincidió en el tiempo con la propuesta asumida en el Manifiesto electoral del Partido Popular Europeo para las elecciones europeas celebradas el 9 de junio, “Nuestra Europa: un hogar seguro y bueno para nuestros ciudadanos”, según la cual “cualquier persona que solicite asilo en la UE también podría ser trasladada a un tercer país seguro y someterse allí al proceso de asilo”. Resultó, insisto, desoladora la ausencia de propuestas relativas a la garantía del derecho de asilo en el PEMA en la inmensa mayoría de los programas electorales que concurrieron el 9 de junio.

La hipocresía es insoportable, además, porque se disfraza de cooperación bilateral e incluso multilateral lo que, hablando claro, es un descarado proyecto de quitarse el problema de encima, a base de la complicidad con gobiernos tan poco fiables en términos de estándares de democracia y derechos humanos como los de Marruecos, Túnez, Mauritania o Nigeria. Gobiernos corruptos, que no revertirán en sus ciudadanos las ayudas que les enviamos como contrapartida a nuestra exigencia de que desempeñen el papel de poli malo. Y así, les corrompemos más, al tiempo que no ayudamos a la mejora de los derechos humanos y de las expectativas de calidad de vida de esos ciudadanos. Ya ni siquiera disimulamos con la supeditación de esas ayudas a cláusulas de contraste de sus índices de desarrollo humano. 

Esos reglamentos del PEMA, estas iniciativas, parecen inspirarse en el cinismo descarnado que profesan quienes entienden que los derechos humanos y sus garantías son algo opcional o, a lo sumo, un desiderátum buenista, que debe ceder ante las exigencias que impone el realismo político. Un eufemismo para disfrazar la enésima utilización del miedo al otro como principal y recurrente argumento electoral, por parte de quienes no tienen programas de mejoras concretas para los problemas de garantía universal del derecho a la salud, y a la educación, del derecho de jóvenes y dependientes a una vivienda digna, del derecho de todos a alimentación saludable, a una política energética sostenible, o medidas eficaces para afrontar el invierno demográfico europeo.

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Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política en el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad de València.

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