LA PORTADA DE MAÑANA
Ver
La baja productividad, el último comodín de la patronal para rechazar la reducción de jornada

Ideas Propias

Lecciones de la historia

Carlos Castresana Ideas Propias.

A principios del siglo XX, inventados los vehículos a motor –incluidos los carros blindados, barcos y aviones– el mundo estaba sediento de petróleo, al tiempo que el centenario imperio Otomano, que custodiaba las mayores reservas conocidas del preciado oro negro, se encontraba al borde de la desaparición: había perdido todos sus territorios europeos, los Balcanes, Grecia, Rumanía y Bulgaria; también Crimea, el Cáucaso y las riberas del Mar Negro; había recibido a millones de refugiados musulmanes de esos territorios; y financieramente se encontraba en bancarrota, hipotecado a las potencias occidentales. Su supervivencia dependía de que fuera capaz de controlar y retener las inmensas bolsas de petróleo del Mar Caspio y del Golfo Pérsico que le disputaban los imperios Ruso y Británico.

En esa coyuntura, los Otomanos se aliaron con el imperio Alemán para construir el ferrocarril Berlín-Bagdad, que daría a los alemanes acceso a todo ese petróleo y una salida al océano Índico sin pasar por el Canal de Suez anglo-francés. La primera guerra mundial estaba servida.

En 1915, en pleno conflicto armado, Armenia, territorio otomano que aspiraba a implantar una república cristiana en el Cáucaso, era lo único que se interponía entre el imperio de la Sublime Puerta y los campos de petróleo del Caspio. Los llamados Jóvenes Turcos, radicales que habían tomado el poder en Estambul mediante un golpe de estado, decidieron, luego de sucesivas matanzas de armenios, aprovechar las facilidades de la guerra para, según dispusieron, acabar de una vez con la cuestión armenia. Exterminaron primero a los líderes y a los soldados armenios del propio ejército otomano. Aprobaron seguidamente la Ley de traslado y reasentamiento, en cuya virtud separaron, encerraron y ejecutaron a los varones, para deportar a continuación a las mujeres, niños y ancianos a los desiertos de Siria e Iraq traslado y reasentamientoy encerrarlos en campos de concentración donde no podían sobrevivir.

La comunidad internacional fue incapaz de detener las masacres, y tampoco supo hacer justicia al final de la guerra. Se estima en más de un millón el número de armenios exterminados, pero el genocidio quedó impune. El petróleo se lo repartieron rusos y británicos, el imperio Otomano desapareció, y Turquía retuvo el territorio armenio, que la Unión Soviética le arrebataría pocos años después.

Armenia señalada en un mapa global.

El holocausto de los armenios es quizá uno de los ejemplos más elocuentes de la capacidad destructiva de los conflictos políticos, nacionales, raciales o religiosos, cuando se les añade la disputa por los recursos naturales, que son el detonante de las mayores atrocidades. Ese genocidio impune es también ejemplo de lo que pasa cuando la comunidad internacional se olvida de hacer justicia.

Siete décadas después del virtual exterminio del pueblo armenio, la Unión Soviética colapsó, y las reservas de petróleo del Mar Caspio quedaron nuevamente a disposición de los mercados internacionales. Sin embargo, la comercialización de todo ese petróleo, siendo el Caspio un mar interior, requería transportarlo antes hasta mar abierto. Por el norte, en territorio ruso, había que atravesar Chechenia, para de allí acceder al Mar Negro y cruzar después los Balcanes. Haciéndolo por el este, se debían recorrer los territorios de Afganistán y Pakistán; por el sur, Irán e Iraq; por el oeste, en fin, Azerbaiyán y Armenia, o bien Georgia. Los mismos recursos naturales volvieron a incendiar los mismos conflictos étnicos y políticos para desatar en los mismos territorios nuevos conflictos armados; hasta el año pasado, cuando Azerbaiyán ha vuelto a atacar a Armenia en Nagorno-Karabaj con el apoyo militar de Turquía, quien nunca ha reconocido el genocidio armenio, ni ha brindado reparación a las víctimas, ni les ha pedido perdón.

No obstante la situación descrita, que no es muy distinta en otras latitudes, la experiencia nos enseña que existen soluciones razonables para los conflictos generados por los recursos naturales, así como para proteger mejor a la sociedad del odio racial o religioso.

Al final de la segunda guerra mundial, por ejemplo, Alcide de Gasperi, Robert Schumann y Konrad Adenauer, representantes de Italia, Francia y Alemania respectivamente, llegaron a la conclusión de que no habría paz duradera en Europa mientras no se alcanzase un acuerdo para repartir equitativamente los recursos disponibles de carbón y acero, que estaban en la raíz de los conflictos precedentes, y constituyeron en 1950 la CECA, el mercado común de esos recursos, germen de la Unión Europea que ha brindado desde entonces paz y prosperidad a sus 27 socios.

Y mientras el Cáucaso y Asia central ardían por los cuatro costados, en el resto del mundo las grandes potencias apostaron por la justicia. El Consejo de Seguridad creó los tribunales internacionales para la ex Yugoslavia en 1993 y Ruanda en 1994; se alumbró el caso Pinochet en 1996; se creó la Corte Penal Internacional en 1998; y por un instante de la historia, se pensó que otro mundo era posible: uno en el que frente a las violaciones masivas de los derechos humanos, pudieran arbitrarse respuestas civilizadas sin tener que recurrir al uso de la fuerza. Ese sueño lo destruyó Al Qaeda el 11 de septiembre de 2001.

Desde entonces hemos presenciado numerosos conflictos, particularmente en África y en Asia, y en todos ellos las controversias políticas y territoriales y el odio racial y religioso apenas han desdibujado los intereses geoestratégicos y económicos de las grandes potencias y la lucha por el control y la explotación de los recursos naturales –recursos humanos incluidos, las más de las veces–. Y la justicia ha brillado por su ausencia.

Es tiempo de darle una oportunidad a la paz y a la justicia. Preocupados como estamos por la situación de la población civil de Afganistán, especialmente de sus mujeres, después de la llegada al poder de los taliban, es preciso recordar en estos días que Afganistán ratificó el 10 de febrero de 2003 el Estatuto de Roma, con la consecuencia de que su población está protegida por la Corte Penal Internacional frente a eventuales crímenes internacionales que se hayan cometido desde aquella fecha o puedan cometerse en el futuro en ese territorio.

Colombia y Venezuela, ante la Corte Penal

Pero, para que la Corte Penal tenga suficiente poder disuasorio, los Estados parte han de estar dispuestos a procurarle el apoyo político necesario. ¿Jugarán esta vez la carta de la justicia o seguirán apostando únicamente a la de la fuerza? Las consecuencias de un mundo en el que se prescinda de la justicia son conocidas. Cuando Adolf Hitler decidió aprovechar la guerra para brindar una solución final a la cuestión judía, preguntó a sus colaboradores en la Wehrmacht: "al fin y al cabo, ¿quién se acuerda hoy de los armenios?"

_________________

Carlos Castresana Fernández es Fiscal del Tribunal de Cuentas, y antes lo fue del Tribunal Supremo y de la Fiscalía Anticorrupción. Ha sido también Comisionado de la ONU contra la Impunidad en Guatemala.

Más sobre este tema
stats