Se acercó y comenzó a hablarnos. Nos preguntó a qué nos dedicábamos y le dijimos que estábamos rodando un documental. No se lo pensó ni un segundo y nos soltó: “sois de producción ¿no?” Nos quedamos un poco cortadas, sin saber qué responder. “Somos las directoras”, contestamos nerviosas por tener que corregirle. El tipo, lejos de avergonzarse, nos miró de arriba abajo y, aunque no dijo nada, su cara transmitió a la perfección lo que estaba pensando: “¡ni de coña están preparadas para dirigir una película!” Estoy convencida de que, aunque el que metió la pata fue él, la situación fue infinitamente más incómoda para nosotras. Nos dejó descolocadas. En otra ocasión, poco antes de comenzar una charla, un señor se dirigió a nosotras como las jovencitas que habían escrito el libro que se presentaba aquella tarde. No les voy a negar que cuando rozas, como yo, la cuarentena, el adjetivo puede resultar halagador, pero les aseguro que el tono condescendiente con el que lo dijo resultó de todo menos un halago. Ese jovencitas convertido en dedo acusador, en sinónimo de poco formadas, poco competentes, de niñatas con suerte, pero sin méritos suficientes para estar allí. Y no es que no se destaque la juventud cuando se habla de la profesionalidad de los hombres, pero, al contrario de lo que ocurre con las mujeres, casi siempre se hace en términos positivos, incidiendo en la prometedora carrera que les espera. Me pregunto si Alejandro Amenábar pasó por algo parecido cuando, con 24 años, rodó Tesis, su primera película.
En España, desde hace décadas, las mujeres superan a los hombres en titulaciones académicas, acaban antes sus estudios y con mejores notas, pero a la hora de buscar empleo esto no se traduce en puestos más altos, ni mejores sueldos
Se ha hecho viral estos días una secuencia del programa de televisión First Dates. En ella, una médica de 26 años tiene una cita con un hombre de 27, que no especifica su profesión, aunque deja claro que le interesa el mundo del fitness. Suficiente, debió pensar, para cuestionar los conocimientos de ella. En un arranque de soberbia, que causa bastante vergüenza ajena, la somete a un examen sobre su profesión en el que le llega a decir: “simplemente te lo estoy explicando para que lo sepas”. Ella mantiene la compostura, pero es para levantarse de la mesa y marcharse sin mirar atrás. Mientras veo la escena, hago mentalmente una lista de las veces que me he sentido así. De las veces que, a día de hoy, y a pesar del aprendizaje feminista que llevo en la mochila, me sigo sintiendo así.
En su libro Los hombres me explican cosas, Rebecca Solnit le puso nombre a esa forma de aleccionar a las mujeres que tanto gusta a algunos hombres. Incluso a los que van de aliados. Mansplainning para definir su comportamiento paternalista cuando dan por hecho que no sabemos lo suficiente sobre un tema obviando que, en ocasiones, somos expertas en esa materia. Es su manera de dejar claro el rol de inferioridad en el que nos sitúan. Y no es anecdótico sino estructural. Pregunten en su entorno: encontrarán a pocas mujeres que no hayan pasado por eso mismo. Cómo si no encontrar explicación a que se organice un foro sobre lactancia materna en el que todos los ponentes son hombres. O que se cree una comisión para evaluar los delitos sexuales y no haya ni una sola experta. Por cierto, que la RAE, tan reacia siempre al uso del lenguaje inclusivo, acepta como alternativa a mansplainning el término en castellano machoexplicación. Y el sustantivo machoexplicador. Propongo desde aquí usarlo siempre. No seré yo quien contradiga a la Academia esta vez.
Ese escrutinio constante nos hace dudar de nuestro talento y sentirnos un fraude, aun cuando estamos mucho más preparadas que ellos. En España, desde hace décadas, las mujeres superan a los hombres en titulaciones académicas, acaban antes sus estudios y con mejores notas, pero a la hora de buscar empleo esto no se traduce en puestos más altos, ni mejores sueldos. Por ello, no es de extrañar que incluso las que alcanzan puestos de poder y obtienen el reconocimiento dentro de su profesión sufran el síndrome de la impostora. Si mujeres tan exitosas y admiradas como Kate Winslet, Michelle Obama o Penélope Cruz reconocen padecerlo, ¿cómo no vamos a sentirnos inseguras el resto? Pero si algo he aprendido con el tiempo es que no tenemos por qué ser brillantes en todo lo que hacemos, rebajemos nuestro nivel de autoexigencia, el mundo está lleno de hombres mediocres que triunfan, no dejemos que encima nos den lecciones que nadie les ha pedido.
Se acercó y comenzó a hablarnos. Nos preguntó a qué nos dedicábamos y le dijimos que estábamos rodando un documental. No se lo pensó ni un segundo y nos soltó: “sois de producción ¿no?” Nos quedamos un poco cortadas, sin saber qué responder. “Somos las directoras”, contestamos nerviosas por tener que corregirle. El tipo, lejos de avergonzarse, nos miró de arriba abajo y, aunque no dijo nada, su cara transmitió a la perfección lo que estaba pensando: “¡ni de coña están preparadas para dirigir una película!” Estoy convencida de que, aunque el que metió la pata fue él, la situación fue infinitamente más incómoda para nosotras. Nos dejó descolocadas. En otra ocasión, poco antes de comenzar una charla, un señor se dirigió a nosotras como las jovencitas que habían escrito el libro que se presentaba aquella tarde. No les voy a negar que cuando rozas, como yo, la cuarentena, el adjetivo puede resultar halagador, pero les aseguro que el tono condescendiente con el que lo dijo resultó de todo menos un halago. Ese jovencitas convertido en dedo acusador, en sinónimo de poco formadas, poco competentes, de niñatas con suerte, pero sin méritos suficientes para estar allí. Y no es que no se destaque la juventud cuando se habla de la profesionalidad de los hombres, pero, al contrario de lo que ocurre con las mujeres, casi siempre se hace en términos positivos, incidiendo en la prometedora carrera que les espera. Me pregunto si Alejandro Amenábar pasó por algo parecido cuando, con 24 años, rodó Tesis, su primera película.