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En los años setenta del pasado siglo, Richard Nixon lanzó una cruzada contra el narcotráfico. Esa guerra contra las drogas ilegales no impidió a la industria farmacéutica estadounidense convertirse en el primer fabricante legal de opio del mundo e inundar los mercados con estupefacientes y psicotrópicos que han costado miles de vidas (ver el documental El crimen del siglo, HBO), dejando una parte residual del negocio a los cárteles latinoamericanos y a las tríadas chinas. Ese giro de la política de seguridad nacional de Estados Unidos fue el origen de la distorsión a nivel global de las estrategias de persecución de los activos ilícitos.
La represión del tráfico ilegal de drogas tuvo enseguida reflejo en las Convenciones de la ONU, y las primeras leyes contra el blanqueo de capitales establecieron el dinero del narcotráfico como el objetivo prioritario de las políticas represivas de los estados. A esa prioridad en la prevención y represión del blanqueo de dinero se añadió, después de los ataques de Al Qaeda de 2001, la financiación del terrorismo. No cabe discutir la gravedad de estos delitos desde el punto de vista de los bienes contra los que atentan –la vida, la libertad, la salud pública– pero lo cierto es que los recursos generados o empleados por tales actividades criminales son muy poco relevantes comparados con los correspondientes a los delitos de cuello blanco –los de los despachos–.
Terrorismo, narcotráfico y otros delitos de cuello azul –los de la calle– generan en nuestro país apenas un 12% de las rentas ilícitas anuales. De ahí que resulte cuestionable la importancia que le dan nuestras autoridades desde el punto de vista de la prevención y represión del blanqueo de capitales, puesto que la prioridad en este ámbito debería ser la delincuencia de cuello blanco, que genera en España cada año 60.500 millones de euros de ganancias, el 88% de las rentas ilícitas, a las que no parece estar dedicándose la debida atención, a pesar de que estos delitos tienen consecuencias económicas desastrosas para sectores muy extendidos de la población, como hemos podido comprobar en la última crisis económica.
Como ejemplo de actividades ilícitas que no se persiguen suficientemente en España, se pueden señalar, por orden de importancia, los delitos de corrupción, que generan cada año 40.000 millones de euros de rentas ilícitas –importe equivalente al rescate bancario de la pasada década–, y los delitos contra la hacienda pública, que producen 20.000 millones de euros defraudados cada año. Estos importes han sido convincentemente establecidos por el profesor Armando Fernández Steinko (La economía ilícita en España, Alianza Editorial, 2021) sobre la base de las sentencias dictadas por nuestros tribunales.
Se estima que los estados recuperan globalmente cada año 20.000 millones de dólares, el 1% del dinero ilícito blanqueado. Es menos de lo que se invierte en investigar y perseguir esas conductas. Todo ese dinero circula a continuación por nuestro sistema financiero: se consume, se transforma y se reinvierte, o viaja a los paraísos fiscales.
Respecto de España, sabemos a ciencia cierta que el dinero negro, después de ser generado, se lava mediante las entidades financieras españolas y extranjeras, las inversiones inmobiliarias, el consumo de bienes suntuarios tales como vehículos de alta gama, joyas u obras de arte; y mediante el tráfico en efectivo de billetes de alta denominación: sin explicación razonable, Melilla ha llegado a figurar como la primera plaza europea en cambio de divisas, por encima de Frankfurt o de la city londinense. Sin embargo, no conocemos suficientemente el papel que desempeñan en la economía ilícita de nuestro país los paraísos fiscales: Gibraltar, Andorra, Panamá, Suiza; y las informaciones disponibles nos permiten conjeturar, además, en lo que se refiere al fraude fiscal, que Luxemburgo, Irlanda, Malta y Chipre, las islas británicas del Canal de la Mancha, y las sociedades offshore holandesas y británicas, desempeñan también un papel muy importante. Existe una gran tarea por delante.
El blanqueo en nuestro país no es solo made in Spain. Recibimos ingentes cantidades de recursos ilícitos generados en otros países, lavados aquí –sobre todo– mediante grandes inversiones en operaciones de promoción urbanística en las que la destrucción del medio natural y la tolerancia de nuestras autoridades ha venido siendo escandalosa: el ejemplo de Marbella, donde llegaron a construirse 18.000 viviendas sin licencia, es elocuente. Deberemos, pues, prestar más atención a las inversiones extranjeras, en particular las procedentes de América Latina, cuyas élites políticas y económicas, buscando seguridad y estabilidad económica, están invirtiendo crecientemente en nuestro país sus capitales, no siempre lícitos. Las inversiones desde China, fruto del comercio desigual con el gigante asiático, y el consumo suntuario de nacionales de ese país residentes o visitantes en el nuestro, parecen estar aumentando también.
Tenemos sobre todo dos asignaturas pendientes. La primera es el tráfico ilegal de armas, que sigue siendo un misterio amparado por la ley de secretos oficiales, no obstante ser España un gran exportador, y haberse señalado ese sector como el que padece una mayor incidencia de pago de sobornos a autoridades y de comisiones ilegales a intermediarios. La financiación ilegal de los partidos políticos y de sus campañas electorales, en segundo lugar, constituye una modalidad de corrupción especialmente grave, porque destruye los dos pilares fundamentales del Estado de derecho: el principio de legalidad y el sufragio. La financiación ilícita de los partidos, muchas veces con dinero que ya era ilícito en su origen, permite que gobiernen quienes de otra manera no podrían resultar elegidos, y propicia que, una vez en el cargo público, no obedezcan a los intereses de quienes les han votado sino a los de quienes les han financiado.
La entrada en vigor el pasado 30 de Abril, en aplicación de la Directiva (UE) 2018/1673, de una reforma del Código Penal que amplía los supuestos agravados del blanqueo de capitales, constituye la gran oportunidad que estábamos necesitando para cambiar este estado de cosas: además del tráfico de drogas y la corrupción, se añaden ahora como supuestos agravados de blanqueo los procedentes de la prostitución y explotación sexual, la corrupción en los negocios, la trata de seres humanos, los delitos contra los extranjeros y la corrupción de menores.
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Los delitos de cuello blanco, como los demás, tienen una cifra negra de criminalidad, referida a las conductas que no se denuncian. A la hora de configurar una política criminal seria, capaz de proteger mejor los intereses generales, debemos tomar en cuenta, además, la realidad de que muchas de las conductas denunciadas no se investigan adecuadamente, no se llegan a perseguir, o finalmente, aun obteniéndose condenas, no desembocan en la incautación de las ganancias mal habidas. Podría construirse una teoría general de la impunidad en España a partir de la verificación de los casos que deberían haber figurado y por distintas razones no llegaron a figurar en una sentencia condenatoria firme. Aprovechemos la oportunidad de esta reforma, porque la falta de incautación de los activos generados por las actividades delictivas es la mejor invitación a su reiteración.
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Carlos Castresana Fernández es Fiscal del Tribunal de Cuentas, y antes lo fue del Tribunal Supremo y de la Fiscalía Anticorrupción. Ha sido también Comisionado de la ONU contra la Impunidad en Guatemala.
En los años setenta del pasado siglo, Richard Nixon lanzó una cruzada contra el narcotráfico. Esa guerra contra las drogas ilegales no impidió a la industria farmacéutica estadounidense convertirse en el primer fabricante legal de opio del mundo e inundar los mercados con estupefacientes y psicotrópicos que han costado miles de vidas (ver el documental El crimen del siglo, HBO), dejando una parte residual del negocio a los cárteles latinoamericanos y a las tríadas chinas. Ese giro de la política de seguridad nacional de Estados Unidos fue el origen de la distorsión a nivel global de las estrategias de persecución de los activos ilícitos.
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