Publicamos este artículo en abierto gracias a los socios y socias de infoLibre. Sin su apoyo, nuestro proyecto no existiría. Hazte con tu suscripción o regala una haciendo click
aquí. La información y el análisis que recibes dependen de ti.
En momentos de seísmo político como son los actuales, hacer la propuesta de pararse a pensar habrá de parecerle a más de uno rigurosamente intempestivo (de hecho, suelen ser multitud los que, a la menor contrariedad, se apresuran a reclamar a quien creen que corresponde: "¡queremos respuestas!", sin acabar de tener muy claro cuáles son las preguntas). Sin embargo, tras el estruendo electoral del pasado martes en Madrid, es probable que convenga, no tanto apresurarse a pasar página y empezar a hablar de lo que, a la vista de los nuevos números, nos aguarda (sea esto lo que sea), como de detenerse a reflexionar, aunque sea solo un poco, sobre alguno de los asuntos que más ocuparon la atención de la ciudadanía en estos pasados días. Estoy seguro de que habrá quien agradezca que por una vez las palabras dichas en campaña no sean tomadas por completo como palabras vanas. Sobre todo si tales palabras apelaban a ese material particularmente sensible que es el sufrimiento ajeno, como de manera tradicional ha tendido a hacer, por razones casi obvias, la izquierda.
Imaginemos que, tras conocer la noticia del enésimo episodio de violencia de género, tras hacerse pública la ejecución de un condenado a muerte en Estados Unidos o tras difundirse la información de un caso de monumental estafa que hubiera arrojado a la absoluta pobreza a centenares de ancianos jubilados, un político, preguntado por su opinión al respecto de tales sucesos, respondiera afirmando cosas tales como "a mí no me gusta que se agreda a nadie", "a mí no me gusta que se acabe con la vida de ningún ser humano" o "a mí no me gusta que una persona se quede con el dinero de otros". Con toda seguridad nos sentiríamos como poco perturbados por la ligereza del reproche. Porque en nuestros días tendemos a dar por descontado que la violencia de género debería provocar un rechazo absoluto y sin matices, al igual que la pena de muerte o la estafa a los más vulnerables. De no reaccionar así y, en lugar de ello, convertir semejante tipo de hechos en motivo de mero disgusto, nada tendría de extraño que muchos sospecharan que lo que está persiguiendo el político en cuestión es relativizar la gravedad de tales hechos.
Aludo a esta respuesta porque era la que utilizaba hace no demasiado tiempo en nuestro país un líder de izquierdas, entonces emergente y hoy ya de salida, cuando se le preguntaba por situaciones que podían ponerle en algún compromiso teórico-político (por ejemplo, por haber sido protagonizadas por líderes hacia los que declaraba una incuestionable simpatía). Se equivocarían quienes restaran importancia a dicha respuesta y sostuvieran que no resulta representativa de nada, excepto de una ocasional torpeza por parte del político aludido a la hora de formular su condena. Pero tan frecuente resultaba ese "a mí no me gusta" (solo que aplicado a otros casos diferentes a los mencionados al principio, como el lector perspicaz ya habrá percibido) que a cualquiera que todavía conservara la costumbre de seguir la actualidad política se le terminó creando el reflejo condicionado de esperar, a continuación de la frase entrecomillada, una adversativa que, de manera inexorable, circulaba en la dirección de rebajar la importancia de ese suceso que se suponía que había provocado disgusto. Pues bien, es sobre la manera de llevar a cabo la operación devaluadora sobre lo que vale la pena detenerse. Entre otras cosas porque puede resultar expresiva de una forma de plantear estos asuntos particularmente frecuente en sectores de la izquierda.
La rebaja de la importancia del suceso del que se trate suele llevarse a cabo por dos vías. Una es probable que le resulte familiar a los de mayor edad. La recordaba oportunamente en estos días pasados Ángel Gabilondo para denunciar la tibieza de Vox ante las amenazas de muerte recibidas por políticos de diverso signo: era la vía que seguían hace unos años, cuando la violencia terrorista estaba a la orden del día entre nosotros, algunas formaciones políticas tras un atentado con víctimas llevado a cabo por grupos armados con los que dichas formaciones mantenían puntos de estrecha afinidad política. Lamentaban el dolor que pudieran estar sufriendo los allegados y puntualizaban a renglón seguido que a ellos les desagradaba cualquier forma de violencia (a veces añadían, por si alguien no lo había pillado a la primera, “venga de donde venga”). Como si lo prioritario fuera ampliar el radio de los afectados por un determinado tipo de actos (y, de paso, tipificarlos como de menor gravedad moral), o denunciar las contradicciones de los denunciantes de los mismos (que no serían tan sensibles a otros damnificados por comportamientos de idéntico orden), mucho más que su rechazo propiamente dicho.
A idéntica familia argumentativa pertenece una versión actualizada de este mismo planteamiento, consistente en enfatizar la "solidaridad con las víctimas" de cierto tipo de actos, pero cuidándose muy mucho de no hacer la menor referencia a los verdugos. Esto se vio muy claro con ocasión de los atentados de la Rambla de Barcelona de agosto de 2017, cuando determinados sectores políticos independentistas acreditaron estar más pendientes de culpar a unos supuestos responsables remotos (el gobierno español, por la titularidad pública de una empresa armamentística, o el propio Jefe del Estado anterior, por su relación con las corruptas monarquías del Golfo Pérsico) que a los responsables inmediatos y efectivos, en relación con los cuales la principal preocupación de los sectores políticos mencionados era evitar el peligro de la islamofobia. Idéntica función elusiva cumplía también el recurso retórico utilizado por Carles Puigdemont siempre que se le instaba a definirse respecto a los disturbios callejeros en Barcelona tras la sentencia del procés en otoño de 2019: “yo he condenado la violencia siempre”, proclamaba, con una referencia a su trayectoria que le servía para soslayar la condena concreta de lo que estaba ocurriendo en esos momentos.
La otra vía para rebajar la importancia de una determinada modalidad de sucesos pasa por apelar, en cuanto se tiene la primera noticia de ellos, a la necesidad de contextualizar adecuadamente lo sucedido, se supone que para evitar reacciones indeseables y, sobre todo, equivocadas. Nada que observar a semejante prevención en el plano de los principios más generales, especialmente los epistemológicos: la razón que le asiste resulta de todo punto inobjetable. Tanto que casi podría llegar a considerarse trivial. Porque, en puridad, no hay suceso del que no quepa predicar la condición de contextualizable. El hecho de que todo cuanto sucede o existe se da en medio de un entramado de circunstancias condicionantes resulta tan obvio que el propio Ortega llegó a considerar a éstas parte constituyente del ser de cada uno de nosotros (ya saben: “yo soy yo y mi circunstancia").
Sin embargo, no deja de resultar llamativo que, con demasiada frecuencia, los mismos que así proceden rechazan aplicar idéntico procedimiento a ese otro tipo de conductas que a ellos les provocan un monumental escándalo y ante las que no parecen dispuestos a aplicar ni la más mínima cautela epistemológica. Suelen ser conductas que consideran que les ratifican eficazmente en sus convencimientos, proporcionándoles el combustible adecuado con el que alimentar su indignación. Debe ser por eso que se resisten como gato panza arriba a contextualizar tales casos, como si temieran que pudiera cumplirse lo que, de Madame Staël (“ser totalmente comprensivo le hace a uno indulgente”) a Tolstoi (”comprenderlo todo es perdonarlo todo”), pasando por un sinfín de autores, tantos han señalado, a saber, que el conocimiento de algo en toda su complejidad hace francamente difícil mantener las valoraciones sumarias y rotundas que tendemos a sostener de manera espontánea cuando solo disponemos de la noticia escueta de ese suceso.
A la vista de todo lo anterior, tal vez el reproche inicial que dirigíamos a quienes se acogen al lenguaje del "no me gusta" y similares a la hora de pronunciarse respecto a sucesos que les incomodan (en resumen, el reproche de incurrir en una estetización frívola), podría ir más allá y adquirir una mayor densidad o consistencia. Acaso lo que más importe de la actitud comentada sea la severa incapacidad para la crítica que está revelando. O tal vez fuera mejor decir: la claridad con la que evidencia las desesperadas resistencias que algunos tienden a oponer cuando perciben una amenaza a las convicciones que tenían por más firmes, aquellas en las que creían poder basar su concepción del mundo y de la vida.
Regresemos al inicio. A quienes tanto se les llena la boca con la apelación a la necesidad de ser críticos hasta las últimas consecuencias, combatiendo cualquier forma de fanatismo, o a la conveniencia de ser capaces de ponerlo todo radicalmente en cuestión, les vendría bien de vez en cuando colocarse ante su propio espejo e imaginar cómo se les quedaría el cuerpo si alguien contestara "a mí no me gusta que se le haga daño a nadie" al ser preguntado por su opinión acerca de un caso de tortura, "a mí no me gusta que nadie se aproveche de su posición de poder" para juzgar un caso de abuso de menores o, en fin, "a mí no me gusta que se incumplan los tratados internacionales" ante un caso de utilización de armas químicas.
Pues bien, aunque no soy partidario de utilizar el recurso a la empatía como una metodología de paso universal, sería bueno que esas mismas personas, cumplimentado el paso anterior, a continuación intentaran hacer el ejercicio de imaginarse cómo se le puede quedar el cuerpo, pero, sobre todo, el alma, a quien les siguen escuchando a ellos responder con análogo tipo de frase cuando son preguntados por otros hechos, igualmente terribles, pero que ponen en apuros sus creencias más arraigadas. Tal vez entonces caerían en la cuenta del tamaño de su inconsistencia.
Terminaré esta pieza con una confidencia al lector. En realidad, empecé a pensar en este asunto antes de que finalizara la campaña, precisamente a la vista de la deriva que iba tomando la misma. Supongo que por algún resto de optimismo que todavía conservo, desestimé hacerlo público como artículo en esos momentos. Prefería pensar que semejante orden de reflexiones no era en realidad otra cosa que un conjunto de puntualizaciones escrupulosas (deformación profesional de filósofo, a fin de cuentas) y que los errores que pretendía señalar con ellas se verían enmendados antes de que fuera demasiado tarde. A la vista está que me equivoqué de medio a medio y que aquel convencimiento mío se reveló un completo espejismo.
Pero si lamentable resultó que regresara lo que parecía superado, aún más lo resultó la forma en que algunos intentaron justificar su perseverancia en las viejas actitudes. O, mejor dicho, que no justificaron en la medida en que eludieron entrar a debatir sobre este asunto. Al respecto, pocas lecciones de democracia pueden dar no solo quienes, como Isabel Díaz Ayuso, rehuyeron al máximo confrontarse con sus adversarios, sino también quienes, con el argumento, muy celebrado por los suyos, de que “no hay condiciones para debatir así” o de que no hay que “regalar más shows a la extrema derecha” (lo que a la hora de la verdad significaba regalarle una trascendental capacidad de bloqueo de la discusión pública), decidieron no participar en ningún otro debate tras el lamentable episodio en el programa de Àngels Barceló en la SER. Un episodio tan sobrado de exabruptos como ayuno de argumentos consistentes.
Ver más'Lady Trump'
Porque si, de acuerdo con determinados eslóganes de campaña, lo que estaba en juego en Madrid en las elecciones del pasado martes era la democracia, habrá que recordarles a algunos que democracia es, entre otras cosas, palabra en la plaza pública. Es presentar a los ciudadanos las mejores razones que les ayuden a tomar la mejor decisión para su futuro. Agitar el odio o el miedo (en ocasiones de manera explícita: “el miedo ha cambiado de bando”, sentenciaban literalmente algunos, si no me falla la memoria) podrá ser muy eficaz a cortísimo plazo, pero es voto para hoy y crispación política garantizada e insoportable para mañana. Que luego nadie ande rasgándose las vestiduras. Que a estas alturas ya nos vamos conociendo todos.
________________________
Manuel Cruz es filósofo y expresidente del Senado. Autor del libro 'oEl virus del miedo' (La Caja Books).
En momentos de seísmo político como son los actuales, hacer la propuesta de pararse a pensar habrá de parecerle a más de uno rigurosamente intempestivo (de hecho, suelen ser multitud los que, a la menor contrariedad, se apresuran a reclamar a quien creen que corresponde: "¡queremos respuestas!", sin acabar de tener muy claro cuáles son las preguntas). Sin embargo, tras el estruendo electoral del pasado martes en Madrid, es probable que convenga, no tanto apresurarse a pasar página y empezar a hablar de lo que, a la vista de los nuevos números, nos aguarda (sea esto lo que sea), como de detenerse a reflexionar, aunque sea solo un poco, sobre alguno de los asuntos que más ocuparon la atención de la ciudadanía en estos pasados días. Estoy seguro de que habrá quien agradezca que por una vez las palabras dichas en campaña no sean tomadas por completo como palabras vanas. Sobre todo si tales palabras apelaban a ese material particularmente sensible que es el sufrimiento ajeno, como de manera tradicional ha tendido a hacer, por razones casi obvias, la izquierda.
aquí. La información y el análisis que recibes dependen de ti.