Aquel noviembre desastroso de 1933

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La metáfora del tren perdido, aplicada a la política española progresista, está muy desgastada, por ubicua, pero no por ello es obligado prescindir de ella. Como tampoco de la de Mariano José de Larra, según la cual (en 1836) este país es una nueva Penélope “que no hace sino tejer y destejer” (la referencia, claro, va por la esposa de Ulises, quien, siempre a la espera de la vuelta del héroe, mantiene a raya, con el truco cotidiano del tapiz nunca acabado, a su multitud de pretendientes).

Traigo a colación ambos tropos porque casi estamos a los 88 años de la celebración, el 19 de noviembre de 1933, de los comicios que supusieron el inicio del desmantelamiento de los logros, algunos espectaculares, del primer bienio y medio de la Segunda República. ¿Cómo consiguieron los reaccionarios aquella victoria? Pues uniéndose electoralmente, lo cual, a diferencia de las izquierdas, no les costó mucha dificultad, dado el consenso sobre un asunto fundamental: España les pertenecía en propiedad a ellos y los demás eran traidores a la Patria, comunistas, ilusos o delincuentes.

Para combatir la magna coalición electoral liderada por José María Gil Robles, la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas, vaya formulación), las fuerzas progresistas de entonces no fueron capaces de prever la absoluta necesidad de ir coaligadas, de alguna manera, a las urnas. Y se perdió otra vez el maldito tren de marras. Como se había perdido, tras la Gloriosa de 1868, a la llegada de la Primera República, que, entre unos y otros, solo duró once meses antes de que volviesen a hacerse con el mando los borbones. Se me ocurre añadir que, si no se hubiera asesinado a Prim –siendo quizás el principal responsable el duque de Montpensier–, tal vez tendríamos todavía sobre el trono un descendiente de Amadeo, con lo cual acaso nos habría ido mejor. Pero, claro, al poco de desembarcar en Cartagena, o antes, empezaron a llamarlo Maccaroni I y el hombre no tendría más remedio que tirar finalmente la toalla, o como se diga en italiano.

Durante el llamado Bienio Negro de 1933 a 1936 se deshizo mucha legislación avanzada, y el fascismo español, cada vez más seguro de sí mismo, empezó a cobrar verdadera fuerza. Su breviario, Genio de España, de Ernesto Giménez Caballero, se había publicado en 1932 (¡qué privilegio haber tratado personalmente a su autor y escuchar de sus propios labios la alabanza de un sistema que consistía en que los fuertes acabasen con los débiles!). Fue un acicate decisivo, por supuesto, la otorgación a Hitler, en julio de 1933, de plenos poderes, tres meses antes del acto fundacional de la Falange (en su origen autobautizada Fascismo Español); Calvo Sotelo regresó desde París, imbuido del pensamiento del ultracatólico Maurras y empeñado en dar la batalla; Sanjurjo, cabeza de la abortada intentona de 1932, fue excarcelado; se reintrodujo la pena de muerte... Entre bastidores se fueron estrechando los vínculos ya iniciados entre el fascio peninsular y el europeo, y Mussolini otorgó una subvención a José Antonio Primo de Rivera, que este recogía en París (solo se sabría cuando los aliados, al invadir Italia, descubrieron la documentación correspondiente).

Los muy pormenorizados trabajos de Ángel Viñas, Paul Preston, Julián Casanova, Herbert Southworth y otros muchos han demostrado de modo conclusivo que, en realidad, la destrucción de la democracia española fue decidida antes de que naciera.

Los dos años y medio progresistas fueron extraordinarios, pese a tantas dificultades, entre ellas la acuciante crisis económica, el analfabetismo rampante y la oposición frontal de la Iglesia. Se crearon 11.000 escuelas públicas, un esfuerzo titánico; las Misiones Pedagógicas y La Barraca, ambas inspiradas en los ideales de la Institución Libre de Enseñanza –la aventura pedagógica española más fructífera jamás emprendida– asumieron la tarea de llevar cultura, y algo de esperanza, a los pueblos más aislados del país; la actividad editorial se galvanizó; y se consiguió el voto para las mujeres, aunque no sin titubeos y dudas, por razones tácticas más que otras, por parte de ciertos sectores socialistas.

Berna González Harbour acaba de referirse al “peculiar instinto caníbal” y tendencia a autolesionarse de la izquierda española. Ahora que la socialdemocracia europea se está recuperando, con el alivio y el apoyo del PSOE, he aquí, señala, que los podemitas, ya alcanzado, si no el Cielo, por lo menos una aceptable cota de participación gubernativa, están a la greña. La escritora recuerda, a propósito, la hilarante escena de La vida de Brian en la cual Reg (interpretado por el genial John Cleese), portavoz de The People’s Front of Judea (Frente Popular de Judea), expresa su desprecio por el casi igualmente denominado Judean People’s Front. El mismo personaje añade, para rematar el asunto, que el JPF es el único grupo a quienes ellos, los del FPJ, odian más que a “los jodidos romanos” (“the fucking Romans”). O sea que el auténtico adversario no está siempre en la bancada de enfrente, sino que puede estar a tu lado. La coalición actual, con todo, está funcionando, gracias en primer lugar, yo diría, al extraordinario talante persuasivo de Pedro Sánchez y al mutis por el foro de Pablo Iglesias.

El hispanista inglés John B. Trend, catedrático de Español en la Universidad de Cambridge y musicólogo muy amigo de Manuel de Falla, vivió de cerca los años inaugurales de aquella malhadada Segunda República, así como sus prolegómenos. Tenía la plena convicción de que había llegado por fin, tras tan larga espera, una nueva oportunidad para un país que amaba intensamente. Plasmó su entusiasmo en un libro fundamental, creo que nunca traducido al castellano, The Origins of Modern Spain, con prefacio fechado –ahora se constata la ironía– en el aciago noviembre de 1933. Se editó al año siguiente cuando el sueño ya se desmoronaba, y la posibilidad de una guerra civil, incrementada por lo ocurrido en Asturias, parecía cada día más real.

Trend creía que, si empezaba a poner en orden su casa, España podría aproximarse a algo así como un paraíso terrenal. Sigue siendo, a mi modo de entender, el caso. Después del espanto de la contienda y los cuarenta años inmisericordes del régimen de Franco, ya es otra vez el momento. Pero el camino continúa siendo guijarroso, con las disensiones en el seno de la izquierda y las derechas reivindicando, como siempre, ser guardianes exclusivos de las esencias patrias y negando la mezcla de sangres que llevan los españoles en los genes (háganse los señores Aznar –raíz árabe– y Abascal, por favor, un test de saliva). Para más inri ni los populares, ni sus antecesores, nunca han mostrado interés por el medio ambiente y, lo peor, jamás han condenado formalmente el régimen genocida franquista del cual proceden. Sostenella y no enmendalla. Dialogar con mentalidades así resulta casi imposible.

En este sentido, para ir terminando el sermón, el caso de Ciudadanos me parece altamente instructivo. ¡Qué espléndida oportunidad desperdiciada, por más señas bilingüe! Me llama la atención que, reducido ahora a un patético manojillo de escaños, nadie del partido, de lo que queda del partido, es capaz de lamentar públicamente el hybris de Albert Rivera, cuando un pacto con el PSOE no solo era posible, sino que hubiera evitado tantos desgarros posteriores.

Vencejos

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Aprender de los pasados errores: todos debemos hacerlo. La soñada España culta, múltiple y tranquila, ya plenamente insertada en el seno de la Europa democrática, podría ser una realidad. ¿Y se va a perder otra vez el tren, a seguir tejiendo y destejiendo? Si al final de la novela más genial del mundo el protagonista recupera (al parecer) su equilibrio, ¿por qué el país entero no sería capaz de seguir de una vez su ejemplo?

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Ian Gibson es hispanista, especialista en historia contemporánea española, biógrafo de García Lorca, Dalí, Buñuel y Machado.

La metáfora del tren perdido, aplicada a la política española progresista, está muy desgastada, por ubicua, pero no por ello es obligado prescindir de ella. Como tampoco de la de Mariano José de Larra, según la cual (en 1836) este país es una nueva Penélope “que no hace sino tejer y destejer” (la referencia, claro, va por la esposa de Ulises, quien, siempre a la espera de la vuelta del héroe, mantiene a raya, con el truco cotidiano del tapiz nunca acabado, a su multitud de pretendientes).

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