Pelicot, turbas y linchamientos María Eugenia Rodríguez Palop
Pelicot, turbas y linchamientos
La dignidad de las víctimas mueve montañas. La capacidad transformadora que tiene un testimonio ejemplar es impresionante. Lo hemos visto en Gisèle Pelicot, la mujer violada durante años que ha abierto de par en par las puertas de su propio juicio para que la vergüenza cambie de bando y, como vienen pidiendo tantas mujeres desde hace décadas, sean ellos y no ellas quienes sufran los señalamientos y el escarnio.
Víctima de una violación continuada y agravada que ha impactado en toda Europa y que bien podría haber sido calificada como explotación sexual, en este caso ha habido más de 70 coautores, cientos de cómplices y miles de encubridores. En Mazan, un pequeño pueblo en el que todo se sabe. El Sr. Pelicot llegó a tener incluso un discípulo aventajado: Jean-Pierre Maréchal, que reprodujo con “su” mujer todo lo que su maestro hacía con la “suya”. Así de potente es el sentido de la propiedad y el goce de la posesión. La homosociabilidad tóxica impuso la ley del silencio y premió con el anonimato a quienes fueron delincuentes durante años. Coco hizo el resto, la plataforma online que se lucró con el delito.
Los monstruos se esconden a veces entre vecinos, amigos y familiares. Gente normal y corriente que, como los aquí juzgados, pueden ser tipos geniales, hombres estupendos y padres protectores. Conviene recordarlo porque aún sigue vigente el mito de la marginalidad (la violación es excepcional), el del violador (es un caso patológico) y el de las mujeres violadas (ellas son un polo de atracción o bien consintieron sin saberlo). La cultura de la violación se alimenta continuamente de estos mitos y a ella contribuyen quienes, de manera más o menos refinada, dudan sistemáticamente del consentimiento de las mujeres, las infantilizan o mantienen las equidistancias que fomentan las contradenuncias de los violadores, el bulo de las denuncias falsas y las frecuentes renuncias a las denuncias.
En estos días, hemos escuchado duras críticas a quienes han recurrido a las redes para denunciar casos de violencia sexual, en ocasiones, de manera anónima. Por lo que parece, estas denuncias han infundido miedo en ciertos varones, han frustrado sus fulgurantes carreras y han provocado, incluso, una cadena de suicidios. Hay quienes se olvidan de que seguimos necesitando de estructuras informales para defendernos y de redes feministas para encontrar protección.
El juicio de Pelicot ha demostrado la dignidad revolucionaria de las víctimas y la bajeza de sus victimarios y de quienes miraron para otro lado
El reciente caso de Eduard Cortés revela, por ejemplo, las enormes grietas de un sistema ineficaz para quienes deciden acudir a un juzgado, más allá de los señalamientos y el calvario que supone el proceso penal para las mujeres. Las actrices que se han animado a denunciar han tenido que recurrir a la autoorganización y las acciones colectivas y nunca lo hubieran hecho si no hubiera sido por la eficacia inmediata que tuvo una denuncia en redes. El 26 de octubre la fotógrafa Silvia Grav publicó una conversación con Cortés en la que lo acusaba de haberle ofrecido trabajo a cambio de mostrarse desnuda. A partir de ahí llegaron todas las demás.
En estos tiempos, también ha habido quien ha puesto en duda la relevancia del consentimiento o la existencia del consentimiento mismo, desconociendo que los ejercicios filosóficos poco tienen que ver con las causas procesales donde la prueba resulta esencial para determinar la relación de causalidad y las responsabilidades penales.
En la Directiva de violencias que sacamos adelante en la anterior legislatura europea, no conseguimos incorporar el tipo penal de la violación debido a la persistente negativa de Francia y Alemania (que han ratificado el Convenio de Estambul). Gobiernos en los que los liberales seguían empeñados en que se probara fuerza, violencia o intimidación para aplicar sanciones penales. Tras el caso Pelicot, los franceses han decidido recular y reconocer para las francesas lo que no quisieron reconocer hace menos de un año para todas las mujeres en Europa.
El debate sobre el “no es no” o el “sí es sí” tiene una importancia relativa si estamos en una situación de profunda desventaja; si las mujeres viven oprimidas o discriminadas, sometidas por relaciones de poder o estructuras de dominación, atenazadas por el miedo o la falta de autoestima, en situación de necesidad o de inseguridad vital. Si este es el caso, y parece que lo es, asegurar el consentimiento en las relaciones sexuales es absolutamente determinante porque dota de agencia a quien no la tiene y obliga al sujeto dominante a no dar la voluntad por descontada. En el ámbito jurídico lo importante es que el foco se ponga sobre los victimarios y no sobre la víctima que, sin consentimiento, se vería obligada a demostrar su negativa. La tesis del ”no es no” supone un paso atrás, una regresión en el terreno probatorio porque solo hay un caso judicial si el rechazo explícito es la respuesta contundente y sostenida frente al uso de la violencia. La sumisión química de Giséle Pelicot la dejó sin alternativas, pero no siempre hace falta llegar a estos extremos. Hay condiciones en las que el dominio es tal que no son necesarias las drogas para propiciar idéntico sometimiento “voluntario”. Recabar el consentimiento expreso y explícito en las relaciones sexuales no debería ser un problema para quienes las pretenden consentidas y no encuentran morbo alguno en el control ajeno.
El juicio de Pelicot ha demostrado, entre otras cosas, la dignidad revolucionaria de las víctimas y la bajeza tanto de sus victimarios como de quienes miraron para otro lado. Ha demostrado que los monstruos pueden vivir muy cerca y ser personas "normales". Que la complicidad social y el silencio de las "buenas personas" forma parte del problema. Y que la cultura de la violación es también la de quienes ven "turbas" en las redes de mujeres y "linchamientos" en sus denuncias.
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María Eugenia Rodríguez Palop es ecofeminista y profesora de DDHH y Filosofía del derecho en la Universidad Carlos III de Madrid.
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