El Día de la Gran Revancha y la política del resentimiento

El 2 de abril, más que el “Día de la Liberación”, es el “Día de la Gran Revancha”. La venganza planificada. El resultado ansiado después de años rumiando el resentimiento. “Durante décadas, nuestro país fue saqueado, expoliado, violado y despojado por naciones cercanas y lejanas, tanto amigas como enemigas”. Hay que iniciar una nueva era en la que esto no vuelva a ocurrir.

Trump defiende su política arancelaria como un arma de guerra frente a los déficits comerciales crónicos: una emergencia nacional que amenaza la forma de vida del americano medio. “Nos están haciendo una nación más pobre”, pero aún no es “demasiado tarde”. El arancel universal mínimo del 10% a todas las importaciones, modulado según países y bloques, hará de EEUU “el país más rico del mundo”. Convertir el agua en vino, caminar sobre las aguas y resucitar al tercer día. Todo resulta esperanzador y hermosamente profético. EEUU es una nación elegida y bendecida por Dios. El supremacismo blanco y la religión son dos elementos claves de fondo. Un terreno abonado para el lenguaje salvífico.

Trump es el héroe que viene a reparar y a vengar a las víctimas de un agravio de dimensiones gigantes. No es nuevo. La autovictimización nacional es un arma política de largo alcance porque no solo estimula la venganza, sino que la dota de una legitimidad moral que, en condiciones normales, nunca tendría. Si se explota bien el sentimiento de agravio, la gente acaba ignorando sus propios intereses para reparar la injusticia histórica que ha sufrido o cree haber sufrido. Da igual si es real o es imaginaria.

El resentimiento es un atributo de quienes se consideran desposeídos y es muy fácil compensarlo con orgullo nacional. Como bien explica Eva Illouz, aunque resulte paradójico, es un sentimiento que pueden liderar también quienes ostentan grandes privilegios.

No deja de ser curioso que sea un gran magnate, como Trump, quien se apropie del lenguaje de la injusticia secular para proteger a una nación que es, probablemente, la más poderosa del mundo. Que, con su retórica victimista, haya logrado persuadir a tanta gente para que se autoidentifique como víctima de ataques exteriores, como si estuviéramos ante un atentado terrorista, el 11S y el hundimiento de las torres gemelas. La “mayoría silenciosa”, el ejército de pobres y perdedores de la globalización neoliberal (ese hombre con cascos de obra y chalecos reflectantes de construcción), ya no tiene que luchar contra los ricos ni las grandes multinacionales, contra Trump y los suyos, sino contra un fantasma informe de dimensiones mundiales que solo un fürer es capaz de identificar y combatir.

Cuando se alteran las nociones de lo justo y de lo injusto, se invierten las causas y las consecuencias, las decisiones erráticas e irresponsables se asimilan mucho mejor

Wendy Brown dice que los apegos heridos organizan la identidad de un grupo en torno a su debilidad y su necesidad de protección. Los líderes populistas los utilizan como una fuerza política para definir enemigos interiores o exteriores, normalmente imaginarios, para buscar chivos expiatorios. Hacen de la condición de víctima una fuente de identificación que reemplaza a la ideología y a la política y que sirve únicamente para crear fuertes vínculos entre esos líderes y sus votantes.

Cuando se alteran las nociones de lo justo y de lo injusto, se invierten las causas y las consecuencias, se promueven las fantasías de venganza, la polarización y el conflicto, las decisiones erráticas e irresponsables se asimilan mucho mejor. Cuando se abren o se engrandecen las heridas, las teorías de la conspiración, las paranoias y la lógica belicista lo colonizan y lo justifican todo.

Desde que llegó a la Casa Blanca, Trump tuvo la firme intención de exhibir un poder absoluto e irreprimible, ejercer el sadismo en nombre del pueblo y poner a prueba la tolerancia del sistema frente a multitud de iniciativas intencionadamente ilegales.

En una entrevista televisiva, Trump prometió ser “un dictador” a partir del primer día. En sus redes sociales se le puede ver con una corona que reza: “Larga vida al rey”. Y, como Napoleón, cree que “quien salva a su país no viola ninguna ley”. Su objetivo es reforzar al poder ejecutivo hasta límites inconstitucionales, acabar con los jueces “nefastos” que intenten impedírselo, eliminar a los medios que osen contradecirle y ahogar cualquier conato de pensamiento woke en las instituciones educativas. Su política exterior tiene una dirección idéntica.

Trump quiere sustituir el orden de los procedimientos y las reglas por el desorden de los pactos alternos, las negociaciones bilaterales y los pulsos unilaterales, selectivos e improvisados. Su consigna en Europa es la del “divide y vencerás”. De hecho, más allá de sus distintas posiciones ideológicas o estratégicas, que son solo relativamente relevantes, su liderazgo no se distingue mucho del de Vladímir Putin en Rusia, Xi Jinping en China, Kim Jong-un en Corea del Norte o Viktor Orbán en Hungría.

Era de esperar que sus derivas autocráticas en un mundo interconectado no tuvieran solo dimensiones estatales. “Los tramposos extranjeros han arrasado nuestras fábricas y los carroñeros han destruido nuestro antes hermoso sueño americano”. Es hora de ajustar cuentas. Donde las dan, las toman. Tan simple como suena. 

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