Política y errores que puntúan

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En los últimos tiempos la derecha de este país parece empeñada en evocar, venga del todo a cuento o no, el nombre de José Luis Rodríguez Zapatero. Casi en todas las ocasiones lo hace con el objeto de señalar un imaginario paralelismo entre dos presuntos finales de mandato, el de aquel y el de Pedro Sánchez, caracterizados ambos, sostiene, por una análoga incapacidad de sus protagonistas para reconocer y aceptar la magnitud de las respectivas crisis con las que les habría tocado lidiar. Dejemos de lado por el momento que este tipo de mensaje –que los conservadores pretenden fijar en la ciudadanía con el inequívoco objetivo electoral de que el anunciado cambio de ciclo cale entre los votantes y acabe siendo una profecía autocumplida– constituye un notorio ejercicio de venta de la piel de un oso que todavía no se ha cazado. Lo que ahora me interesa resaltar es otra cosa. Olvidan quienes tanto recuerdan al segundo presidente socialista de la democracia un rasgo con el que, sobre todo en la primera etapa de su mandato, se le definía, a saber, su baraka, esa especie de suerte favorable que le acompañaba a todas partes como una sombra

No deja de ser curioso que aquellos adversarios que tanto apelaban a la fortuna como pseudo explicación (casi) mágica cuando todo parecía irle bien al entonces jefe del ejecutivo, se olvidaron de ese asunto cuando se le empezaron a torcer las cosas. De perseverar en sus planteamientos escasamente racionales, deberían haber pasado a sostener que quien antaño disfrutaba de tanta suerte, luego había mutado en un gafe sin remedio, al que la fortuna, siempre tan voluble, había dejado de sonreír. No parece, desde luego, que semejante mutación constituya un argumento mínimamente convincente. 

Es probable que tiendan a utilizar este orden de argumentos, tan endebles, quienes prefieren no tener que asumir la responsabilidad por sus propias actuaciones. Pero si, siguiendo con el planteamiento expositivo que ya utilicé en un texto anterior publicado aquí mismo (“Metáforas para dejar de pensar”, infolibre, 15 de mayo de 2022) hubiera que establecer un símil entre la política y algún deporte, podríamos decir que aquella no se parece, pongamos por caso, al fútbol, en el que las ocasiones falladas por un equipo no le suponen al equipo adversario otro beneficio que el de haber escapado de un perjuicio, (como, por ejemplo, que le marcaran un gol), pero sin que ello le compute a su favor en modo alguno. Por lo mismo, por cierto, que las ocasiones desperdiciadas apenas le sirven de balsámico consuelo a quien no las supo aprovechar: que se lo pregunten, si no, al Liverpool tras la final de la última Champions. Más correcto resultaría establecer el símil entre política y deporte sirviéndose del caso del tenis, u otros que funcionan con parecida lógica, esto es, en el que los errores de uno se contabilizan, automáticamente, como aciertos del otro (no existiendo, a efectos de puntuación, diferencia alguna entre una victoria alcanzada a base de golpes propios magníficos y una obtenida por la suma de errores no forzados del rival). 

Aplicar esto a lo que veníamos hablando implica que, para hacer inteligible la supuesta baraka inicial de Zapatero, habría que empezar por analizar el comportamiento de sus adversarios en esa misma época. Probablemente comprobaríamos sin especial dificultad que gran parte de los puntos anotados por el gobierno de aquel entonces provenían en buena parte de errores no forzados cometidos por una oposición asilvestrada, decididamente echada al monte. Por no abandonar el símilil, es probable que en estos últimos meses el nuevo líder de la oposición, a diferencia de su errático (y defenestrado) antecesor, haya decidido jugar en el fondo de la pista, a la espera de que su rival vaya cometiendo errores que él pueda anotar en su cuenta. A este respecto hay que añadir que ambos jugadores no se encuentran en la misma situación y que es el que está en el gobierno el que viene obligado, una y otra vez, a tomar la iniciativa y, por tanto, corre un mayor riesgo de equivocarse

Cuando una formación política, pongamos por caso, llama al diálogo, al acuerdo o incluso al consenso, no solo ha de estar convencida de las bondades de todo ello, sino que se ha de encontrar realmente en condiciones de llevarlo a la práctica

Sin embargo, por más importante que pueda ser la estrategia con la que cada cual planifica esta confrontación, un factor asimismo relevante es el modo en el que se reacciona a la planificación del adversario. Porque tomar la iniciativa implica el riesgo de cometer errores, pero también ofrece a quien la toma la contrapartida de aparecer a ojos de la sociedad como quien no teme correr tales riesgos con tal de resolver los problemas que afectan a la mayoría de los ciudadanos. De la misma manera, apostar por el peloteo de fondo pone a salvo de cometer equivocaciones graves, pero también puede provocar que esa prudencia sea interpretada como ausencia de alternativas, desconfianza en las propias posibilidades, disensiones profundas en el seno de la formación que se lidera (siempre hay barones o baronesas proclives a sacar los pies del tiesto) o alguna otra fragilidad semejante. Se desprende de esto que tanto uno como otro deberán tender con sus golpes políticos a castigar los aspectos más débiles del juego del adversario (o a propiciar en lo posible sus errores no forzados, si prefieren decirlo así). 

No quisiera que nadie pensara que estoy intentando estirar el símil exageradamente, hasta más allá de lo razonable, pero tiendo a opinar que todavía daría un poco más de sí. De esta manera, bien podríamos afirmar que uno de los aspectos más relevantes de la confrontación política pasa precisamente por atinar con lo que amplios sectores de la ciudadanía (y no solo los votantes más fieles) perciben como las debilidades mayores de los rivales. Según he intentado señalar en otro lugar (“¿Hay antifascistas de derechas?”, El País, 14 de agosto de 2022), no parece que la percepción de que PP y Vox constituían inexorablemente dos caras de la misma moneda, enfatizada por la izquierda en las últimas elecciones autonómicas andaluzas (y, antes, en las madrileñas, con el resultado conocido), fuera compartida por muchos votantes de aquella comunidad. De idéntica manera que tampoco da la sensación de que expresiones como “gobierno socialcomunista” y similares (“gobierno socialcomunista y filoetarra”), tan frecuentes en el lenguaje de la derecha, consigan movilizar a muchos votantes más allá de los previamente convencidos. Y ya que iniciamos esta pieza refiriéndonos al paralelismo que algunos pretenden establecer entre Zapatero y Pedro Sánchez, valdrá la pena recordar que los había que, en su momento, calificaban al primero de “peligroso izquierdista” o incluso de “Chávez ilustrado”

Un último matiz antes de dar por finalizada esta larga comparación. De idéntica manera que resulta razonable intentar explotar las debilidades del adversario, no lo resultaría hacerlo si, en el aspecto que se pretende castigar, el que castiga no es efectivamente fuerte. Cuando una formación política, pongamos por caso, llama al diálogo, al acuerdo o incluso al consenso, no solo ha de estar convencida de las bondades de todo ello, sino que se ha de encontrar realmente en condiciones de llevarlo a la práctica. Si, por ejemplo, sus aliados no están dispuestos a aceptarlo o dicha formación teme que sus propios votantes puedan verlo como una traición o una renuncia inaceptables, plantear tales invocaciones en vano no solo no le valdrían de nada a quien las hiciera sino que, lo peor de todo, podría acabar provocando que –para terminar de una vez con el símil deportivo– los espectadores, tan aburridos como decepcionados, abandonaran sus localidades antes de que terminara el partido. A veces llega a resultar inquietante que las metáforas funcionen tan bien, pero, ¿no se parece todo esto mucho a lo que nos está pasando?

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Manuel Cruz es catedrático de Filosofía y expresidente del Senado. Autor del libro Democracia: la última utopía (Espasa).

En los últimos tiempos la derecha de este país parece empeñada en evocar, venga del todo a cuento o no, el nombre de José Luis Rodríguez Zapatero. Casi en todas las ocasiones lo hace con el objeto de señalar un imaginario paralelismo entre dos presuntos finales de mandato, el de aquel y el de Pedro Sánchez, caracterizados ambos, sostiene, por una análoga incapacidad de sus protagonistas para reconocer y aceptar la magnitud de las respectivas crisis con las que les habría tocado lidiar. Dejemos de lado por el momento que este tipo de mensaje –que los conservadores pretenden fijar en la ciudadanía con el inequívoco objetivo electoral de que el anunciado cambio de ciclo cale entre los votantes y acabe siendo una profecía autocumplida– constituye un notorio ejercicio de venta de la piel de un oso que todavía no se ha cazado. Lo que ahora me interesa resaltar es otra cosa. Olvidan quienes tanto recuerdan al segundo presidente socialista de la democracia un rasgo con el que, sobre todo en la primera etapa de su mandato, se le definía, a saber, su baraka, esa especie de suerte favorable que le acompañaba a todas partes como una sombra

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