En los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos estaba, en palabras de Winston Churchill, “en la cima del mundo”. Era sin duda la primera potencia militar, pero lo que llamaba realmente la atención era su fortaleza económica, la riqueza material que inundaba a millones de hogares y la paz y armonía que reinaban tras más de quince años de depresión y guerra. Muchos observadores celebraban que todo eso ocurriera en una sociedad democrática, sin clases, solía decirse, y sin las tradicionales divisiones ideológicas y políticas que impregnaban al continente europeo. Había algo excepcional, sin embargo, que ponía en duda esa celebración de la abundancia: el racismo que prevalecía tanto en el norte como en el sur, el hecho de que millones de norteamericanos de otras razas diferentes a la blanca se toparan en la vida cotidiana con una aguda discriminación en el trabajo, en la educación, en la política y en la concesión de los derechos legales.
La batalla por los derechos civiles, dura y violenta en ocasiones, cosechó en los años sesenta frutos extraordinarios. La Civil Right Act de 1964, bajo el gobierno del demócrata Lyndon Johnson, prohibió la discriminación en el trabajo por motivos de raza o género y los trabajadores negros y las mujeres comenzaron a rechazar el tratamiento de segunda clase que se les daba en muchas industrias y servicios. A finales de esa década, miles de negros habían sido elegidos en el sur como alcaldes, sheriffs o legisladores de los diferentes estados. El programa Great Society de Johnson, y su guerra contra la pobreza, dobló el presupuesto de la nación destinado a las prestaciones sociales, a lo que entonces ya se llamaba en todos los países más avanzados el Estado de bienestar.
La raza y el género han importado e importan y mucho en Estados Unidos, en la sociedad y en la política
Fueron años de conflictos masivos, de desobediencia civil, en los que las iglesias sustituyeron en muchas ocasiones a los sindicatos como organizadores de las protestas. Inspiradas por las victorias logradas por los negros, a la lucha se sumaron con ardor cientos de miles de mujeres que articularon un nuevo lenguaje para describir la opresión que padecían, reclamaron el fin de la discriminación por sexo y traspasaron lo que hasta entonces parecían problemas personales al ámbito de la política. La campaña por la legalización del aborto fue el mejor ejemplo. Antes de 1970, el aborto era ilegal prácticamente en todos los estados. En 1973, tras agrias disputas y movilizaciones, una decisión del Tribunal Supremo garantizó el acceso de las mujeres al aborto en las primeras fases del embarazo (un derecho que tumbó, por cierto, en junio de 2022 el Tribunal Supremo, símbolo de los nuevos tiempos).
Los conflictos raciales y los grandes temas morales planteados por el feminismo y las luchas de las mujeres empujaron a muchos votantes a la derecha y al abstencionismo. En su campaña para la reelección de 1972, Richard Nixon, que había subido al poder con una estrecha victoria en 1968, señaló a los radicales, hippies, activistas negros y a las “madres del Estado del bienestar” como las causas de los problemas de Estados Unidos. Comenzó a configurarse una nueva derecha, que movilizó a quienes se sentían amenazados por los grandes cambios de los sesenta y percibían que los viejos valores –la familia, la religión y el patriotismo- estaban en peligro. La raza, el género, el feminismo, el aborto y la negativa a que los impuestos se utilizaran en grandes gastos sociales fueron sus principales caballos de batalla. Ronald Reagan ganó en 1980 el sur, donde habían basado su poder los demócratas, desde Franklin Delano Roosevelt a Johnson, pasando por John Fitzgerald Kennedy, y su abrumadora victoria acabó con más de una generación de control demócrata del Senado.
La raza y el género han importado e importan y mucho en Estados Unidos, en la sociedad y en la política. Todos sus presidentes, desde George Washington hasta que salió elegido Barack Obama, cuarenta y tres en más de doscientos años, fueron hombres y blancos. La elección de Obama el 4 de noviembre de 2008, sin embargo, no dejó atrás la parte más oscura del legado racista. Donald Trump derrotó en 2016 a Hillary Clinton y ahora busca volver al poder, envalentonado, revanchista y con una buena parte de la sociedad arrodillada ante su egolatría y burricie. Como enfrente tiene a una candidata, mujer y negra, exhibe ante ella todos sus prejuicios y fobias contra la raza, las luchas políticas y sociales de mujeres y la inmigración.
La libertad y la dignidad para millones de mujeres y negros no pudieron ganarse sin un desafío fundamental a la distribución existente del poder. A Trump lo que le importa es negar la legitimidad electoral de su oponente, utilizar la mentira y el poder para poder gobernar sin límites, a caballo entre el posfascismo y el populismo demagógico.
Hay quienes creen entre nosotros que da igual que sea presidente Trump que Harris. Como ha demostrado en diferentes ocasiones la historia del siglo XX y la más reciente, por ese camino relativista –“todo da igual”– se desmoviliza a una parte de la población, en ocasiones a la más indefensa y manipulable, y las democracias pueden convertirse en dictaduras plenas. Las elecciones desaparecen y la voluntad del líder se encarna en la del pueblo (del que ya no forman parte negros, seres inferiores, inmigrantes, disidentes o resistentes). La historia rima.
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Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza y Visiting Professor en la Central European University de Viena.
En los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos estaba, en palabras de Winston Churchill, “en la cima del mundo”. Era sin duda la primera potencia militar, pero lo que llamaba realmente la atención era su fortaleza económica, la riqueza material que inundaba a millones de hogares y la paz y armonía que reinaban tras más de quince años de depresión y guerra. Muchos observadores celebraban que todo eso ocurriera en una sociedad democrática, sin clases, solía decirse, y sin las tradicionales divisiones ideológicas y políticas que impregnaban al continente europeo. Había algo excepcional, sin embargo, que ponía en duda esa celebración de la abundancia: el racismo que prevalecía tanto en el norte como en el sur, el hecho de que millones de norteamericanos de otras razas diferentes a la blanca se toparan en la vida cotidiana con una aguda discriminación en el trabajo, en la educación, en la política y en la concesión de los derechos legales.