Créame el hipotético lector que no es fácil resistirse a la tentación de aceptar el envite de replicar el tono, entre académico y condescendiente, tan propio del talante del Alto Representante de la Unión Europea. He estado a punto de poner como titular a estas líneas algo del estilo “Borrell, el pesimista antropológico”, y dedicarlas a un recorrido argumentativo por quienes, desde Trasímaco o Calicles, han sostenido que, en política, si uno “va en serio”, no hay otro argumento que importe que el de las relaciones de fuerza.
Pero no, el giro hobbesiano en el que parece recrearse quien, sin duda, es una de las mentes más brillantes que ha dado la política española, no es el fruto, a mi entender, de una reflexión académica sobre filosofía política, por más que nuestro hombre en Bruselas no desdeñe adornarse con algún tópico, más propio del simplismo que de la soberbia intelectual –me parece– sobre la contraposición entre Kant y Hobbes. A mi juicio, su retórica y su apabullante y casi siempre bien articulada argumentación representan algo más relevante y, sobre todo, sumamente discutible respecto al propio modelo de la Unión Europea. Trataré de explicar mi interpretación, que considero fundada, aunque les aseguro que me gustaría estar equivocado.
Una guerra que es consecuencia, que no causa, de un enfrentamiento de concepciones del mundo
Sostienen los expertos en geopolítica que la guerra de Putin en Ucrania supone un punto de inflexión en el modo de entender las relaciones internacionales. Quizá la cuestión no es tanto que ese cambio radical sea consecuencia de la guerra en Ucrania, sino más bien que esta terrible decisión de Putin debe entenderse en el marco de la deriva a la que parece conducirnos la competición por la hegemonía mundial entre los EEUU y China, flanqueados por la Federación Rusa y coreados por sus respectivos aliados (con la OTAN en primer término), una competición que nos ha devuelto a escenarios propios de la guerra fría, incluida la pesadilla de un conflicto nuclear.
Recordaré también que en la pugna por esa posición hegemónica parece claro que China encabeza una concepción que algunos califican con el eufemismo de “pragmática”, pero que corresponde más bien, como se ha destacado, a una orientación contraria al modelo de la democracia liberal y al imperio de la legalidad internacional que sostiene la ONU desde su Carta fundacional, a través de una compleja y muchas veces desesperante arquitectura institucional. La filosofía del “gato blanco, gato negro; lo importante es que cace ratones”, inspira en realidad una profunda subversión de las reglas de juego del Estado de Derecho, de la democracia y de la legalidad en las relaciones internacionales. La Federación Rusa (no olvidemos que no es sólo Rusia), bajo el diktat de Putin, se apunta con armas y bagajes al mensaje de un populismo nacionalista que trata de acabar con ese modelo que estigmatizan con la fórmula de “dominio occidental”, una falacia para la que se sirven, claro, de las ominosas manchas del colonialismo, la explotación descarnada y los crímenes de guerra y contra la humanidad que llenan la alforja de esa “carga del hombre blanco” a la que tan orgullosamente se refiriera Kipling y cuya áspera sombra fuera descrita de forma inigualable por Conrad en El corazón de las tinieblas
El imperio del Derecho es la clave de la fortaleza de la UE, de su seguridad
En esa batalla por la hegemonía (lo que los más viejos siguen llamando “el gran tablero”) se trata de elucidar, de decidir el papel que debe desempeñar la Unión Europea. Y esa es la cara y la cruz de las reflexiones que nos viene ofreciendo Borrell, en una serie de muy elaboradas y contundentes intervenciones a lo largo de este mes de octubre.
Particularmente llamativo ha sido el tajo que nos ha ofrecido el Alto Representante, al modo de Alejandro Magno en Gordium: “no se puede ser herbívoro en un mundo de carnívoros”, sostuvo en su conferencia “Cómo la guerra ha cambiado Europa”, en la XVII Lección conmemorativa de la Fundación Carlos de Amberes. Si la UE quiere tener un papel propio, nos recuerda Borrell a los ciudadanos europeos con su tono admonitorio y un punto irritante, no hay otro camino que el de la autonomía energética y el del rearme, con todos los sacrificios que ello comporte. Y menos mal que no se ha metido en disquisiciones hegelianas para justificar el precio que hay que pagar por tomar la libertad en serio que, al decir del filósofo, es la guerra.
No descubro nada si recuerdo que una de las debilidades más relevantes de la UE es nuestra absoluta dependencia de la OTAN en lo relativo a la política de seguridad y defensa
No debiera sorprendernos, pues, el recurso a un lenguaje que se quiere estrictamente político (de realpolitik), para despertar a los europeos de nuestras ensoñaciones normativas, de deber ser (propias de una tan cómoda como inconsciente ingenuidad, de una torre de marfil. Hay que reconocerle al Sr Borrell que no le faltan arrestos, coraje –también intelectual– y que tiene la virtud de sacar a la luz un debate importante, muchas veces simplificado en la disyuntiva “cañones o mantequilla”. Por eso, la urgencia con la que Borrell advierte de la pertinencia hoy del viejo motivo, si vis pacem, para bellum. Pero hay una delgada línea roja entre el realismo político y el belicismo y algunos de nosotros pensamos que el señor Borrell ha decidido traspasarla, con un lenguaje que, sinceramente, espanta. Vean, si no, lo que sostuvo en la intervención inaugural de la Conferencia anual de embajadores de la UE y, sobre todo, en su importante discurso en el Colegio de Europa en Brujas, en el que introdujo otra metáfora, la de la UE como un jardín, un espacio privilegiado de libertad política, prosperidad económica y cohesión social, que se cree preservado de la selva que es el resto del mundo por un muro: “y la selva podría invadir el jardín y los jardineros deberían cuidar el jardín. Pero un bonito jardín, pequeño, rodeado de altos muros para evitar que entre la selva no va a ser una solución, porque la selva tiene una gran capacidad de crecimiento y el muro nunca será lo suficientemente alto como para proteger el jardín. Los jardineros tienen que ir a la selva. Los europeos tienen que estar mucho más comprometidos con el resto del mundo. De lo contrario, el resto del mundo nos invadirá por diferentes medios”. Fue en ese contexto en el que pareció doblar la apuesta matonista de Putin al amenazar con “aniquilar al ejército ruso”.
Tiene razón el doctor Borrell cuando se embarca en esa batalla argumentativa por combatir la tentación de un (cada vez más supuesto) espléndido aislacionismo europeo. No sólo es que, por sus principios constitucionales, la UE debe comprometerse en la tarea de cooperación y en la lucha por la paz, la democracia y el desarrollo en todo el mundo, sino que no puede mantenerse al margen. La cuestión a debatir es si ello exige aquí y ahora primar como objetivo destinar una parte tan significativamente importante de nuestros recursos a armarnos y hacerlo –seamos realistas, pues– en el marco que definen los intereses del Pentágono y de las industrias de armamento que tanto peso tienen en la OTAN.
No descubro nada si recuerdo que una de las debilidades más relevantes de la UE es nuestra absoluta dependencia de la OTAN en lo relativo a la política de seguridad y defensa. Quiero explicar bien mi posición en el debate: como la gran mayoría de los europeos, prefiero contar con el paraguas de la OTAN a la hora de enfrentarnos a las amenazas de Putin. Pero como ya escribí en estas mismas páginas, eso no significa renunciar a una política europea de seguridad y defensa. Una política que debe llevar el sello de aquello que constituye el núcleo y la fortaleza de la Unión. Que no es otro que la asunción de la prioridad del Estado de Derecho y de un modelo de legalidad internacional, algo que se aproxima a lo que Ferrajoli ha propuesto como constitucionalismo global.
Europa tiene su fuerza, insisto, en el hecho de constituir ante todo una comunidad de Derecho, bajo el imperio de la ley (hoy decimos, de la Constitución), al que incluso se subordina la comunidad de intereses que es su motor (el mercado común, el espacio de libre circulación de personas y mercancías que se autodefine como espacio de libertad, seguridad y justicia). Y eso conlleva una decidida opción por un modelo de negociación y cooperación multilateral, que entiende, como pregona la Carta de la ONU, que la guerra es el peor azote de la humanidad y que es incompatible con la legalidad internacional, salvo el caso excepcional de la legítima defensa, que asiste sin duda a Ucrania. Por eso debemos estar a su lado, contribuir activamente a su defensa, porque a Ucrania le ampara la razón del Derecho. Pero porque creemos en la superioridad de la razón del Derecho sobre la razón de la fuerza, nuestros esfuerzos deben orientarse a acabar con la guerra, no a alimentarla, ni a servirse de ella para aplastar a Rusia, como parece el designio de los EEUU.
Europa debe ser un actor comprometido en la tarea de promover la colaboración y el apoyo de quienes puedan empujar a Putin a detener la guerra, como China, sobre todo, y quizá India y Turquía. Sin ingenuidades, sin romper con las exigencias propia de nuestra seguridad. Pero sin la épica belicista que, a la postre, no sale gratis para nadie.
Créame el hipotético lector que no es fácil resistirse a la tentación de aceptar el envite de replicar el tono, entre académico y condescendiente, tan propio del talante del Alto Representante de la Unión Europea. He estado a punto de poner como titular a estas líneas algo del estilo “Borrell, el pesimista antropológico”, y dedicarlas a un recorrido argumentativo por quienes, desde Trasímaco o Calicles, han sostenido que, en política, si uno “va en serio”, no hay otro argumento que importe que el de las relaciones de fuerza.