Las urnas dejaron mensajes para todos el 23J y uno de ellos es que, después de cuatro años contribuyendo a la gobernabilidad de España, los partidos nacionalistas e independentistas han perdido potencia electoral y parte de sus votantes ven en las siglas socialistas un punto de encuentro y refugio. Hay una España nacionalista que se ha acercado al PSOE para alejar el conflicto territorial y el reto que tiene ahora Pedro Sánchez es convencer a la otra España periférica de que esa influencia no supone una amenaza para los intereses de Andalucía, Extremadura o las castillas, territorios donde prende con facilidad el sentimiento de agravio. Del equilibrio de las partes dependerá el futuro del conjunto, tanto el rumbo político de España como la consolidación electoral de este PSOE que roza el 32%.
El mapa electoral del domingo pasado es muy elocuente. La política del ibuprofeno de Sánchez en Cataluña ha anestesiado las expectativas de los partidos del procés, que pasan del 42,6% de los votos de 2019 al 27,1%. El PSC ha obtenido más apoyos que ERC, Junts, CUP y PDeCat juntos en las generales y ya venía de haber ganado las municipales y autonómicas. En Euskadi, algún candidato se ha sorprendido por lo mucho que ha pronunciado la palabra España durante la campaña. Resulta que el PSE ya no tiene que decir “este país” para quedar por encima de los nacionalistas. Ha sido la fuerza más votada porque muchos electores han creído que es el mejor camino para no resucitar fantasmas que llevan mucho tiempo fuera de foco en la política vasca.
Si algo volvimos a comprobar el 23-J es que para ganar las elecciones el PSOE necesita muchas reservas en sus graneros de siempre: Cataluña y Andalucía
Así que puede parecer una conclusión provocadora, pero el 23J lo ha confirmado: Frankenstein le sienta bien a la unidad de España. Quienes están pidiendo una alianza de PSOE y PP para evitar que España “dependa de quienes quieren destruirla” lo hacen ignorando la realidad de estos años y plantean un cordón sanitario al independentismo que supondría un revulsivo para ese espacio político. Eso sí que es una amenaza para la unidad de España, echar carbón a una maquinaria que ahora anda baja de combustible y con el navegador despistado. Tenemos ejemplos a diario del contraste entre lo que pasaba y lo que pasa en Cataluña. Hace unas semanas, la familia real estuvo de visita en Girona entre risas y fotos, una normalidad que nada tiene que ver con aquel Consejo de Ministros que Sánchez se empeñó en celebrar en Barcelona al principio de su mandato. Tuvieron que perimetrar el centro de la ciudad y la Policía terminó cargando contra los manifestantes.
La unidad de España no puede pasar por excluir de entrada a quienes tienen la aspiración política de abandonarla. Tiene que construirse desde la integración, a través de un proyecto que refuerce la cohesión territorial y que sea juzgado así por una mayoría de los ciudadanos de toda España. Y esto último es muy importante porque la gran movilización progresista del 23J no oculta que hay una parte del electorado del PSOE incómodo con la política de alianzas de la pasada legislatura. El desesperado “busco votos hasta debajo de las piedras” de Sánchez en esta campaña ha llegado cuando muchos votantes estaban ya convencidos de que había vendido su alma al diablo. Y el demonio que merodea ahora es Carles Puigdemont, fugado de la justicia e impredecible en sus comportamientos políticos y personales.
Tiene Sánchez que hilar muy fino y explicar muy bien lo que hace para intentar colocar los cimientos de la nueva legislatura. La consolidación de una España plural y vertebrada territorialmente pasa por que el PSOE sepa conjugar con acierto los intereses, las necesidades y los miedos de las partes. Si algo volvimos a comprobar el 23-J es que para ganar las elecciones el PSOE necesita muchas reservas en sus graneros de siempre: Cataluña y Andalucía. El primero está a pleno rendimiento pero el segundo sólo ha salvado los muebles.
Las urnas dejaron mensajes para todos el 23J y uno de ellos es que, después de cuatro años contribuyendo a la gobernabilidad de España, los partidos nacionalistas e independentistas han perdido potencia electoral y parte de sus votantes ven en las siglas socialistas un punto de encuentro y refugio. Hay una España nacionalista que se ha acercado al PSOE para alejar el conflicto territorial y el reto que tiene ahora Pedro Sánchez es convencer a la otra España periférica de que esa influencia no supone una amenaza para los intereses de Andalucía, Extremadura o las castillas, territorios donde prende con facilidad el sentimiento de agravio. Del equilibrio de las partes dependerá el futuro del conjunto, tanto el rumbo político de España como la consolidación electoral de este PSOE que roza el 32%.