Ignacio Ellacuría, teólogo y filósofo de la liberación Juan José Tamayo
Sí, por favor, ¡sumar, sumar y sumar!
Alrededor del mundo somos miles y miles los hispanistas. O sea, bichos raros de origen extranjero, habitualmente universitarios, en Japón, en Estados Unidos, en Inglaterra, en Holanda, en China, donde quiera que usted diga, que, fascinados por el palimpsesto cultural peninsular, decidimos un día dedicar nuestra vida profesional a intentar colaborar en el desentrañamiento de algún aspecto del mismo. El fenómeno del hispanismo viene de lejos, con numerosos antecesores ilustres de distinta nacionalidad. Ello no debe sorprender a nadie, ya que, de todos los territorios de Occidente, Ibería, así denominada por los geógrafos griegos antiguos, es el más complejo, el más diverso y el más desconocido, no solo para los foráneos sino para sí mismo.
¿Para sí mismo? Creo que sí, entre otras razones por la que alguien ha etiquetado como una secular “amnesia deliberada”. Sin ir más lejos, ahí está el caso del componente árabe de las modalidades del latín actualizado que se hablan Pirineos abajo (¿quién me dice a mí que el latín es una lengua muerta?). Componente, tanto léxico como toponímico, que no se explica debidamente en las escuelas. Y eso que, según la Historia de la lengua española del académico Rafael Lapesa, el vocabulario de esta contiene unos cuatro mil vocablos de tal procedencia, muchos de ellos de uso diario. ¡Por algo será! En cuanto a los topónimos peninsulares de raíz árabe, no sé cuántos totalizan, pero, desde luego, una abigarrada multitud. Cada uno con su sentido original forzosamente ignorado por la mayoría de los ciudadanos, como pasa en mi Irlanda nativa, donde se perdió el idioma celta indígena. Es cosa muy sabida, eso sí, que Guadalquivir quiere decir en árabe “Río Grande”, pero ¿cuántos jóvenes españoles han interiorizado el hecho de que el nombre de la capital de la nación denota, en dicha lengua, “conducto de agua subterránea”, o La Mancha “alta planicie” (nada que ver con el latín macula)? ¿Cuántos que “alcalá” y “gib” (Gibraltar, Gibralfaro) significan cerro? ¿Que “ojalá” es una interjección dirigida al Dios de los musulmanes (y a la cual, por ende, espero que no recurran nunca Santiago Abascal y sus correligionarios)?
Hace unos años José María Aznar nos informó de que ningún mahometano le había pedido nunca disculpas por haber invadido “su país”... ¡en el 711! Si tanta inquietud les inspira a mentalidades como la suya la presencia en la península, durante un milenio, de “moros” (dejemos en paz un momento a los judíos), harían bien, se me ocurre pensar a veces, en procurar poner en marcha, una vez conseguida la mayoría parlamentaria necesaria, un proceso de depuración lingüística para quitar del castellano todo rastro del idioma intruso. Empezando, está claro, con Madrid. Menudo trabajo les costaría, desde luego.
Yo creo que no hay nadie capacitado para conocer a España en toda su innegable multiplicidad. Habría que ir preparando casi desde el nacimiento a individuos en condiciones de emprender la ingente tarea. No sabían árabe filólogos de la categoría de Ramón Menéndez y Pidal y, más chocante aún, Américo Castro. Puestos en aprietos, tenían que consultar a colegas especializados. A propósito, un arabista escocés, amigo a quien le perdí hace años la pista, me aseguraba que ni después de décadas de estudio resulta fácil descifrar un manuscrito árabe medieval. Nuestro soñado conocedor en profundidad de las “cosas de España” también necesitaría saber hebreo, griego y, obviamente, latín. También le vendría muy bien el alemán, no porque los visigodos lo hablaran (ya estaban latinizados al penetrar en la península) sino por el gran peso de los filólogos y arqueólogos tudescos que han trabajado sobre particularidades de este país. Añado que el inglés y el francés serían otras imprescindibles herramientas de trabajo. Difícilmente se concibe el advenimiento de una escuela de tales lumbreras.
Entre los hispanistas que nos han ayudado a conocer algo mejor a España ya me referí aquí, en su momento, a John B. Trend, el amigo melómano de Manuel de Falla, autor del magnífico libro The Origins of Modern Spain, con prefacio correspondiente a noviembre de 1933, fecha que vio el triunfo electoral aquel mes de la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), dirigida por José María Gil Robles. Cuando se publicó el libro, ya en 1934, dichas derechas “autónomas” habían iniciado el proceso de desmantelamiento de los logros del primer bienio de la Segunda República. Por ello su lectura resulta hoy deprimente, porque Trend tenía la plena convicción de que había llegado por fin, en 1931, tras tan larga espera, la puesta en marcha de la España culta, dialogante y europea por la cual habían luchado los hombres y mujeres de la Institución Libre de Enseñanza, capitaneados por el rondeño Francisco Giner de los Ríos.
La CEDA, inspirada, como se sabe, por el modelo mussoliniano de Estado Corporativo, logró acceder al poder porque, como siempre por estos pagos, las fuerzas progresistas andaban divididas y a la greña. Claro, es fácil para nosotros decirlo, pero ¿por qué no se dieron cuenta estas del peligro y formaron su propia coalición para combatir a las huestes de Gil Robles en los comicios? Fuesen las que fuesen las razones de la sinrazón, hoy habría que tener muy presente aquella debacle fatídica, llegar a pactos y consensos e impedir por todos los medios legítimos que, quizás antes de dos años, veamos en el Gobierno central a representantes de una ultraderecha que niega que España sea en su raíz auténtica mestiza, y que porfía en creerla en peligro de caer ahora en el “estercolero multicultural”, según el adalid, si se me permite el arabismo, de Vox.
No nos hagamos ilusiones: la nostalgia franquista es pertinaz, aunque no se admita, y tanto el desconocimiento de la historia como su tergiversación deliberada están a la orden del día.
El día en que nuestras derechas reconozcan que por sus venas circulan gotas de sangre antes estigmatizada, España habrá dado un enorme paso adelante
El día en que nuestras derechas reconozcan que por sus venas circulan gotas de sangre antes estigmatizada, España habrá dado un enorme paso adelante. Considerarse “cristiano viejo” por la convicción de poseerla impoluta, inmaculada, no solo es una aberración mental sino negar la raíz de la religión de Jesús. Por ello no me queda más remedio que traer a colación la impecable formulación de la mentira por parte del Peribáñez de Lope de Vega: “Yo soy un hombre, /aunque de villana casta,/ limpio de sangre, y jamás / de mora ni de hebrea manchada”. Esto fue hace cuatro siglos. ¡Ojo con el fanatismo católico español aún latente!
Entretanto vamos a ver qué pasa el 19-J. Escribo el 7 de mayo y leo que los partidos a la izquierda del PSOE han llegado a un acuerdo “in extremis” para las elecciones andaluzas. ¡Bendito sea Dios! ¡Albricias! Que prevalezca el sentido común, por favor, que se tenga presente el ejemplo del sevillano Antonio Machado y su Juan de Mairena. Que se llegue a soluciones de compromiso. Que se piense en la Madre Naturaleza que, según Lorca, “da sus frutos para todos”, y se empiece a cuidar con amor el medio ambiente. Y que se demuela de una vez el repelente “Algarrobico” almeriense, vergüenza, ante los ojos del mundo, de Andalucía, tierra del milagro de la Giralda, bellísima síntesis de Oriente y Occidente. ¿O es que yo, producto al fin y al cabo (no por culpa mía) del puritanismo protestante, me he convertido en un aburrido aguafiestas?
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