El rey de la dana tiene una memoria muy selectiva Daniel Basteiro
Trampantojos
La definición de trampantojo es la de ilusión con que se engaña a alguien haciéndole ver lo que no es. Una trampa, una añagaza. Una acción u omisión artera. Definitivamente, vivimos en tiempos de trampantojos, de artificios que adoptan la apariencia de graves situaciones y nos conducen, al final, a lugares intrascendentes y sin sentido alguno. ¿Para qué? Para nada, para consolidar la apariencia de una mediocridad creciente. Viene a ser una estrategia por la que es probable que cobren interesantes emolumentos sus diseñadores, al servicio del partido político interesado, destinada a generar incertidumbre, atacar al rival y hacerle morder el polvo, utilizando para ello, y de forma principal, la acción de la justicia que queda, así, prostituida.
Para ejercerla es preciso que sus perpetradores no tengan escrúpulos ni para hacer daño al afectado, ni para derruir por el camino la credibilidad institucional ni, en especial, para acabar con la confianza de la ciudadanía en el Estado. He llegado a la conclusión de que, aunque suene duro, esto es en realidad lo que se busca: que las personas que componemos este país nos sintamos traicionados en nuestra buena fe, por haber creído a un Gobierno progresista que, por otra parte, está consiguiendo los mejores resultados económicos y sociales de las últimas décadas. Esta tarea tenaz de socavar la confianza es para sus perpetradores un propósito prioritario, tanto más urgente cuantos mayores sean los éxitos cosechados por el contrario.
Ante esto, me cuestiono cada mañana si merece la pena seguir dando la cara por una sociedad que, en gran medida, es insensible con la verdad y el esfuerzo por hacer un país mejor. Es tremendo comprobar cómo la mentira se enseñorea ante la vista, ciencia y paciencia de todos o de casi todos. No importa el daño que se inflija, lo único importante es causarlo. Son aquellos que sin obtener el poder por cauces democráticos lo quieren conseguir subrepticiamente, de forma ladina, mintiendo y destruyendo cualquier posibilidad de convivencia armónica y alardeando, a la vez, de supuestas recetas mágicas. Plantean sus soluciones, en vez de contribuir a las mejores soluciones compartidas con quien está legítimamente al frente. Plantean destruir con la excusa de un momento mejor, afirman, pero, en realidad, ni ellos mismos lo creen.
Discurso nauseabundo
Me dicen algunos amigos que siempre miro hacia el mismo lado y no giro, en mis reflexiones críticas, hacia la izquierda, pero es que, hoy por hoy, es evidente que la derecha y la extrema derecha precisan de los trampantojos para representar un paripé de respetabilidad y deteriorar la imagen del otro.
Esto ocurre, por ejemplo, con la mentira descabellada que practica Vox y que apuntala el PP cuando conceptúa a los migrantes como delincuentes que ponen en peligro la seguridad de nuestras calles. Sin ningún reparo, meten en este saco a todo el que sea diferente —de color oscuro en especial— sin considerar siquiera que sean menores. Peor aún, niños y adolescentes son peligros en potencia, unos criterios que cualquier fascista aplaudiría: neutralizar a los pequeños evita que en un futuro sean adultos que transiten por nuestras ciudades.
El propio líder de la derecha, Alberto Núñez Feijóo, exhibe un discurso nauseabundo en este sentido, en ocasiones levemente contestado por alguno de sus colegas de partido —el presidente de Andalucía pongo por caso—. Desgraciadamente, tan elevados han sido los niveles de agresividad y mentira empleados que incluso unas palabras que podrían sonar aceptables resultan difíciles de considerar sinceras. Su definición es la de miserables.
Hablan de seguridad para los que nacimos en esta tierra, apropiándose por razón de nacimiento de miles o cientos de miles de kilómetros de la misma, cuando nada hay escrito de que nos corresponda excluyendo a otros que han venido a trabajarla. No recuerda este líder (¿líder de qué y para qué, para el insulto, para la trapacería, para el engaño?) los cientos de miles de emigrantes gallegos, andaluces, canarios, extremeños, vascos, catalanes…, españoles todos que tuvieron que salir de este país para `poder recuperarlo durante un tiempo de sombras y miserias.
¿Qué se creen que son los políticos de VOX o los populares? ¿Quizás piensan que son los elegidos? Los demás qué somos, ¿“hijos de puta”? Recuerdo que así contestó, hace más de 50 años, el obispo de Jaén cuando colegas seminaristas le espetaron que se cambiaban de su diócesis a otra, en favor de un determinado colegio del Opus Dei, porque en este formaban a “sacerdotes en Cristo”.
Algo más a añadir en este combo: ¿el líder popular mencionado incluye también a Nico Williams o a Lamine Yamal? ¿O por ser estos artífices en gran medida de un triunfo deportivo corresponden a otra categoría? ¿A quiénes incluyen en los principios de nuestra convivencia? ¿Quizás a los que responden a la moral cristiana, de infaustos recuerdos para tantos?
Propósitos encubiertos
Las maneras equívocas se suceden con demasiada rapidez. En el ámbito de la Justicia, el supuesto despropósito se descubre como propósito encubierto según pasan las cosas. Cinco años para aprobar el Consejo General del Poder Judicial con la negativa machacona del Partido Popular. Al final para llegar a un acuerdo que se podía haber abordado desde el primer momento. Pero claro, habría que conocer cuántos nombramientos, decisiones, rechazo a manifestar reprobación contra jueces reconocidos por la derecha; negativas a respaldar a los magistrados que no entran en la idea de afinidad, y más cosas difíciles de imaginar, han podido ser efectuadas gracias a no permitir esa renovación. Con seguridad, el asedio a la Constitución efectuado por los populares y por los vocales de ese Consejo caducado, ha supuesto para algunos un rédito importante.
Con tanto ahínco se negaron a ese obligado reemplazo como a permitir en algunos ámbitos como la Fiscalía que se diera paso a que personas progresistas, con todos los méritos profesionales debidos, accedieran a una plaza. Peor aún si se trataba de una mujer. En todo caso, hay que acabar con ellos, sea el Fiscal General al que lo mismo se le acusa de desviación de poder que de no idóneo para el cargo o de cometer supuestos e inventados delitos por cumplir con su deber de informar, o, simplemente, porque pasaba por allí, o con cualquiera de los subordinados que huela a progresismo.
Y, a mayor abundamiento, con puestos complejos, que no son ningún regalo, que tienen mucha oposición externa, como es el caso de la Fiscalía de Memoria Democrática. Eso es algo que viene sucediendo desde que un particular solicitara abrir una fosa común para localizar a su familiar desaparecido. La verdad sobre lo sucedido hace ya ocho décadas largas sigue siendo un motivo de disgusto para los descendientes de quienes perpetraron aquellas atrocidades. Y los que defienden la necesidad de cumplir con la verdad histórica sufren las consecuencias de su coherencia. Creo que saben que hablo con conocimiento de causa.
Los trampantojos de la derecha nos quieren llevar al terreno de la ficción política, al pantano de la desinformación y al sumidero de los intereses de algunos. Tengamos la mente lúcida y, sobre todo, seamos capaces de preguntar, de escuchar y de diferenciar las mentiras. Ahora esa actitud cabal es imprescindible para que la democracia siga adelante
Espectáculos judiciales
La confusión de la realidad va más allá. Estamos asistiendo a espectáculos judiciales inimaginables: decisiones definitivas que condenaron en firme por delitos hoy inexistentes, pero que, de alguna forma, pretenden resucitar por la vía de cuestionar una ley con la argumentación de que se trató de “un golpe de Estado”. Es sorprendente lo que da de sí la interpretación del Derecho, sobre todo para quienes no quieren abandonar unos principios que ellos mismos construyeron y con los que ahora destruyen su criterio.
O más aun, pienso en algún juez que, apoyándose en querellas instrumentales y viciadas, avanza por una senda peligrosa hasta el punto de interpretar la norma en la forma más perjudicial para el ciudadano. Que puede divertirse o parecerle útil la declaración del presidente del Gobierno en diferido, pero que, más pronto que tarde, dañará a la propia justicia. Una Justicia que, en este caso, se degrada al impartirse prospectivamente con nombres y apellidos y anunciarse por un coro mediático y político que celebra las jugadas, a veces con demasiada antelación, abriendo camino y vaticinando lo que va a pasar.
Estas actitudes y otras similares, en este ámbito, configuran el fenómeno que se ha dado en conocer como lawfare, esa palabra maldita que tanto escuece a algunos operadores judiciales, cuando, realmente, es un mal que trasciende las fronteras, que ha sido desarrollado y auspiciado por la derecha y la extrema derecha, y que, en nuestra querida España, tiene sello especial de distinción.
Continuar cocinando en las redacciones de determinados medios o pseudomedios, a través de personas determinadas y de organizaciones especializadas para armar procesos judiciales, acciones populares que son meros artificios de presión y todos guiados por el mismo fin de “trasparencia, ética y limpieza del sistema” que ellos mismos corrompen con estos mecanismos, se convierte en un arma que horada la credibilidad de las instituciones instrumentando el derecho y la justicia a través de un verdadero “golpe de Estado blando y soterrado”.
Poco a poco, lentamente, con apariencia de legalidad, pero con ausencia real de ella. Sentencias, autos y providencias concatenados todos en la misma dirección, con algunas excepciones, que se distancian del verdadero fin que se pretende con la aplicación del Derecho a conflictos sociales reales y no inventados, alejados de los campos que corresponden a otros poderes del Estado.
Me inquieta pensar en el desconcierto de quienes no son de este mundillo jurídico. Debo pedirles, como dice la canción del musical Pocahontas, que tengan en cuenta que nada es como se ve, que lo que es verdad siempre será y que es de esperar que, al final, ustedes verán quién pretende ser lo que no es.
Los trampantojos de la derecha nos quieren llevar al terreno de la ficción política, al pantano de la desinformación y al sumidero de los intereses de algunos. Tengamos la mente lúcida y, sobre todo, seamos capaces de preguntar, de escuchar y de diferenciar las mentiras. Ahora esa actitud cabal es imprescindible para que la democracia siga adelante.
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Baltasar Garzón Real es jurista y autor, entre otros libros, de 'Los disfraces del fascismo'.
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