Urbanismo feminista: las risas que despierta y la ignorancia que desvelan

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Hace muchos años, diría que desde que me llegó el momento de ser madre, me declaro abiertamente feminista. Antes de ese momento vital no fui consciente, probablemente por no sufrir siendo una niña, luego adolescente y luego mujer privilegiada en muchos sentidos, las desigualdades a las que nos enfrentamos las mujeres por el mero hecho de serlo. Más grandes son las desigualdades si a la condición de mujer se unen o interseccionan otras muchas como la pobreza, el lugar de nacimiento o el tono de la piel, por mencionar algunas, que por azares de la vida no me condicionan. 

El feminismo es un movimiento social imprescindible que defiende la igualdad entre hombres y mujeres en todos los ámbitos de la vida. Uno de esos ámbitos es el entorno en el que vivimos, en el que trabajamos, nos movemos, compramos, estudiamos, socializamos, nos divertimos y realizamos las actividades de la vida diaria, entre las que se encuentran de forma muy destacada los cuidados. Cuidar de otras personas y ser cuidadas por otras personas. Cuidados que son una responsabilidad y tarea irrenunciable que, a pesar de los avances y las medidas regulatorias, siguen recayendo desproporcionadamente en las mujeres. 

Le he dado muchas vueltas muchas veces a situaciones en las que no he estado rápida respondiendo desfachateces en torno al feminismo, que lo único que acreditan es menosprecio y en el mejor de los casos, osada ignorancia. Tendría que haber respondido esto o lo otro —me digo—, y se me agolpan atropelladamente respuestas elegantes y también macarras cuando la conversación ya no es posible, cuando ya pasó. Achaco esa parálisis argumental a los entornos en los que se han producido esas conversaciones. 

De las más incómodas destaco las que giran en torno al urbanismo feminista, concepto que despierta burlas y forzadas risas aún en gentes formadas, profesionalmente respetadas y de trato genuinamente amable y respetuoso. 

El urbanismo, cuando es feminista, pone a las personas en el centro. A todas las personas. Nada distinto de lo que dicta el ODS 11 de ciudades y comunidades sostenibles. Tiene en cuenta la diversidad que nos caracteriza a las personas y en los distintos momentos de nuestro ciclo vital, y no asume que somos, que nos comportamos, que nos gustan y que necesitamos lo mismo que los señores en edad de trabajar que históricamente han diseñado el mundo para sí. Con “el mundo” me refiero a todo aquello fuera del hogar, ese lugar al que se refieren quienes gustan decir que “en casa manda mi mujer”, eufemismo de ser responsable del trabajo no remunerado que supone su gestión y la de sus ocupantes. 

El urbanismo, cuando es feminista, pone a las personas en el centro

El reparto de tareas —las elegidas, pero sobre todo las que no lo son— sigue siendo muy desequilibrado. Tareas que por muy domésticas que sean condicionan el empleo del tiempo, los trayectos que se realizan, los lugares que se visitan y el uso que se hace del espacio público. 

Los datos públicos de las Encuestas de Movilidad que elaboran los ayuntamientos y comunidades autónomas, las del Empleo del Tiempo que elabora el INE, y lo que se ve a poco que se mire con atención, desvelan que los hombres, en promedio, son más lineales; las mujeres dan más vueltas antes de llegar a su destino final, y lo suelen hacer más en transporte público que en vehículo particular. Ellos, en promedio, se mueven más solos, mientras que en ellas prevalece ir acompañando a personas que necesitan moverse acompañadas o asistidas. Empujar carros, cochecitos y sillas de ruedas es una actividad física en la que ella destacan, no por hacerlo mejor, sino por hacerlo más. Y esa mayor asiduidad pedestre permite observar a diario el estado y accesibilidad de nuestras calles, de los medios de transporte, de los portales de las viviendas, los desproporcionadamente limitados tiempos habilitados en los semáforos de peatones, los obstáculos insalvables que suponen las absurdas interrupciones, la carencia de rampas o los vehículos aparcados sobre las aceras, generalmente excesivamente estrechas y de valor subsidiario a la calzada, por donde transitan los vehículos motorizados. 

Por todo ello es imprescindible que en la planificación y gestión urbanas participen las personas que la han de disfrutar o sufrir, y que ya de paso cumpla siempre con la normativa de Accesibilidad Universal que, como la sostenibilidad, pareciera que es un asunto secundario y adyacente, cuando es central.  

Zonas verdes, parques, bancos, sombras e iluminación. Ruidos, emisiones y olores. Bicis y andadores. Barrios más compactados y menos dispersos, que permitan la autonomía en la infancia y en la vejez. Calles con ojos, como bien dijo Jane Jacobs en los EEUU del desparrame y segregación urbanística que hemos importado junto con la dependencia sobrevenida del vehículo privado. 

Todo esto tan radical y revolucionario es lo que defiende el urbanismo feminista. Y también, ya puestas, que las calles tengan nombres de mujeres. No todas, solo la mitad de las que rinden homenaje a personas.

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Verónica López Sabater es economista y consejera de la Cámara de Cuentas de la Comunidad de Madrid.

Hace muchos años, diría que desde que me llegó el momento de ser madre, me declaro abiertamente feminista. Antes de ese momento vital no fui consciente, probablemente por no sufrir siendo una niña, luego adolescente y luego mujer privilegiada en muchos sentidos, las desigualdades a las que nos enfrentamos las mujeres por el mero hecho de serlo. Más grandes son las desigualdades si a la condición de mujer se unen o interseccionan otras muchas como la pobreza, el lugar de nacimiento o el tono de la piel, por mencionar algunas, que por azares de la vida no me condicionan. 

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