Las cosas van así. Eres mujer, y a veces incluso para tu propia sorpresa, hay cosas que te seducen, entre ellas, claro está, el poder. Nada de esto va de follar, va de poder. Habrá quien intente deslizar la idea de que el problema es que somos unas puritanas, pero ay amigos míos, no sabéis de las maravillas del sexo feminista. Militas en una organización o trabajas en una redacción escribiendo, o eres actriz en una compañía de teatro. Lo que sea, pero en el ámbito que sea al que dedicas tu tiempo, tú, mujer, no ocupas la posición de poder. Tu forma de ocupar tu tiempo empieza a relacionarse estrechamente con tu militancia, y por militancia digo que tú crees que tienes algo que decir, que pensar, en sitios en los que los que hablan y los que tienen poder para poder hacerlo y decidir quién lo va a hacer son hombres. Puede que te sientas atraída por ello. No sabes si por la posibilidad de poder ser escuchada, o ser alguien. Y eso debe de olerse porque en esa militancia por cambiar las cosas, incluso una militancia comprometidamente feminista, algunos hombres con poder, con mucho más poder que tú para hacerlo, se interesarán por ti. El engaño de todo esto es creer que eso solamente puede tener que ver con un interés genuinamente sexual o afectivo. Puede que suceda, haberlas, hailas; pero vamos a intentar analizar lo que desgraciadamente se ha convertido en norma. En los espacios de poder, hay una jerarquía que inevitablemente ordena los afectos. No solo el sexo se convierte en un reflejo de esa correlación de fuerzas y debilidades, sino también la amistad. Puede que suceda el amor, la pasión o la ternura desde posiciones iguales, pero no podemos obviar que en los espacios políticos (y un espacio político no es solo un partido, sino toda una corte, en este caso la madrileña, que va desde el Congreso a las sedes de medios y partidos hasta los bares de Lavapiés) las cosas funcionan con unas normas que son la condición de posibilidad del poder. Recordemos a ese tan estudiado Príncipe, para el que no era tan relevante ser misericordioso, fiel, humano o franco sino más bien parecerlo para sus súbditos, sobre todo porque muchas veces, precisamente para ser “un príncipe", tendrá que elegir deliberadamente el mal.
En esta Corte hay quien entra como secretario o como dama de compañía, bien es sabido de lo complicado de cambiar esta posición, por mucha virtud que se tenga, si no hay un benefactor que lo posibilite y mantenga. Y tan cierto como esto es el hecho de que muchas veces estas son las únicas formas de entrar en la Corte. Y vamos a asumir que he aquí la primera verdad incómoda: a las mujeres nos atrae el poder, nos gusta también el poder, seducir y ser seducidas. Entendemos que hay un lenguaje en la seducción que no se juega en lo explícitamente sexual, sino que efectivamente, y dicho para que algunos que andan especialmente incómodos estos días me puedan entender, las mujeres somos conscientes partícipes de la seducción como ese mecanismo que revela la complejidad del deseo y de los conflictos, muchas veces inconscientes y otras más explícitos como esa correlación de debilidades que éste encierra.
Hay riesgo de comprender el feminismo desde esta mirada como una evitación de este juego, una suerte de puritanismo, que pretende anular el juego de la seducción, o incluso obviar la complejidad del mecanismo del deseo, como si se pudiera escapar con el simple hecho de decirlo, de las dinámicas de poder en las que se moldean nuestros deseos.
He aquí la segunda verdad incómoda. Lejos de una posición puritana, desde una amplia parte del feminismo más bien se está elaborando una invitación a la reflexión crítica sobre esas dinámicas de poder que moldean el deseo, sobre todo. El consentimiento aparece aquí como un instrumento legal y filosófico para empujar a esa reflexión crítica. Dicho de otro modo, fuera del pensamiento y de nuestros floridos argumentos, ¿qué herramientas tiene una mujer para poder garantizar una autonomía o agencia sexual frente a la de un hombre? Es importante asumir que es frente a la de un hombre, puesto que la agencia sexual de los mismos, históricamente ha consistido en anular la agencia sexual de las mujeres. Es por ello que, en primera instancia, el consentimiento apareció como un NO, casi como una impugnación a esos siglos de acuerdos formales, que no libres, que las mujeres hemos aceptado por nuestra posición de poder, o más bien, nuestra debilidad. Pensemos no solo en el sexo, sino también en el matrimonio, y en cómo durante tanto tiempo éste era consentido, pero claramente ese consentimiento no era un ejercicio de libertad sino de formalidad.
A medida que el feminismo avanza, es decir, a medida que más mujeres que reivindican sus derechos, tienen mejores posiciones de poder, mejoran esas herramientas para el ejercicio de la libertad sexual. La historia del consentimiento no es solo una historia del feminismo sino que también es una historia sobre la posición de poder de las mujeres y también, si es que no es la misma cosa, una historia sobre la sexualidad. Comienzan las teorías del consentimiento afirmativo, que tras las importantes reflexiones de los 60 y 70 de autoras como Kate Millet o Susan Brownmiller, dan lugar a la conceptualización del consentimiento como un sí, pero también al ejercicio del mismo como tal afirmación. Aún hoy es difícil escapar de lo que MacKinnon argumentaba en los años 90 sobre las condiciones de igualdad que se deben dar para que podamos hablar de consentimiento. ¿Cuándo podemos pasar de decir que no a decir que sí? ¿Cuándo empezamos a hacerlo? ¿Sirve consentir o es posible siquiera hacerlo cuando hay dinámicas de poder presentes? Son estas preguntas las que han llevado a muchas mujeres a pensar no solo en cómo podemos consentir, o qué significa el hecho en sí de necesitar consentir una relación sexual, sino a adentrarse en debates mucho más actuales sobre el consentimiento como los que plantean Amia Srinivasan o Lina Meruane reflexionando sobre el consentimiento de una forma ética y crítica, y sobre cómo las normas de género o las expectativas patriarcales pueden condicionar la forma en la que desempeñamos nuestra autonomía sexual.
Hago esta brevísima nota histórica, para señalar alguna que otra verdad incómoda. La noción de consentimiento no es novedosa. Su uso por parte de la filosofía y la ciencia jurídica, viene de siglos atrás. Tampoco es novedoso el rescate subversivo de las feministas de este concepto, que lleva en debate unas cuantas décadas ya. Un debate que sin embargo no se ha visto particularmente afectado por los debates jurídicos o penales, sino más bien hablar sobre el consentimiento para el feminismo ha sido una forma de construir una ética sexual. ¿Cómo podemos hacer para relacionarnos también en los sexual de una forma más igualitaria? El feminismo ha hablado y seguirá hablando de consentimiento porque las feministas planteamos la radical idea de que las mujeres somos personas y como tal también queremos seducir, ser seducidas y tener sexo, incluso, y si se me permite, especialmente, sexo que se salga de la norma, sea este violento, lesbiano, sucio y salvaje. En cambio, obligar desde una posición de poder a una mujer, aunque voluntariamente hubiera llegado ahí, aunque deliberadamente quisiera tener relaciones sexuales, a continuar con un acto sexual que ella ha manifestado no querer, es algo bien distinto. Más allá de que ese acto sexual no consentido sea punible o no, quiero plantear la siguiente pregunta, porque creo que es la que debería orientar este debate: ¿un acto sexual sin consentimiento es un acto ético? Cuando hablamos de que es necesaria la denuncia social, lo hacemos también porque es imprescindible la condena moral. La ética de la sexualidad debe cambiar en este país. No puede salir gratis ser un agresor en términos sociales.
Durante mucho tiempo, las mujeres (nuestros cuerpos, nuestra sexualidad) hemos sido simplemente el tablero donde se daba el juego, o incluso las piezas, pero nunca las que jugábamos
De ningún modo, y desde ningún lugar, el feminismo por definición pretende anular la posibilidad del juego de la seducción; no pretende anular la posibilidad siquiera (absurda demanda, si me lo permiten) de follar con violencia. Sí exige por definición y con rotundidad poner límites a la impunidad, pues son estos límites lo que permiten la construcción de las condiciones de posibilidad de la libertad sexual de las mujeres. Durante mucho tiempo, las mujeres (nuestros cuerpos, nuestra sexualidad) hemos sido simplemente el tablero donde se daba el juego, o incluso las piezas, pero nunca las que jugábamos. Por eso, y ésta es la última verdad incómoda para hoy, señalar la impunidad sexual en la Corte es algo tan complejo. En primer lugar, porque como el poder, la ejerce quien puede. En segundo lugar, porque la Corte está llena de benefactores, secretarios, damas de compañía y otros tantos papeles desagradables que el poder produce que son funcionales e imprescindibles para el ejercicio de ese poder. Romper el silencio sobre una agresión sexual no es solo contar que te han violado, es sobre todo y siempre, plantatrle cara a quien tiene más poder que tú. Por eso, me niego a pensar que el feminismo pueda ser un lugar desde el que cuestionar esa ruptura del silencio. Muy al contrario, me enorgullece más que nada en esta vida estar del lado de las mujeres que rompen el silencio, que construyen herramientas comunicativas, jurídicas, filosóficas, vecinales, sociales y del tipo que sea para poder hacerlo. Y la realidad es que lo estamos consiguiendo.
Las cosas van así. Eres mujer, y a veces incluso para tu propia sorpresa, hay cosas que te seducen, entre ellas, claro está, el poder. Nada de esto va de follar, va de poder. Habrá quien intente deslizar la idea de que el problema es que somos unas puritanas, pero ay amigos míos, no sabéis de las maravillas del sexo feminista. Militas en una organización o trabajas en una redacción escribiendo, o eres actriz en una compañía de teatro. Lo que sea, pero en el ámbito que sea al que dedicas tu tiempo, tú, mujer, no ocupas la posición de poder. Tu forma de ocupar tu tiempo empieza a relacionarse estrechamente con tu militancia, y por militancia digo que tú crees que tienes algo que decir, que pensar, en sitios en los que los que hablan y los que tienen poder para poder hacerlo y decidir quién lo va a hacer son hombres. Puede que te sientas atraída por ello. No sabes si por la posibilidad de poder ser escuchada, o ser alguien. Y eso debe de olerse porque en esa militancia por cambiar las cosas, incluso una militancia comprometidamente feminista, algunos hombres con poder, con mucho más poder que tú para hacerlo, se interesarán por ti. El engaño de todo esto es creer que eso solamente puede tener que ver con un interés genuinamente sexual o afectivo. Puede que suceda, haberlas, hailas; pero vamos a intentar analizar lo que desgraciadamente se ha convertido en norma. En los espacios de poder, hay una jerarquía que inevitablemente ordena los afectos. No solo el sexo se convierte en un reflejo de esa correlación de fuerzas y debilidades, sino también la amistad. Puede que suceda el amor, la pasión o la ternura desde posiciones iguales, pero no podemos obviar que en los espacios políticos (y un espacio político no es solo un partido, sino toda una corte, en este caso la madrileña, que va desde el Congreso a las sedes de medios y partidos hasta los bares de Lavapiés) las cosas funcionan con unas normas que son la condición de posibilidad del poder. Recordemos a ese tan estudiado Príncipe, para el que no era tan relevante ser misericordioso, fiel, humano o franco sino más bien parecerlo para sus súbditos, sobre todo porque muchas veces, precisamente para ser “un príncipe", tendrá que elegir deliberadamente el mal.