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El futuro del trabajo que queremos

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Luz Rodríguez

La Organización Internacional del Trabajo (OIT) va a cumplir 100 años. Es hija de la paz, porque fue creada en 1919 junto con la Sociedad de las Naciones como parte del Tratado de Versalles, que puso fin a la Primera Guerra Mundial. Pero también es hija de la guerra, porque muy probablemente no hubiera nacido si millones de trabajadores no hubieran sacrificado sus vidas, sus trabajos y sus convicciones para participar en la contienda del lado de sus gobiernos. Finalmente, la OIT es hija de la globalización. Y creo no cometer un anacronismo, porque también a finales del siglo XIX y principios del XX existió una primera oleada de internacionalización de la economía y hubo quien defendió que, sin un mínimo de igualdad en las condiciones de trabajo a lo largo del mundo industrializado, no sería posible una competencia económica sana, sino una lucha sin cuartel por rebajar los estándares de protección del trabajo.

A parte de que el movimiento sindical de la época fuera internacionalista, en los años a caballo entre los dos siglos habían crecido las voces en demanda de una organización internacional que pudiera conocer y comparar las diferentes (e incipientes) regulaciones del trabajo. Un hito en ese camino fue el Congreso Internacional para la Protección Legal de los Trabajadores, celebrado en París el 25 de julio de 1900, y la posterior creación de la Asociación Internacional para la Protección Legal de los Trabajadores, nacida en Basilea en 1901, antecedente de la primera oficina internacional del trabajo. En ese Congreso, el profesor Paul Cauwès entonó uno de los principios que habría de convertirse años después en emblema de la OIT: “Hoy en día, a los ojos de la mayoría, la vieja idea del trabajo como mercancía y del contrato de trabajo absolutamente libre es una idea bárbara; en el marco de ese contrato, el trabajador compromete su trabajo, su persona y su modo de existencia”.

Pocos años más tarde se produce el segundo hito. Los sindicatos de los países aliados se reúnen en Leeds en 1916 y firman lo que puede considerarse el acta fundacional de la OIT. Los movimientos sindicales de los países en guerra demandaban que, en el tratado de paz que pusiera fin a la misma, se contuvieran derechos laborales básicos para todos los trabajadores; que se creara una comisión internacional formada por empleadores y trabajadores que vigilara la aplicación de esos derechos mínimos y organizara futuras conferencias internacionales; y la existencia de una oficina internacional del trabajo de carácter permanente. Y así fue. El 28 de junio de 1919 se firmaba el Tratado de Versalles, que incluía en su Capítulo XIII la creación de la Organización Internacional del Trabajo, con una composición tripartita y con unos fines y funciones herederos de las fuerzas que habían convergido para darle a luz. Por el medio quedaba otra fecha que no conviene descuidar. En febrero de 1917 había comenzado la revolución rusa.

Aunque escritos hace casi 100 años, los principios constitucionales de la OIT siguen teniendo plena vigencia. El primero es que sin justicia social no hay paz. Porque cuando existen “condiciones de trabajo –y estoy copiando literalmente la Constitución de la OIT– que entrañan tal grado de injusticia, miseria y privaciones para gran número de seres humanos, el descontento causado constituye una amenaza para la paz y la armonía universales”. A lo mejor guarda relación este enunciado con los resultados que han deparado últimamente algunas elecciones generales, donde de forma alarmante la extrema derecha ha vuelto a resurgir como fuerza política con posibilidades de gobierno. El segundo tiene que ver con la globalización y la imposibilidad –ya conocida entonces– de alcanzar un régimen razonable de tratamiento del trabajo sin un mínimo de derechos laborales comunes para todos los países: “Si cualquier nación no adoptare un régimen de trabajo realmente humano, esta omisión constituiría un obstáculo a los esfuerzos de otras naciones que deseen mejorar la suerte de los trabajadores en sus propios países”. Parece, en verdad, escrito hoy mismo, si pensamos en los efectos devastadores sobre los estándares laborales producidos por la deslocalización.

El 10 de mayo de 1944, en plena Segunda Guerra Mundial –de nuevo la guerra como telón de fondo–, se firma e incorpora a la Constitución de la OIT la Declaración de Filadelfia. El proyecto de paz que había alumbrado la Organización en 1919 había muerto, pero la OIT renacía y preparaba al mundo del trabajo para la reconstrucción de la postguerra. Es entonces cuando se recupera la idea de Paul Cauwès y se incorpora como principio fundamental de la Organización la afirmación –rotunda- de que “el trabajo no es una mercancía”. Los años siguientes son los de la edad de oro del Derecho del Trabajo. Luego irrumpen los efectos de las políticas neoliberales, la caída del muro de Berlín y una nueva oleada de globalización. En 1998 la OIT responde a la “creciente interdependencia económica” con la Declaración relativa a los principios y derechos fundamentales en el trabajo, intentando la expansión universal de los derechos de libertad sindical y negociación colectiva, la eliminación del trabajo forzoso y el trabajo infantil y la erradicación de toda forma de discriminación en materia de empleo. Más tarde, bajo la dirección de Juan Somavia, nace la idea del “trabajo decente”. Y ahora, a punto de cumplir 100 años, y bajo la dirección de Guy Ryder, la iniciativa sobre el “Futuro del Trabajo que Queremos”.

Para celebrar el centenario de la OIT, pero, sobre todo, para marcar el camino que la Organización debiera recorrer en los próximos años, se están celebrando estos días a lo largo del mundo debates sobre el futuro del trabajo. No (o no solo) sobre el futuro que parecen imponer los hechos –las secuelas de la crisis, la globalización económica, la digitalización–; sino sobre el futuro que “queremos” pensar y construir. La idea, que Guy Ryder expresa con una famosa cita de Shakespeare –it is not in the stars to hold our destiny but in ourselves–, es intentar evitar el determinismo sobre cómo habrá de ser el devenir de la economía y del trabajo, para que ello sea consecuencia de la voluntad compartida de gobiernos, empleadores, trabajadores y sociedad en general.

Por mi parte, lo primero que quiero aportar a ese debate es una reflexión sobre la centralidad del trabajo. El trabajo fue durante mucho tiempo el centro de la vida económica, social y política. Hoy ha perdido esa centralidad. Nadie se imaginaría hoy que una constitución pudiera definir un país como una república fundada en el trabajo, tal como todavía hace la Constitución italiana de 1948. El peso que tienen las rentas del trabajo en el crecimiento económico ha ido cayendo. Según los últimos datos de nuestra contabilidad, la remuneración de los asalariados representa un 47% del PIB, cuando llegó a estar por encima del 65% de la riqueza nacional. Todos los partidos políticos se preocupan por el empleo (la verdad es que luego, en la práctica, unos más que otros), pero ninguno de ellos se reclama ya como la voz política de los trabajadores. Y sin embargo el trabajo sigue siendo el elemento más importante en las vidas de la gente. De él obtiene el sustento la mayoría de la población; sigue siendo el vehículo más potente de participación social; y la forma primaria de acceso a los derechos sociales. Así que una primera forma de avanzar en el proceso de construcción del futuro del trabajo que queremos bien podría ser reclamar que el trabajo vuelva a ser, si no el centro, sí uno de los elementos centrales de la agenda política, económica y social. Miremos más el trabajo de la gente –el que tiene, el que no tiene, el que quiere– porque de ese modo conoceremos más a la propia gente. Y a lo mejor así no nos llevamos tantas sorpresas en los procesos electorales.

Mi segunda reflexión tiene que ver con la idea de que “el trabajo no es una mercancía”. A diferencia de lo que sucede con un coche, una casa o cualquier otro objeto de compra y venta en el mercado, el trabajo no puede desmembrase de la persona del trabajador. Con el trabajo físico o intelectual que se realiza y es objeto del contrato de trabajo va intrínsecamente unida una persona. Por eso el trabajo no puede tratarse como una mercancía cuyo precio de compra y venta depende sin más de las leyes del mercado, porque en alguna medida se podría estar vendiendo y comprando a precios de mercado la propia persona del trabajador. Para que ello no suceda están las normas laborales, que tienen como principal misión limitar el puro juego de la oferta y la demanda como modo de ajustar el precio que paga un empleador por la actividad física o intelectual que desarrolla un trabajador.

No siempre ha habido normas laborales. Durante la mayor parte del siglo XIX el trabajo fue, en efecto, pura commodity sometida al devenir de las fuerzas del mercado. Leer a Dickens ilustra sobradamente las consecuencias de ello. Más tarde las legislaciones laborales, los convenios colectivos, el reconocimiento de los derechos laborales como derechos fundamentales “decomodificaron” el trabajo, restringiendo (aunque no eliminando) la operatividad de la oferta y la demanda en la fijación del precio del trabajo. Hoy, tras años de demandas de desregulación, flexibilidad, austeridad, etc., el valor de las normas laborales y los derechos sociales está fuertemente en declive y el trabajo está convirtiéndose o a punto de convertirse de nuevo en una commodity. Y basta mirar alrededor para darse cuenta de las bolsas de desigualdad, precariedad, pobreza, etc., que nos rodean. Por eso, reivindicar el valor profundamente civilizador de las normas laborales debe ser otra de las claves en la construcción del futuro del trabajo que queremos.

Mirando al futuro todos pensamos en la digitalización, en la globalización, en las plataformas on-line, en las cadenas de valor, en los cambios climático y demográfico y en las consecuencias que todo ello tendrá sobre las relaciones laborales como elementos novedosos del debate. Pero en la realidad no se producen rupturas tan abruptas como para que de un día para otro los nuevos fenómenos reemplacen por completo a los anteriores. Todas estas nuevas realidades van a convivir con los problemas que hoy afronta el mundo del trabajo, sencillamente porque estos problemas no han desaparecido. De modo que, cuando hablemos del futuro del trabajo que queremos construir, hagamos como el hermano pequeño de la “Fábula de los tres hermanos” de Silvio Rodríguez: “Ojo en camino y ojo en lo porvenir”.

A pesar de la mejoría económica, sigue habiendo mucho desempleo. En España, más de 4,2 millones de personas no tienen trabajo. La tasa de desempleo ha mejorado, pero sigue siendo muy alta, de un 18,75%, la segunda más alta de toda la UE. La precariedad no cesa. Casi un 26% –y me estoy refiriendo a casi 4 millones de asalariados de nuestro país– tienen contratos temporales. También es la segunda más alta de la UE, 10 punto porcentuales por encima de la tasa de temporalidad de los países de la zona euro. La desigualdad entre mujeres y hombres se agranda. La tasa de actividad de ellas es 11 puntos más baja que la de ellos; la tasa de paro, en cambio, 3 puntos más alta: 1 de cada 5 mujeres están en situación de desempleo. 1 de cada 4 mujeres trabaja a tiempo parcial, la mayoría sin quererlo. El salario medio de las mujeres es el 76% del de los hombres y son el 64% del total de trabajadores peor pagados. Por cierto, hablando de desigualdad y de OIT, no está de más recordar que España todavía no ha ratificado el Convenio 189, que garantiza la igualdad de derechos de las trabajadoras (porque ellas son mayoría) del empleo doméstico. Están creciendo los accidentes de trabajo, el último año un 6,9%, con un total de 476 trabajadores muertos. Y sigue aumentando la pobreza laboral. El 14% de los trabajadores de nuestro país está en riesgo de pobreza; casi la mitad de los parados también.

En esta misma tribuna me he referido ya a la necesidad de abordar con inteligencia el impacto de la digitalización y la llegada de la platform economy sobre las relaciones laborales. También habremos de pensar cómo hacer que el desarrollo económico no perjudique la sostenibilidad medioambiental y cómo afrontar el envejecimiento de la población desde la economía de los cuidados. Creo que, incluso, y como propone Amartya Sen, debemos cambiar nuestro propio concepto de desarrollo económico para abrazar otro que mida el impacto del crecimiento económico en la vida y la libertad de las personas. Todos estos retos deben formar parte del debate y de la construcción del futuro del trabajo que queremos. Pero sin olvidar que al lado de ellos –y muchas veces multiplicados por estos nuevos retos– están el desempleo, la precariedad, la desigualdad de género, la siniestralidad laboral y la pobreza en el trabajo. El futuro del trabajo que queremos debe dar respuesta también a todos ellos. Porque el futuro es una mezcla de lo que fue y de lo que será el mundo del trabajo. La tarea es mucha y muy importante para millones de personas de nuestro país y de nuestro planeta. Así que la OIT va a cumplir 100 años, pero, en vista de todo esto, tiene por delante un largo –y por el bien de todos esperemos que fructífero– trabajo. _________________

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Luz Rodríguez es profesora de Derecho del Trabajo en la UCLM y academic visitor en la Universidad de Cambridge

 

 

La Organización Internacional del Trabajo (OIT) va a cumplir 100 años. Es hija de la paz, porque fue creada en 1919 junto con la Sociedad de las Naciones como parte del Tratado de Versalles, que puso fin a la Primera Guerra Mundial. Pero también es hija de la guerra, porque muy probablemente no hubiera nacido si millones de trabajadores no hubieran sacrificado sus vidas, sus trabajos y sus convicciones para participar en la contienda del lado de sus gobiernos. Finalmente, la OIT es hija de la globalización. Y creo no cometer un anacronismo, porque también a finales del siglo XIX y principios del XX existió una primera oleada de internacionalización de la economía y hubo quien defendió que, sin un mínimo de igualdad en las condiciones de trabajo a lo largo del mundo industrializado, no sería posible una competencia económica sana, sino una lucha sin cuartel por rebajar los estándares de protección del trabajo.

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