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Luces Rojas

Uber somos todos

Luz Rodríguez

Llevo días estudiando la eclosión de las plataformas digitales proveedoras de servicios, lo que algunos llaman platform economy y otros platform capitalism. He leído las muchas ventajas de estas formas empresariales, que Degryse llama “factorías del siglo XXI”; y también la lista de los incontables inconvenientes. Y he llegado a la conclusión de que Uber –obviamente utilizo el nombre de esta plataforma como emblema de todas las demás- somos todos. Sí, Uber somos todos porque, para empezar, la gran mayoría de la población hemos utilizado ya estas plataformas para proveernos de algún servicio. Es verdad que Uber está recién llegada a España después de un desafortunado desembarco en nuestro país en 2014, pero ahí estaba Cabify, con un modelo de prestación de servicios de transporte similar. Quién no ha oído hablar o ha utilizado Airbnb para proveerse de una alojamiento o de BlaBlaCar para compartir viaje o de Deliveroo para que le traigan comida desde un restaurante. Pero, además, Uber somos todos porque el modelo de empleo que puede generarse a partir de la eclosión de estas factorías online puede terminar afectando a la conformación del mercado de trabajo de una forma tan intensa que terminemos todos también afectados como trabajadores, empresarios y sociedad.

Estas dos caras, consumo y trabajo, siempre han estado juntas. Hace algún tiempo, cuando la crisis económica arreciaba, y yo me quejaba de algún ERE o despido colectivo en el sector de la agroalimentación, un buen amigo me dijo que todos éramos un poco responsables de esos ERE. En la medida que como consumidores exigimos o preferimos productos low cost o de marca blanca, de alguna manera estamos imponiendo una política de reducción de costes que puede llevar a reestructurar las empresas. Es cierto que esa es solo una parte de la verdad, porque también puede reducirse de los beneficios (y no necesariamente de los salarios y los puestos de trabajo) la presión derivada de consumir productos de bajo precio; pero desde aquella conversación cada vez que veo un producto o servicio especialmente barato me pregunto lo poco que habrán pagado al trabajador para que ese producto o servicio cueste tan poco.

Quiero decir con ello que el desarrollo de estas plataformas online de trabajo y los efectos que sobre el mercado de trabajo terminen teniendo va a depender también de nuestra conducta como consumidores. Y que, por eso, cada vez que enjuiciemos cómo se comportan en el terreno de las relaciones laborales debemos pensar que, como usuarios de las mismas, podemos ser en parte responsables de ello. Y más teniendo en cuenta que en estas plataformas somos también productores, dado que los datos que les vamos suministrando –que son muchos- les sirven a ellas para analizarlos y venderlos, a su vez, como mercancía a otras tantas empresas. De ahí lo afortunado del nombre prosumers o prosumidores que empieza a utilizarse para designarnos a todos como productores de datos y consumidores de servicios a través de estas plataformas.

Es verdad que la platform economy todavía no está muy desarrollada, aunque he leído con sorpresa en un informe europeo que España es poco menos que el paraíso de las plataformas online de trabajo, con 28 plataformas activas. Pero todo apunta a que puede ir a más, porque su aparición, aunque reciente, no ha tenido que ver con la crisis económica, sino con el avance de la tecnología y lo que podríamos denominar como creatividad o imaginación empresarial, de modo que debemos estar preparados para que esto siga adelante.

Y hablo de creatividad o imaginación porque, para empezar, estas empresas rara vez suelen aparecer como tales. A veces se esconden bajo fórmulas de beatífica sharing economy cuando son empresas que generan pingües beneficios que solo comparten con sus accionistas; y otras aparecen como empresas tecnológicas, velando en la medida de lo posible el servicio que prestan. Irani, una experta (y crítica) conocedora de Amazon Mechanical Turk, explica que, de algún modo, estas empresas están obligadas a seguir este comportamiento y esconder que son empresas clásicas con trabajadores a su cargo, ya que, de otro modo, no encuentran inversores de capital riesgo. A las entidades de este tipo no les gusta invertir en trabajo, sino en tecnología, porque buscan –a veces parece todo puro esnobismo- un efecto disruptivo sobre el modelo empresarial. La pregunta inmediata es qué valor tiene el trabajo para estos inversores y estas empresas “modernas”. Y también qué valor tienen para ellos las empresas más clásicas, más normales, menos disruptivas. La respuesta es –creo- ninguno o muy marginal.

Claro que hay veces que algunos les recuerdan que aunque todo se revista de rabiosa modernidad, una empresa sigue siendo una empresa y un trabajador un trabajador, aunque le llamen partner, cliente o proveedor. Y es que la imaginación y creatividad de estas plataformas, que quieren o están obligadas a romper con todos los moldes establecidos, llega a cambiar de nombre las cosas y los actores. Una técnica que no es tan inocente como parece, ya que tales alardes de modernidad persiguen crear una narrativa y enviar un mensaje de ruptura con lo establecido. Pensemos: si todo es tan nuevo, tan rupturista, tan innovador, ¿cómo vamos a someterlo a reglas que ya existen y que estaban pensadas para las situaciones pasadas? El mensaje final es “no, esas reglas de siempre ya no sirven”. ¿Cómo vamos a analizar la relación entre la plataforma y un partner con los cánones que hemos utilizado siempre para la relación de trabajo si estamos en un escenario completamente nuevo? No, esos cánones (para los laboralistas, la subordinación y la ajeneidad) ya no sirven. Ahora los partners son contratantes enteramente autónomos y libres (lo que augura un fuerte crecimiento del trabajo autónomo, como ya sucede en países como Inglaterra).

Pero, como decía, todavía hay quien recuerda a estas plataformas que, por mucho que cambien su nombre, las cosas son lo que son. En la sentencia inglesa que ha resuelto el conflicto entre Uber y alguno de sus conductores, puede leerse que, aunque ella se presente como una simple proveedora de tecnología, “esta organización tiene un negocio de transporte y emplea a los conductores para ello”; que “la idea de que Uber es en Londres un mosaico de 30.000 pequeños negocios ligados por una plataforma común es un poco ridícula” (sic); que la presunta existencia de un contrato entre el conductor y el pasajero es “pura ficción”; y que lo que realmente sucede es que los conductores trabajan “para” Uber y tienen con ella un contrato de trabajo”. En román paladino:  “Uber es una empresa de transportes y los conductores le proporcionan el trabajo cualificado que ella necesita para prestar sus servicios y conseguir sus beneficios”.

No sé lo que sucederá cuando se resuelva el recurso que Uber ha interpuesto contra esta sentencia. Pero sí que la misma ha tenido el valor de romper con esa especie de “determinismo tecnológico” que nos invade. De alguna manera todos estamos asumiendo en forma acrítica el discurso rupturista de la digitalización y su impacto inevitable sobre el mercado de trabajo. Damos por hecho que, como todo es nuevo y diferente e inexorable, estamos huérfanos de herramientas con las que afrontar este proceso. Y probablemente haya muchos aspectos que tengamos que repensar, porque es cierto que la digitalización/automatización abre muchas incógnitas sobre instituciones laborales tan básicas (y clásicas) como el lugar y el tiempo de trabajo o la propia sostenibilidad de la Seguridad Social tal como la conocemos. Pero no deberíamos caer en la tentación naíf de creer que, como todo es nuevo, tenemos que “volver a descubrir la rueda”, porque también es probable que muchas de las definiciones e instituciones laborales que hemos venido utilizando puedan seguir siendo útiles con la oportuna calibración (es seguro, por ejemplo, que una interpretación extensiva –y diferente a la que hoy hace nuestro Tribunal Constitucional- del derecho a la intimidad puede seguir sirviendo de barrera frente al férreo control de la vida personal que permite el avance digital).

Tampoco debiéramos adoptar una posición maniquea, pensando que todo lo que nos espera con el desarrollo de las plataformas y la economía 4.0 es perverso. Para empezar hay una cierta coincidencia en los análisis de que esta clase de empresas y trabajos online permiten acceder al empleo a colectivos que tienen difícil acceso al trabajo entendido en sentido más clásico. Residentes de zonas alejadas de los núcleos urbanos, personas con movilidad reducida o enfermas o aquellas (me niego a hablar de mujeres, aunque casi siempre sean ellas) que deben cuidar de sus familiares pueden encontrar en las plataformas online una forma de acceso al empleo, aunque sea de esta manera tan poco convencional. Solo necesitan una buena conexión a internet y una tarjeta de crédito. Sin embargo, no siempre se trata de un buen empleo. Hay ya dispersos por el mundo cientos de miles de microworkers, pendientes en todo momento de si entra o no una petición de trabajo en la plataforma online en la que están registrados para realizar una milésima parte de la función o tarea en que antes consistía un trabajo y cobrar, por tanto, una milésima parte de un salario. Webster, una experta en trabajo virtual, los llama precarios (en empleo y en renta) y aislados.

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Este es, sin duda, uno de los mayores efectos de la digitalización. Su potencial para crear una estructura bipolar de trabajo. En la cumbre estarán los “ingenieros del soft” (ingenieros, programadores, profesionales de alta cualificación, directivos, etc.), situados en la parte alta del star-system, con inflación salarial y empleos donde la estabilidad entendida en sentido clásico apenas importa, porque tienen talento, creatividad y prestigio profesional suficiente como para poder cambiar de empleo cada vez que lo desean. Y en la base los “obreros del hard”: microworkers a la espera de una puja en una plataforma online por la milésima parte de un trabajo o conductores, ciclistas, limpiadores, etc., conectados a una app a la espera de un encargo app(los que Huws llama el “cybertariado”); instaladores de tecnología con salarios a la baja que trabajan por proyectos y cuyo trabajo, estabilidad y renta duran lo que dura el proyecto; y una pléyade de trabajadores de baja cualificación en trabajos que no pueden digitalizarse ni deslocalizarse, con contratos de muy corta duración y salarios de pobreza.

Y lo peor es que esta estructura bipolar del mercado de trabajo, donde los trabajadores de cualificación intermedia apenas tienen cabida, tiene después su reflejo en la propia sociedad. A medida que avance la digitalización/automatización puede irse generando una élite económica y profesional vinculada al desarrollo tecnológico de la economía y un suelo de trabajadores poco cualificados con salarios muy bajos y sin apenas derechos ni consideración profesional, por ser considerada su prestación productiva una pura commodity o mercancía de compra/venta. Esto incrementará la desigualdad social y hará perder peso a la clase media. Son sus trabajos los que están empezando a ser ahora objeto de sustitución por las tecnologías, así que o elevamos su cualificación para que puedan formar parte del star-system o van (vamos) a verse obligados a competir con los trabajadores de baja cualificación por trabajos precarios, mal pagados y de exigencias profesionales mucho menores que las que ellos tienen, provocando un fenómeno de sobrecualificación. Y la verdad es que no vamos a poder pararlo, porque no somos (o no deberíamos ser) los luditas del siglo XXI. De modo que tendremos que pensar entre todos cómo afrontarlo. _________________

* Luz Rodríguez es profesora de Derecho del Trabajo en la UCLM y academic visitor en la Universidad de Cambridge Luz Rodríguez

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