La razón sólo nos procura dos certezas, que nos vamos a morir y que no sabemos cuándo. Todo lo demás es susceptible de duda o sorpresa. Incluso los principios más asentados pueden quebrarse ante cambios inesperados o realidades nuevas. La firmeza ideológica o de carácter no está reñida con la disposición atenta y positiva a la discusión más aún si el adversario tiene el nivel o la pericia suficientes como para seducirnos hasta conseguir que nos cuestionemos nuestra posición. La duda en positivo es siempre una virtud. También en política. Y sin embargo se ejerce poquísimo.
No recuerdo haber asistido a un debate parlamentario ni siquiera a un debate público a través de los medios en la política española en que uno de sus actores fuera capaz de dar por bueno un argumento contrario por muy razonado que fuera, por mucho que superase al suyo en conocimiento y criterio. Se considera un gesto de debilidad ceder a la elocuencia argumental del contrario o incluso a la realidad objetiva si se pone de su parte. El adversario nunca tiene razón por mucho que la tenga.
Tan es así, tanta y tan torpe es la capacidad para entender una realidad que no sea la propia, que hasta las mismas cosas tienen para unos un valor y otro para el de fuera. Los corruptos son los otros, los prevaricadores los enemigos, los aprovechados los demás, los delincuentes son del otro bando por mucho que nos pillen con el carrito del helado. Y, por las mismas, las sentencias judiciales son buenas o malas en virtud de que nos beneficien o perjudiquen.
A estas alturas, el lector estará pensando que quien esto escribe no aporta nada nuevo. Cierto, ¿y sabe por qué? Porque lo hemos interiorizado, porque hemos convertido esta corrupción de la razón, del sentido común, en la pauta de normalidad de la clase política española. De toda una clase política ante la que asumimos que el sectarismo y la parcialidad forman parte del código normal de comportamiento. Incluso, y esto es verdaderamente preocupante, del de nosotros mismos como ciudadanos.
No hay más que darse una vuelta por el universo internet y el foro de las llamadas redes sociales para comprobar cómo se crucifica o ensalza al ajeno o al propio sin parar en lo sensato o insensato de su planteamiento.
Zurrar al adversario es una práctica que tenemos muy asentada en nuestro ADN de pueblo altanero y guerracivilista, no hay más que repasar la Historia. Y sin embargo no se me antoja utópico o demasiado ingenuo pretender que las cosas sean de otra forma, aspirar a que el cambio empiece por agitar nuestro árbol primitivo para que suelte los viejos lastres de nuestro carácter tradicional y empecemos a asumir como posible atender de forma abierta e inteligente a los hechos y las ideas que no sean las propias para que las cosas puedan cambiar, para que las realidades puedan mejorarse.
El desprestigio de la clase política es en gran medida fruto de esa visión que tenemos de ella como inamovible, interesada y sectaria, bastante ajustada en términos generales a su realidad. Pero lo cierto es que tampoco nosotros los ciudadanos ni los medios de comunicación trabajamos en la dirección de exigirles que acaben con esas actitudes, precisamente porque forman parte también de nuestro propio comportamiento.
Esta semana, la imagen que a muchos nos persigue como una pesadilla es la de un ministro de Hacienda que intenta ser gracioso y no sabe o no quiere ocultar su desprecio por el resto de los mortales, a quienes no puede abandonar a su suerte, porque no hay nadie que pueda hacer el trabajo que él hace, y a los que explica con simpáticos ejemplos de pececillos y zanahorias que sabe pescar en las aguas turbias del fraude y maneja con soltura los tiempos de la política. Como somos cortos y no nos enteramos nos lo explica con ejemplos de parvulario. Incluso nos considera tan ineptos que pretende colarnos sin pestañear que el Parlamento apruebe una ley contraria a la ley que sigue defendiendo a pesar de que se la ha tumbado el Constitucional cuya sentencia se pasa por el forro que todos sabemos.
El suyo, por eso es en esta columna imagen de la semana, se me antoja el ejemplo más claro de esa incapacidad de los políticos no ya para empatizar —no se le puede pedir eso al ministro de Hacienda— sino ni siquiera para contemplar la posibilidad de que se haya equivocado, de que el adversario o el tribunal —que ya tiene esto delito— tengan mas razón que él.
Pero como alguien objetará, con buen criterio, que no se puede esperar de un responsable del fisco que tenga otra virtud que no sea la de aplicar la férrea disciplina ajena, la semana nos ha traído otro ramillete de ejemplos que ilustran de forma similar esta sordera interesada tan nuestra. Y ahí andan los de la revolución dando por buenas actividades supuestamente delictivas porque las realizaron los suyos, y los de la resurrección aireando fantasmas de amores imposibles que caducaron antes de nacer y revisando el pasado global para ver si ven algo más claro el futuro. Nada ajeno les es humano.
En el sumidero sigue dando vueltas una oportunidad de oro para cambiar no sólo el tiempo político sino la Historia de España. Pero para poner el tapón, detener la corriente y empezar navegar hay que tener una inteligencia política, un sentido del Estado, un patriotismo y una capacidad de renuncia que ninguno de éstos, ninguno, ha dado la más mínima muestra de tener.
La razón sólo nos procura dos certezas, que nos vamos a morir y que no sabemos cuándo. Todo lo demás es susceptible de duda o sorpresa. Incluso los principios más asentados pueden quebrarse ante cambios inesperados o realidades nuevas. La firmeza ideológica o de carácter no está reñida con la disposición atenta y positiva a la discusión más aún si el adversario tiene el nivel o la pericia suficientes como para seducirnos hasta conseguir que nos cuestionemos nuestra posición. La duda en positivo es siempre una virtud. También en política. Y sin embargo se ejerce poquísimo.