El 11S o el fin de nuestra inocencia

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Vicente Palacio

El 11S es nuestro aniversario: el de la primera gran conmoción del siglo XXI, que prefiguró las sacudidas que hemos sufrido después. Cuando, hace veinte años, los europeos, desde nuestros televisores y radios (Internet y redes sociales no estaban extendidos aún) vimos hundirse estrepitosamente las Torres Gemelas del World Trade Center en Nueva York, supimos que alguna pieza fundamental de nuestra civilización se había roto. El miedo global pasó a ser una fuerza irresistible que marcaría muchas de nuestras acciones durante décadas.

Aun así, al principio nos pareció que esto no iba con Europa, sino que era un problema del amigo americano. ¿Acaso no habían creado ellos al monstruo –Bin Laden y Al Qaeda– con su política en Oriente Medio y sus oscuros negocios con el petróleo saudí? Se multiplicaron las proclamas de solidaridad –"todos somos Nueva York", se dijo patéticamente– y se reactivó el oxidado capítulo 5 de seguridad colectiva del Tratado del Atlántico Norte (1949) para intervenir en Afganistán, la "tumba de los imperios" británico y ruso.

En realidad, Europa ha tardado mucho tiempo en asumir realmente lo que el 11S implicaba: el fin de nuestra inocencia. Entonces fue la brusca interrupción de una sana fe en el progreso, que EEUU (la globalización made in America, el momento unipolar), o la Unión Europea (Tratado de Maastrich, el euro), habían vuelto a experimentar durante la década de los 90. De algún modo, desde entonces, una incómoda sombra de amenaza se ha instalado junto a nuestras vidas. Ese vértigo, esa sensación de pérdida de control a escala planetaria la hemos vuelto a sentir en las otras dos grandes crisis del siglo: la crisis financiera de 2008 con la caída de Lehman Brothers, y recientemente con la pandemia del covid-19.

Lo común quizá a estos tres episodios es lo imprevisto, disruptivo e incluso nihilista, la confluencia de fuerzas y azares fuera del control de los estados y, por supuesto, de los ciudadanos. No es de extrañar que, a consecuencia de ello, libertades y derechos queden a menudo bajo amenaza. La "Guerra contra el Terror" que George W. Bush extendió al Irak de Sadam Hussein tuvo como consecuencia años de plomo, con restricción de movimientos, abusos de la privacidad o violaciones de derechos humanos –la Patriot Act o la prisión de Guantánamo–. Occidente volvió a recaer en la misma barbarie que pretendía combatir, demostrando una vez más que el mayor problema lo tiene consigo mismo.

Por su parte, Europa fue reaccionando a su manera, a raíz de los atentados de Madrid el 11M de 2004 (el 11S español), y posteriormente de Oslo, París, Londres o Bruselas; las brutales ejecuciones en directo de secuestrados; o las rápidas mutaciones de Al Qaeda en el Estado Islámico y otros grupúsculos en Irak, Siria o el Sahel. En la última década, la UE ha desarrollado una estrategia antiterrorista (la más reciente, la Comisión Europea en plena pandemia, en diciembre de 2020) e instrumentos de control compartidos entre las capitales (Eurojust, Europol). Es cierto que la Unión, con España a la cabeza, ha desarrollado un escudo de protección y represión que ha reducido considerablemente el riesgo de atentados. Lo malo es que, en la lucha contra la amenaza yihadista, Europa ha endurecido en exceso su política de fronteras, vulnerando derechos de los refugiados provenientes de países musulmanes.

Pero la gran cuestión pendiente es que los europeos, casi siempre a la zaga de EEUU en los grandes asuntos de seguridad, no han sido capaces de entender las consecuencias que se derivan de un mundo de amenazas incontroladas. ¿Está Europa preparada? Vendrán (nos dicen) tiempos más duros aún, más conflictos no convencionales, sin tanques ni aviones: cibernéticos, biológicos (los virus post-covid) o climáticos (desde la Amazonía o el Sahel hasta el norte de Europa y el Mediterráneo. Guerras que derivarán en comerciales o, como ya tenemos hoy, en guerras culturales en torno a qué entendemos por democracia. ¿Hasta dónde estaremos dispuestos a sacrificar nuestras libertades –y las de otros en terceros países o regiones– a cambio de nuestra seguridad?

Estos días se está culpando a Trump o a Biden del desastre de la caída de Kabul en agosto a manos de los talibanes. Europa se echa las manos a la cabeza, y los líderes mundiales se lamentan del "fracaso colectivo" (con lo cual, como en Fuenteovejuna, nadie se responsabiliza realmente de ello). Hay bastante cinismo y, sin embargo, esta vez debería ser diferente. Hay algo que no podemos dejar pasar, y que apunta al brazo militar y de seguridad transatlántico que ha operado en Afganistán en estos veinte años: la OTAN. En la redefinición del "Concepto Estratégico" de la Alianza Atlántica en la próxima Cumbre de Madrid de 2022, los europeos deberían asumir las causas del gran fracaso de la organización en un enclave geopolítico fundamental. Y una de las razones que está detrás de ese fracaso es el hecho de que la OTAN no es un club de iguales, sino una organización inevitablemente comandada política y militarmente por EEUU.

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Con una Europa que está mostrando capacidad para hacer músculo financiero común mediante los Fondos de Recuperación o el Banco Central Europeo, que todo siga igual o que cambien las cosas en el plano estratégico respecto a EEUU, es ya una cuestión de voluntad política en París, Berlín, Roma o Madrid. No es posible ya desvincular los objetivos y el funcionamiento de la OTAN del proyecto de crear un núcleo de defensa y seguridad europeo propio, "autónomo", para prevenir y gestionar conflictos y amenazas, o para tener interlocución propia con Beijing o Moscú. La presencia de Biden en la Casa Blanca –mitad esperanzadora, mitad crepuscular, sin saber quién vendrá después– quizá supone una oportunidad mejor de lo que creemos para hablar claro. Pero han pasado veinte años del 11S, y aún no sabemos si Europa tendrá la determinación para poner fin a su inocencia.

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Vicente Palacio es director de Política Exterior de la Fundación Alternativas.

El 11S es nuestro aniversario: el de la primera gran conmoción del siglo XXI, que prefiguró las sacudidas que hemos sufrido después. Cuando, hace veinte años, los europeos, desde nuestros televisores y radios (Internet y redes sociales no estaban extendidos aún) vimos hundirse estrepitosamente las Torres Gemelas del World Trade Center en Nueva York, supimos que alguna pieza fundamental de nuestra civilización se había roto. El miedo global pasó a ser una fuerza irresistible que marcaría muchas de nuestras acciones durante décadas.

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