Hace unas cuantas décadas en América Latina nació un movimiento político curioso e inquietante a la vez. Se le conoció como posadismo, en referencia a J. Posadas, un pseudónimo bajo el que escribía el fundador del movimiento, Homero Cristali. El posadismo era una escisión del trotskismo que defendía una guerra nuclear como método para el desarrollo del socialismo en todo el planeta. Según su pensamiento, la guerra nuclear era inevitable, ya que el capitalismo decadente antes de morir desataría la III Guerra Mundial. Por tanto, ya que la guerra era inevitable, los países socialistas debían atacar primero y provocar ellos esa guerra. De las ruinas de la guerra nacería un movimiento auténtico en todos los países que traería la implantación definitiva del socialismo a nivel planetario.
A pesar de ser esta la base del posadismo, al movimiento se le conoce por otra razón que se origina en una reflexión posterior escrita del propio J. Posadas. En el contexto cultural de fascinación por la ufología de la época, Posadas razonaba que los extraterrestres posiblemente existían y que, si podían llegar a la tierra, eso era porque su civilización era socialista. Si tenían la tecnología para llegar a la tierra ¿cómo demonios no iban a ser socialistas? Una civilización avanzada debía serlo…
Esta inclinación por la destrucción como forma de transformar al mundo y a la humanidad se puede observar en diferentes movimientos humanos a lo largo de la historia, aparentemente inconexos entre sí. La idea religiosa del apocalipsis, la purga de los pecados y un cataclismo a modo de fuego purificador está presente en muchas religiones de la rama judeocristiana y también en mucha de la mitología previa. La concepción de que la clase política dominante arruinará el mundo también ha sido recurrente en la historia. El propio Buenaventura Durruti decía que la burguesía dejaría un mundo en ruinas antes de que el proletariado se hiciese con el poder. De forma más genérica, y mucho más identificable por el ciudadano actual, ese pensamiento de “cuanto peor, mejor” es tristemente habitual en la política de nuestros días: Cuanto peor vaya todo, cuanto mayor sea el desastre social o económico, antes llegaré al poder. Este símbolo de la ambición personal o grupal por encima del bienestar colectivo es algo que de forma más o menos evidente identificamos en muchos movimientos actuales.
Afortunadamente para el mundo, nuestros adversarios suelen no ser tan perversos como nos gusta pintarlos. La guerra nuclear nunca llegó a pesar de que hubo momentos en que pareció cercana, y no lo hizo porque tanto en el bloque capitalista como en el socialista había personas que no querían ver sus ciudades arder y a sus compatriotas morir, personas que entendían que no había enemigo ni causa que valiese una oleada de muerte y de destrucción como aquella. Ha habido locos en la historia, movimientos que han sido terribles y que han sido dominados por una terrible espiral de odio, pero de forma general los seres humanos no actuamos con ese apetito de destrucción.
La querencia por la destrucción sigue presente en el mundo actual y, en el campo del debate sobre la transición ecológica, lo observamos en el movimiento denominado colapsista. El colapsismo vaticina la llegada inminente del colapso energético y de recursos mundial, lo que llevará inexorablemente a la destrucción del capitalismo por ser este un sistema inherentemente depredador de recursos. Es un movimiento que, al igual que la convicción por el desastre nuclear inminente, lleva años predicando un colapso de recursos también inminente. Igual que el posadismo vio ante cada movimiento, acción bélica o cambio la convicción de que la guerra nuclear estaba aquí, los colapsistas ven el colapso energético ante cualquier escasez eventual de cualquier recurso e incluso en el cambio más nimio de cualquier producto o estructura.
En el fondo, el colapsismo no es un movimiento científico, es un movimiento esencialmente político que anhela la superación del capitalismo mediante un acontecimiento apocalíptico. Como el capitalismo es insostenible y va a desaparecer, ofrecen dos posibilidades al mundo: la llegada del colapso y el hundimiento de la civilización tal y como la conocemos, o bien la gestión preventiva del colapso que pasa necesariamente por acabar con el sistema capitalista e ir hacia un sistema de justo racionamiento de recursos, con el que conseguiríamos evitar parte de los daños sociales de ese colapso. Su propuesta política es la segunda, que representa en sí misma una aceptación de la penitencia por los excesos económicos del pasado.
A diferencia del posadismo, que enfrentaba la inevitable guerra nuclear como un proceso liberador y transformador, el colapsismo es pesimista, carece de ese ímpetu revolucionario pareciéndose más a los movimientos religiosos tradicionales en su expresión de la condescendencia y la pena. A pesar de que se puede intuir que muchos colapsistas desean que suceda el colapso para sentir que tenían razón, no lo expresan así sino como un pesar y una amargura. Cuando se vive con la convicción de tener razón mientras nadie te hace caso, la necesidad de sentir que estabas en lo cierto puede llegar a superar cualquier pensamiento racional.
El problema con estos movimientos pseudoapocalípticos no son sus convicciones o lo que piensen. Cada uno es libre de pensar lo que quiera. El problema es que las actuaciones de estos grupos acaban perjudicando a aquellos que quieren cambiar el mundo y fortaleciendo a los inmovilistas. Los colapsistas dedican sus esfuerzos a hostigar a todos aquellos que defienden la transición energética en los términos en que se plantea en el mundo actual. Que la transición energética sea posible es la mayor amenaza para sus convicciones, ya que representaría la posibilidad de poder mover nuestra civilización con fuentes de energía virtualmente inagotables y, por tanto, que el colapso energético que predican no llegaría. Por eso dedican sus mayores esfuerzos en atacar a las energías renovables, los coches eléctricos, los planes de descarbonización o las nuevas tecnologías.
Su razonamiento básico es que como el futuro no existe, no hay pruebas de que pueda existir y, por tanto, no hay ninguna evidencia de que ese futuro sea posible, y quien se empeñe en creer que es posible es un tecno-optimista (o un tecno-idólatra, replicando un lenguaje religioso) que nos aboca al desastre. Es pura falacia ad ignorantiam. Atrapados en ese pensamiento paralizante y antihistórico, transforman la ausencia de evidencia en evidencia de ausencia, nada es posible porque no existe y no habrá evidencia que les haga salir de ahí. No hay energía, no hay materiales, no hay tecnología, no hay nada, y por mucho que se refute, por mucho que se demuestre que sí que es posible encontrarán un nuevo punto ciego donde la incertidumbre les haga mantener su posición. Y por mucho que sus previsiones sean una y otra vez erradas, simplemente las lanzarán hacia el nuevo futuro inminente.
En el mundo hay gente trabajando por reducir el consumo de energía, porque así será más probable alcanzar los objetivos de descarbonización. Tenemos estudios e informes sobre los riesgos en el suministro de materiales y desarrollos para prescindir de los materiales más escasos o conflictivos. Se trabaja en el ecodiseño y en la circularidad, intentando mejorar los estándares para poder reciclar la mayoría de los materiales que utilizamos. El PIB, como indicador unívoco de bienestar, hace tiempo que se viene poniendo en cuestión desde muchos sectores y círculos académicos. Cualquiera pensaría que son campos que podrían gozar de la aceptación o el consenso de estos sectores, pero nada más lejos de la realidad. Para ellos todo es Greenwashing, insuficiente, imposible o directamente hay suspicacias hacia todo. O sigues la doctrina a la perfección o eres parte de los enemigos.
¿Cuántas veces han visto ustedes personajes pintorescos y radicales de izquierdas en televisiones de ultraderecha? Su función está clara: crear el equívoco de que toda la izquierda es así
Al final, es la misma posición que tenían muchos grupos revolucionarios extremistas respecto a aquellos que consideraban “revisionistas” o “reformistas”. El mayor enemigo de un revolucionario extremista no es aquel contra quien quiere hacer la revolución, sino el “camarada” que osa salirse de la ortodoxia revolucionaria. Algo similar sucede en algunas religiones. Y esta es otra evidencia más de que estamos ante un movimiento de características políticas y devotas, no científico.
El colapsismo era una curiosidad marginal sin importancia hasta hace poco tiempo, sin embargo, su nueva focalización contra la transición energética le ha dado un papel en el ámbito público. Hoy, sus argumentos son usados por todos los grupos anti-renovables, que usan este descreimiento frente a las posibilidades de la transición energética para rechazar cualquier desarrollo de renovables en el territorio. Sus argumentarios también están sirviendo de coartada incluso para grupos pro-nucleares o pro-fósiles, que usan los mismos argumentos de carestía de recursos minerales o de inviabilidad renovable para sembrar la desconfianza sobre las energías renovables y mantener el statu quo actual.
Y este es el principal peligro del colapsismo, y no otro: Es un movimiento que solo fortalece al inmovilismo. Además, su apariencia mesiánica sirve a los movimientos inmovilistas de otra manera más deshonesta, que es usándolos de caricatura para atacar por extensión a todo el ecologismo en general, al que pretenden confundir con él. No es nada nuevo que no esté pasando ya en el ámbito político. ¿Cuántas veces han visto ustedes personajes pintorescos y radicales de izquierdas en televisiones de ultraderecha? Su función está clara: crear el equívoco de que toda la izquierda es así.
Ustedes y yo probablemente estamos aquí ahora gracias a que ningún posadista tuvo el botón nuclear en sus manos y a que esas ideas nunca penetraron en aquellos que dirigían los países. La profecía nunca se cumplió y suerte que así fue. Aquellos movimientos que anhelan la destrucción como fuego purificador que depure las sociedades corruptas son más peligrosos que los males que pretenden destruir.
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Pedro Fresco es exdirector de Transición Ecológica de la Comunitat Valenciana.
Hace unas cuantas décadas en América Latina nació un movimiento político curioso e inquietante a la vez. Se le conoció como posadismo, en referencia a J. Posadas, un pseudónimo bajo el que escribía el fundador del movimiento, Homero Cristali. El posadismo era una escisión del trotskismo que defendía una guerra nuclear como método para el desarrollo del socialismo en todo el planeta. Según su pensamiento, la guerra nuclear era inevitable, ya que el capitalismo decadente antes de morir desataría la III Guerra Mundial. Por tanto, ya que la guerra era inevitable, los países socialistas debían atacar primero y provocar ellos esa guerra. De las ruinas de la guerra nacería un movimiento auténtico en todos los países que traería la implantación definitiva del socialismo a nivel planetario.