Un asombroso invierno a puerta cerrada: la cotidianidad íntima y social de la poesía

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Javier Pérez Bazo

Cuando esto escribo acaban de cumplirse noventa años de la que fue, según titular de la prensa de entonces, una “jira de la joven literatura española” a Sevilla, la de un grupo de escritores llegado desde Madrid en tren aquel 16 de diciembre de 1927 con voluntad de celebrar el verso de Luis de Góngora, como colofón de los actos habidos durante los meses precedentes en la capital de España con motivo del tricentenario de su muerte. Es bien sabido que, invitados por el Ateneo sevillano, componían aquella pléyade Rafael Alberti, Federico García Lorca, Juan Chabás, Mauricio Bacarisse, Jorge Guillén, José Bergamín, Gerardo Diego y Dámaso Alonso. En ese orden quedaron inmortalizados en una conocidísima fotografía junto a los organizadores del acto, Manuel Blasco Garzón y el presidente de la sección de literatura del Ateneo, José María Romero Martínez. Aunque también invitados, no pudieron acudir a la cita Antonio Espina, Melchor Fernández Almagro y Antonio Marichalar.

No estaban todos los del Veintisiete en la instantánea. Al fondo del salón refunfuñaba Luis Cernuda, herido por recelos infundados, junto a los vanguardistas de la revista Mediodía; a Vicente Aleixandre le retuvo en Madrid una enésima dolencia, de Pedro Salinas poco se supo, ni de Manolito Altolaguirre, ni de Emilio Prados…; los prosistas merecían no menor relevancia, como el profesor Domingo Ródenas ha demostrado con suficiencia, y las mujeres parecían tener vetado el proscenio. De las jornadas gongorinas y de otros aconteceres darían luego cuenta los cronistas locales y los propios interesados (Diego, Alonso, Guillén), especialmente con prolijidad y buen decir el novelista y crítico alicantino Chabás en las páginas del diario madrileño La Libertad. Cierto es que aquella efeméride fue la decisiva reivindicación rehabilitadora de Góngora, denostado durante más de dos siglos por críticos con anteojeras y otros desertores del gusto (desde Menéndez Pelayo y Unamuno a Buñuel), cuya precedencia debe concederse al hispanismo francés de principios del pasado siglo (Miomandre, Foulché-Delbosc, Lucien-Paul Thomas); pero no menos cierto es que bajo dicha restitución gongorina subyacía una operación de política cultural bien planificada en tiempos de renovación estética, y luego mejor asentada: la de la reivindicación de la propia juventud literaria, ya talludita, representada por los asistentes a la cita decembrina en Sevilla y que la historiografía ha acuñado, desde los apuntes de Chabás, como generación del 27.

Exactamente noventa años después de aquella festividad, nos convocó otra celebración de la poesía, esta vez en la Residencia de Estudiantes madrileña, también lugar propicio ligado a la intimidad primera del Veintisiete, y a allí acudimos emplazados por la palabra y el verso de Joan Margarit y Luis García Montero, representantes destacados de la actualidad poética en lengua catalana y española. Ambos presentaban sus últimos poemarios A puerta cerrada, García Montero, y en edición bilingüe Un asombroso invierno / Un hivern fascinant, Margarit, pulcramente editados y con sobria elegancia por Visor en su colección más distinguida. El encuentro presagiaba, por una parte, la intencionalidad subyacente y simbólica, perfectamente captada por el público, del hermanamiento de dos culturas y de un clamor de confraternidad entre España y Cataluña en tiempos político-sociales de desgarros y escozores que envenenan el presente de las dos naciones; y, por otra parte, el diálogo entre la palabra poética de dos autores que, aun mediando veinte años entre ambos, presentan discursos convergentes en convencimientos, en la denuncia por la usurpación de la nobleza de la palabra, la falacia repicada y una quiebra de la moral que envilece y estrangula la convivencia.

Dícese poesía de senectud, la de Margarit en Un asombroso invierno, por la edad de su autor, que serena fluye con optimismo alegre y un exquisito saboreo del presente, del instante; en diálogo consigo mismo, desdoblado, y con el pasado que fue tiempo futuro y lugar preciso para ahora ser mirada recorriendo la memoria. “La poesía se escribe sólo desde el interior del poeta”, dice Margarit en el epílogo de su poemario. Desde su verdad y su belleza. Así se acerca el poeta al amor, ese “construir el mismo patio / donde escuchar el canto de los mirlos”, al circunstancial reproche a una juventud “tintinesca”, mutilada de inquietudes y tan distinta a la suya, al despertar de la conciencia del niño ante el significado de la lucha y de la libertad con sus mitos, a la herida del presente que “es también un lugar donde vivir”, a la sabiduría de la abuela iletrada en una posguerra sin paz. También nos habla de crueldades prendidas del recuerdo, de los “asesinos en misa” que vio el niño, de la Barcelona luminosa y cosmopolita pero indiferente… Y en esa edad invernal, observando la edad que fue, aún caben el dolor de la íntima cotidianidad, la asumida vejez y la entrevista muerte. Lo oído que llega al poema mediante la orfebrería más común y lúcida de la palabra: la llaneza profunda del lenguaje.

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En el invierno del poeta leridano asistimos al sagaz maridaje entre realidad y símbolo, entre “la lírica del tiempo” y la historia revisitada, entre lo que hubo un día y la felicidad ganada cuando se cabalga “al paso, hacia la muerte”. Y de trasfondo, como siempre, esa ironía que provoca la emoción al lector cómplice. Poesía de júbilo, meditativa en su sencillez, de sentencia fugaz pariente de Machado, rotunda, nostálgica sin lamento, herida pero jamás con poso de rencores: “El asombroso invierno del animal de fondo”.

Si Joan Margarit alcanza con este libro la excelencia entre los poemarios de senectud más logrados de la época contemporánea, Luis García Montero viene a consolidar el eminente valor de su poesía con A puerta cerrada, título que traduce el del drama de Sartre Huis clos. Pocos meses después de los poemas en prosa de Balada en la muerte de la poesía (2016), el poeta granadino, sabio en su oficio, regresa al verso de largo aliento y de técnica precisa en su nueva entrega, iniciada cinco años atrás, los del azote más agresor de la crisis española que ha llegado a quebrar con gran virulencia desde la economía hasta las costumbres en los ámbitos de lo cívico y lo moral. La unidad sustancial del libro viene predeterminada por la concepción lírica y la orientación temática sobre las que se construye. Al dictado del desaliento y también de las propias convicciones, encerrado en sí mismo, el poeta rebusca en su intimidad con conciencia reivindicativa la razón de las pasiones humanas.

A puerta cerrada echa anclas en la denuncia de una época de desilusión social e individualismo galopante, de cotos reservados a la deyección de la mediocridad, de conquistas sociales que creíamos logradas, de zafiedad cultural y estercolero de los medios sociales, de acorralamiento a la democracia y a la libertad. Frente a tanta derrota, el pesimismo desesperanzado revuelve el alma de ese lobo con hechuras becquerianas que encarna la otredad rebelde del poeta. Para García Montero corren tiempos que imponen la urgencia de la poesía. En esta necesidad, desenterrada el hacha “cargada de futuro”, que evocara Celaya, resurgen el amor, los íntimos instantes del acontecer diario y la desesperanza se vence a golpe de convicción ideológica y compromiso social. O dicho de otro modo, una vez constatado el desguace de los valores esenciales de la cordura humana, el poeta conviene mirarse hacia adentro para buscar, a puerta cerrada, razones para la esperanza y para encontrarla en la cotidianidad íntima de las cosas, en el entorno querido, en la inercia a anotar los recuerdos. Esa “seducción de la esperanza” de la que escribe Margarit desde su invierno. Sólo con este imperioso bagaje y firmes convicciones podrá observarse de otra manera la realidad natural y dialogar con ella. Porque, como quería el poeta Ángel González, ante el derrotismo de la persona por tanta decadencia social, queda el convencimiento de que un mundo más favorable, más benéficamente humano, es aún creíble. _______________________Javier Pérez Bazo es catedrático de Literatura y director del Centre d’Etudes Universitaires de Madrid (CEUM).

Cuando esto escribo acaban de cumplirse noventa años de la que fue, según titular de la prensa de entonces, una “jira de la joven literatura española” a Sevilla, la de un grupo de escritores llegado desde Madrid en tren aquel 16 de diciembre de 1927 con voluntad de celebrar el verso de Luis de Góngora, como colofón de los actos habidos durante los meses precedentes en la capital de España con motivo del tricentenario de su muerte. Es bien sabido que, invitados por el Ateneo sevillano, componían aquella pléyade Rafael Alberti, Federico García Lorca, Juan Chabás, Mauricio Bacarisse, Jorge Guillén, José Bergamín, Gerardo Diego y Dámaso Alonso. En ese orden quedaron inmortalizados en una conocidísima fotografía junto a los organizadores del acto, Manuel Blasco Garzón y el presidente de la sección de literatura del Ateneo, José María Romero Martínez. Aunque también invitados, no pudieron acudir a la cita Antonio Espina, Melchor Fernández Almagro y Antonio Marichalar.

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