Peores que un arma Helena Resano

Aunque por estos lares pasó más bien sin pena ni gloria, 2024 fue el aniversario de la muerte de Franz Kafka. También de Joseph Conrad, por cierto. Los personajes del escritor de Praga a menudo están cansados. Corretean agitados de un lado para otro, se ajetrean afanosos sin llegar a conseguir nada, y están cansados. Kafka también. Si uno ha husmeado un poco por su biografía, sabe que Franz reconocía haber pasado mucho tiempo tumbado en el diván de su dormitorio sin hacer gran cosa. Siempre soñó con abandonar su trabajo de abogado para entregarse exclusivamente a la escritura. Cuando la enfermedad le dio, por fin, una oportunidad, escribió muy poco y se dedicó a pasear por el campo. Kafka siempre tan profético.
Después de las bulliciosas celebraciones y de las vacaciones de las que cada cual pudo disfrutar, llegó de sopetón la temida cuesta de enero que, en principio, acabamos de superar. 2025 abrió ante nuestros ojos más que una cuesta un Himalaya. Subidas que amenazan con adelgazar todavía más nuestras famélicas cuentas corrientes, un panorama político internacional que no propicia precisamente el optimismo, la vuelta a unas rutinas a menudo poco gratificantes… Y, como siempre tras las fiestas, nos pilló cansados.
Muchas y muchos vivimos cansados. Después de una noche de sueño inquieto, no despertamos transformados en un insecto gigantesco. Miramos el despertador con acostumbrada incredulidad y nos arrastramos, ya cansados, para comenzar la jornada.
Los dinámicos representantes de la élite nos conminan a que nos levantemos a las cinco de la mañana para aprovechar bien el día. Cambiará nuestras vidas, dicen. Un rato de ejercicio, otro de meditación, planificar lo que vamos a hacer durante el día…
No es tan extraordinario levantarse a las cinco. El lugar de trabajo está lejos y hay que ponerse pronto en marcha. Nos aguarda la espera interminable para coger el tren, el autobús, el metro los más afortunados. Los atascos cotidianos dilatan el viaje. Desplazados cada vez un poco más lejos de los lugares de trabajo por el dinero, las distancias prolongan, sin compensación, la jornada laboral. La ciudad de los quince minutos es una utopía al alcance de muy pocos. Algún gurú televisivo, experto en todo y nada, se indigna ante nuestra absurda ensoñación de vivir más cerca para tener más tiempo. Siempre podemos irnos más y más lejos. Se ríen de nosotros.
¿Tan subversivo sería que el programa de nuestro día a día nos perteneciera y pudiésemos decidir sobre él más allá de los lapsos residuales que los tiempos laborales nos permiten? ¿De qué va, si no, la libertad?
El ejercicio que muchos pueden permitirse es caminar apresurados hasta el medio de transporte que los trasladará al trabajo. La meditación, maldecir o lamentar la tediosa rutina que nos encadena; tal vez dejar la mente en blanco y adormilarse. ¡Cuánta gente vemos dormida en el bus o en el tren, compensando como pueden las escasas horas de sueño reparador! ¿Planificar? ¿Para qué? Las decisiones apenas son nuestras. Afean nuestra pereza. No nos lo merecemos.
Luego, las largas horas de un trabajo que nos organiza el día. Decide no sólo cuándo nos levantamos, sino cuándo comemos, cuándo descansamos y hasta cuándo vemos a nuestras hijas e hijos, custodiados entretanto en centros de enseñanza. Finalmente, desandar el camino. Las tiendas siguen abiertas para que podamos comprar y los niños salen tarde del colegio para que podamos ir a recogerlos. Conciliación, lo llaman. También los pequeños van aprendiendo a alargar su jornada con interminables actividades extraescolares. Supuestamente, los prepararán para el día de mañana. No saben hasta qué punto.
En casa, a preparar el día siguiente y a derrumbarnos delante de alguna pantalla antes de ir, demasiado tarde, a la cama. Dormimos poco. Quizá alargamos la jornada para intentar sentir que nuestra vida nos pertenece algo. También para sentir, a ratos, que tenemos una vida que vivir, nos conceden los periodos de descanso, fines de semana y vacaciones. Un tiempo que, si podemos, hay que aprovechar ansiosamente, haciendo muchas cosas para después contarlo. Siempre en movimiento como el burro en la noria.
La espera, las colas y las largas distancias en el día a día son poderosas herramientas de ingeniería social. Nos adiestran en paciencia y sumisión, animales domesticados, que pelean entre sí, pero no enseñan los dientes a la mano invisible que los sojuzga. El trajín constante y el cansancio impiden pensar, imaginar otra vida posible, si no es por un golpe arbitrario de la fortuna que nos lleve al paraíso de los ricos.
Para aliviarnos un poco, el ya no tan flamante 2025 promete un recorte en la jornada laboral que nos permitiría salir media hora antes del trabajo. Como siempre, voces de alarma anuncian un cataclismo si la promesa llega a cumplirse. Lo que sí es ya un hecho es que España, el país que detenta el deshonroso primer puesto en el ranking de desempleo juvenil entre los países avanzados, sigue retrasando un poco más la edad de jubilación. La lógica parece inapelable: si la esperanza de vida se dilata, también debería prolongarse nuestra vida laboral. ¿O no?
¿Tan subversivo sería que pudiésemos disfrutar unos años antes y unas horas más de nuestras vidas? ¿Que el programa de nuestro día a día nos perteneciera y pudiésemos decidir sobre él más allá de los lapsos residuales que los tiempos laborales nos permiten? ¿De qué va, si no, la libertad?
Pero mejor que sigamos cansados, sin tiempo ni energía para alzar la cabeza. ¿Qué sería de este mundo sin nuestro cansancio?
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Ana Isabel Rábade es filósofa y profesora titular de la Universidad Complutense de Madrid.
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