Cataluña: la culpa no penada

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Hace ya una década, ansioso de recuperar una hegemonía que su gestión de la crisis y el afloramiento de la corrupción ponía en peligro, Artur Mas abrió la caja de Pandora. Culminando la lluvia fina ideológica que había ido calando en época de Pujol, enarboló la bandera de la independencia, como único remedio para escapar de todos los males, muchos de los cuales se habían recrudecido precisamente por su nefasta gestión. Y como mástil, sustituyó la razón por la emoción. Como dice el gran Innenarity: “Las guerras, la economía, la sociedad son cada vez más asuntos primordialmente emocionales, espacios sentimentales donde se despliegan la ansiedad, la ira o la confianza. Esos estados de ánimo, menos encuadrados que nunca en entramados institucionales estables o tradiciones poderosas, son ahora fuentes de conflicto”. La lucha se centró pues en canalizar el descontento, la ansiedad y la ira, avivándolas y a la vez proponiendo una solución para la que se exigía una fe ciega en propuestas ajenas a las instituciones que denostaban. No en vano, en los turbulentos días de septiembre de 2017, no solo se rompió con la Constitución, sino incluso con el propio Estatut, vacío que pretendió llenar Puigdemont con unos pocos segundos de República. Y estalló la tormenta perfecta: unos líderes de farol, seguidos religiosamente por una parte de la población a la que se hacía sentir protagonista de la historia, soñando cándidamente con vivir su particular Mayo del 68, se encontraron y retroalimentaron con la desidia, la chapucería y la arrogancia del gobierno desnortado de Rajoy.

Se ha hablado ya demasiado de los intríngulis jurídicos. Los que se quedaron afrontaron penas de prisión, mientras que el principal responsable, el presidente, se iba a vivir de un suculento sueldo de la Unión Europea, aquella de la que una república catalana hubiera salido. Más allá de la justicia, o no, de las decisiones judiciales, queda un tema por debatir, callado en exceso en los múltiples medios a los que he ido acudiendo en busca de luz a tan oscuro periodo: La rotura social.

¿Qué capítulo del código penal castiga el fomento del enfrentamiento, de la arrogante marginación de personas y grupos sociales dentro de una misma colectividad? Y no se ha tratado solo de azuzar la hostilidad entre facciones radicales de tendencia distinta. Se ha llevado a cabo una campaña inmisericorde contra cualquier persona que no se adhiriera incondicionalmente al proyecto independentista. El que se preguntaba sobre la viabilidad de la ensoñación que se había vendido sin tener nada preparado era tanto o más “mal catalán” que los afiliados al PP o Vox. No solo el infiel, sino aún más el agnóstico, eran apartados del cotarro y arrojados al fuego eterno.

Durante las primeras etapas predominó el cariz festivo, con concentraciones y performances atractivas, mientras que en paralelo se iba gestando la penetración en todo tipo de colectivos. Con el paso del tiempo, la percepción de que no se conseguía el objetivo inicial fue agriando la situación y con ello rompiendo las costuras de muchas entidades, al igual que en los círculos familiares o de amigos. En las primeras, deserciones, marginaciones, discusiones interminables, han exigido una energía que se ha sacado en detrimento de la propia institución; solo cabe ver el descalabro que está causando la presidencia de Passola en el Ateneo Barcelonés, o la situación al límite de la Cámara de Comercio de Barcelona. Y lo mismo en el ámbito individual: amistades que ya no se frecuentan, silencios en las comidas familiares, vacíos en las agrupaciones… Heridas que tardarán décadas en sanarse; despilfarro de esfuerzos que hubieran podido dedicarse a causas positivas, en beneficio de la colectividad. ¿Quién asumirá la responsabilidad?, ¿quién pagará por ello?

Vivimos tiempos de crisis, no solo económica o ecológica, sino también de modelo social y político, a los que las estructuras actuales no saben, o no pueden o no quieren, hacerles frente

Se puede evaluar si las penas de prisión fueron justas o no, incluso si había lugar a algunos de los juicios realizados. El dirimir qué pena se debe atribuir a qué delito es siempre un terreno resbaladizo. Pero el delito de romper una sociedad por el eje, con efectos perdurables en el tiempo, sí debería tener, y no tiene, una pena equivalente al daño causado, que es mucho.

En un estudio del Institut Català de Ciències Polítiques i Socials, se constata que: “desde la irrupción del proceso soberanista los sentimientos negativos hacia la política iniciaron un fuerte y prolongado incremento, el cual hasta 2015 se produjeron fundamentalmente a costa de los sentimientos de apatía (más específicamente de indiferencia), pero que a partir de aquel año también fue en detrimento de los sentimientos positivos (en especial compromiso)”, Y concluye diciendo: “En la medida en que las personas menos polarizadas desarrollan sentimientos más negativos, pueden tender a verse cada vez más ajenas a la política, dejando que el espacio público sea monopolizado por aquellos cuyos sentimientos políticos están más sesgados”.

El resultado ha sido pues un mayor alejamiento de los asuntos públicos de buena parte de la población, con las instituciones desprestigiadas sirviendo de ring para las peleas partidistas de unos cuantos exaltados. El paralelismo con otras situaciones, Estados Unidos por ejemplo, evidencia una tendencia global a tal radicalización. Razón de más para que lo que va quedando de jurisprudencia (necesitamos ambas: justicia y prudencia) ponga al menos en evidencia la labor dañina de estos elementos disgregadores de la sociedad.

El problema es complejo, dado que parece lógico afirmar que debería ser la propia sociedad la que, mediante procedimientos democráticos y ecuánimes alejara a estos elementos promotores de la toxicidad reinante. Pero precisamente sucede todo lo contrario, ya que su única forma de subsistir es alentar más y más la radicalización y el enfrentamiento, aguas turbulentas sobre las que ellos surfean arrogantemente. Además, el señalado alejamiento de los no radicalizados hace aún más remota la posibilidad de que sea la propia sociedad en su conjunto la que encuentre salida al problema.

Uno de los resultados más perniciosos, buscado con ansia por los populismos actuales, de Trump a Puigdemont, pasando por Bolsonaro o Berlusconi, es el descrédito de las instituciones. Es verdad que estas no siempre aciertan y que se les están poniendo difíciles las cosas, pero ¿es alternativa el vacío?, ¿no abre ello la puerta a dictaduras antidemocráticas?

Vivimos tiempos de crisis, no solo económica o ecológica, sino también de modelo social y político, a los que las estructuras actuales no saben, o no pueden o no quieren, hacerles frente. Ante el desencanto, los termes corrosivos hacen su agosto sin tener en cuenta el rastro de damnificados que van dejando a su paso. Ha sido el caso de Cataluña, pero ello solo es el reflejo doméstico de una tendencia a nivel mundial. Aun en la hipótesis de que hubiera un cambio de rumbo, y las democracias se afianzaran y los manipuladores de entusiasmos desaparecieran, el daño causado perduraría durante mucho tiempo. Más allá de los delitos, sedición, malversación, mentira… ¿cabría una pena para los depredadores de la empatía social?

Lamento no tener una solución, más allá de posibles actitudes individuales o de ámbito reducido. Pero al menos, gracias a infoLibre, quedará constancia de mi preocupación y mi indignación. Cuenta la leyenda que, cuando todos los males habían salido de la caja de Pandora asolando la humanidad, en su fondo solo quedaba Elpis, el espíritu de esperanza. Quizás sea así, aunque como dijo Max Aub en sus momentos de exilio y represión, “nada duele tanto como la esperanza, cuando la esperanza pende de un hilo”. Alejemos a los que, aviesamente, se enorgullecen de querer cortarlo.

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Antoni Cisteró es sociólogo y escritor. Es autor de 'Participar hoy. Notas para una participación eficaz' y miembro de la Sociedad de Amigos de infoLibre.

Hace ya una década, ansioso de recuperar una hegemonía que su gestión de la crisis y el afloramiento de la corrupción ponía en peligro, Artur Mas abrió la caja de Pandora. Culminando la lluvia fina ideológica que había ido calando en época de Pujol, enarboló la bandera de la independencia, como único remedio para escapar de todos los males, muchos de los cuales se habían recrudecido precisamente por su nefasta gestión. Y como mástil, sustituyó la razón por la emoción. Como dice el gran Innenarity: “Las guerras, la economía, la sociedad son cada vez más asuntos primordialmente emocionales, espacios sentimentales donde se despliegan la ansiedad, la ira o la confianza. Esos estados de ánimo, menos encuadrados que nunca en entramados institucionales estables o tradiciones poderosas, son ahora fuentes de conflicto”. La lucha se centró pues en canalizar el descontento, la ansiedad y la ira, avivándolas y a la vez proponiendo una solución para la que se exigía una fe ciega en propuestas ajenas a las instituciones que denostaban. No en vano, en los turbulentos días de septiembre de 2017, no solo se rompió con la Constitución, sino incluso con el propio Estatut, vacío que pretendió llenar Puigdemont con unos pocos segundos de República. Y estalló la tormenta perfecta: unos líderes de farol, seguidos religiosamente por una parte de la población a la que se hacía sentir protagonista de la historia, soñando cándidamente con vivir su particular Mayo del 68, se encontraron y retroalimentaron con la desidia, la chapucería y la arrogancia del gobierno desnortado de Rajoy.

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