No hace mucho tiempo defendía en las páginas de infoLibre la excelente propuesta de Javier de Lucas acerca de la conveniencia de vincular los derechos de ciudadanía no sólo a la nacionalidad española sino también al avecindamiento en España, para que las personas inmigrantes con arraigo en el país pudieran tener derechos políticos y sociales. Hoy, la pandemia ha venido a poner de manifiesto la necesidad de materializar esta ciudadanía nueva, que para filósofos políticos y del derecho muy relevantes —Ferrajoli, Ciaramelli— se traduce en lo que llaman una ciudadanía urbana.
La denominación no es convincente, pues esa nueva ciudadanía abarcaría también a sujetos no urbanos. Pero si el nombre no es convincente, la cosa, en cambio, sí lo es. Se puede proponer la denominación de ciudadanía civil: la de la gente que vive con nosotros.
La pandemia no ha hecho distinciones entre nacionales e inmigrados en nuestro país. Protegerse contra ella ha sido obligación moral y en ciertos aspectos jurídica de unos y otros. No se puede negar cama hospitalaria o simple atención médica a personas que carecen de la ciudadanía o, más prosaicamente, de cartilla de la Seguridad Social. Al protegerles a ellos en términos de salud nos protegemos también nosotros. Y en general, urbanamente, por lo que he podido ver estos días en taxistas pakistanís, en comerciantes chinos o en africanos que recogen metal para reciclar, los inmigrantes cumplen rigurosamente con las instrucciones sanitarias de las autoridades. Si hay focos graves de pandemia entre trabajadores temporeros inmigrantes –recolectores de fruta en Lérida, jornaleros en otros lugares de España–, parece que ello se debe más a las condiciones de alojamiento y de trabajo que se les conceden a estos parias en nuestro país que a negligencias de esas personas que no tienen voz, ni derechos.
La sociedad española es una sociedad de la que los inmigrantes forman parte, pues aquí trabajan y moran, usan el metro o el autobús, y, supremo hecho en nuestros tiempos, compran. Un sector ineducado de los españoles autóctonos se opone a tratar correctamente a los inmigrantes para que no se queden aquí, para que no se produzca lo que llaman el efecto llamada. Esa posición además de inadmisible moralmente es socialmente analfabeta, pues pasa a ciegas sobre que la emigración es causada entre otras cosas por las guerras (en varios países árabes, de naturaleza colonial enmascarada); no quiere enterarse de la imposibilidad de sobrevivir en los países nativos sin ser esclavizados o esclavizadas; y olvida que España ha sido y posiblemente vuelva a ser un país de emigrantes. Han sido olvidadas las maletas de cartón que trabajadores españoles arrastraban por toda Europa en busca de trabajo, o la sinonimia entre gallego y español en México y Argentina. Este segmento de españoles autóctonos parece haber agotado su capacidad para la inclusión, para el reconocimiento del diferente.
A esta oposición sorda contra los inmigrantes, de tintes racistas, carne de voto popular a una extrema derecha peligrosa y redundantemente extremista en nuestro país, es preciso contraponer la voluntad de que nuestra sociedad siga siendo una sociedad democrática –incluso si el Poder Político no es gran cosa– y abierta, incluyente, por parte de la propia sociedad civil. Hemos de caminar en la misma dirección de igualdad de derechos, de igualdad de trato se sea quien se sea, entre inmigrantes y no inmigrantes. Llegar a un gran pacto tácito por el cual también los inmigrantes se sumen a la voluntad social democrática (en vez de convertirse en un balón que los partidos se lanzan unos contra otros para arrancar un puñado de votos).
La propuesta de la ciudadanía civil puede ser un mecanismo de integración eficaz de gentes con diferentes culturas pero iguales en cuanto a derechos. Como señala Luigi Ferrajoli, la aceptación real de la universalidad de los derechos humanos implicaría la abolición del actual privilegio de la ciudadaníala abolición privilegio de la ciudadanía (de la ciudadanía estatal). La situación de pandemia ha desnudado la inseguridad de nuestras seguridades, y pese a que casi nadie se atreve a reconocerlo, ha abierto un tiempo nuevo: saldremos de la pandemia o reduciremos su impacto al mínimo, pero se nos echarán encima sus consecuencias económicas y sociales, y luego –o a la vez– vendrán a sacudir nuestros sillones, uno tras otro, los diferentes aspectos de la crisis ecológica y de la insostenible desigualdad. La solidaridad que estamos demostrando ahora, salvo los descerebrados opuestos a los especialistas médicos, debería reforzarse con la alianza social de una nueva ciudadanía civil, de una ciudadanía de convecinos.
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Juan-Ramón Capella es catedrático emérito de Filosofía del Derecho y autor del libro Un fin del mundo. Constitución y democracia en el cambio de épocaJuan-Ramón CapellaUn fin del mundo. Constitución y democracia en el cambio de época
No hace mucho tiempo defendía en las páginas de infoLibre la excelente propuesta de Javier de Lucas acerca de la conveniencia de vincular los derechos de ciudadanía no sólo a la nacionalidad española sino también al avecindamiento en España, para que las personas inmigrantes con arraigo en el país pudieran tener derechos políticos y sociales. Hoy, la pandemia ha venido a poner de manifiesto la necesidad de materializar esta ciudadanía nueva, que para filósofos políticos y del derecho muy relevantes —Ferrajoli, Ciaramelli— se traduce en lo que llaman una ciudadanía urbana.