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La contrarreforma no es una solución

Joan Carles Carbonell Mateu

La anunciada reforma de la mal llamada ley del solo sí es sí puede producir efectos políticos y jurídicos de una magnitud imprevisible. Y es que solucionar un error cometiendo otro en sentido contrario por no ser capaces de soportar las críticas no siempre solventes de los opositores y hasta de los aplicadores de la Ley puede ser la peor opción. La rápida e interesada oferta del líder de la oposición es una señal manifiesta.

Ha de partirse de una premisa que es sobradamente conocida por juristas y políticos aunque probablemente no por los ciudadanos: los efectos derivados de la retroactividad de la ley son inevitables; ninguna reforma va a parar el goteo de excarcelaciones o de rebajas penales porque, como explicamos en un reciente artículo en infoLibre (Retroactividad), cualquier modificación legal que tenga efectos desfavorables para los condenados que estén cumpliendo sentencia y, por supuesto, también para quienes ya hayan cometido los mismos hechos y aún no hayan sido juzgados, no podrá aplicárseles, por imperativo no ya simplemente legal sino expresamente constitucional. La vigencia por un solo instante de una norma que prevea una sanción más favorable que la contemplada por la anterior y por la posterior obliga a que sea la única que puede ser impuesta al reo, si bien es verdad que la aplicación retroactiva no ha sido considerada como un derecho derivado de la Norma Fundamental por el Tribunal Constitucional. Esa es la razón por la que se han admitido Disposiciones Transitorias limitadoras de sus efectos, tanto en el Código Penal de 1995 como en la reciente Reforma que deroga la sedición, incluye los desórdenes públicos agravados y modifica a la baja la malversación de caudales; razón, por cierto, no exenta de discusión en la medida en que pueda entenderse que la obligatoriedad de la aplicación retroactiva deriva del principio de legalidad.

En cualquier caso, el argumento de evitar los efectos considerados negativos de la aplicación retroactiva de una ley que, justamente, no previó las aludidas Disposiciones Transitorias, no puede ser admitido como justificación de la contrarreforma. La ley supone un giro muy importante en la regulación de la tutela de la libertad sexual al desplazar la prueba del uso de la violencia y, sobre todo, de la intimidación que acababa recayendo en la víctima. Por eso, su reintroducción para diferenciar clases de conducta puede afectar al núcleo duro de la ley. Si, realmente, lo que se pretende es, como afirma el sector socialista del Gobierno, evitar un efecto de rebaja en la tutela de la libertad sexual o, si se prefiere, en la protección de las mujeres, (si se me permite una expresión tan dudosamente defendible), resultaría mejor recurrir a otras soluciones: volver a las penas previstas con anterioridad unificando abusos y agresiones sexuales, de manera que no se produzca una disminución de la reacción penal, es lo más fácil. Pero es también una solución muy discutible.

 Porque si prescindiéramos del llamado populismo penal que se está manifestando en este caso de manera feroz, se convendría en que las penas que contenía la regulación anterior eran excesivamente elevadas: su rebaja en la ley vigente sería perfectamente adecuada si se hubiera mantenido el criterio de valuar la gravedad de cada uno de los hechos que se revisan: es decir, si no se considerara que ha de aplicarse la pena mínima prevista a los supuestos de mayor gravedad; en otras palabras, la pena mínima del anterior abuso a los hechos constitutivos de las más graves agresiones. El Tribunal Supremo, por cierto, ha advertido de ello. Volver a esas penas podría producir resultados enormemente desproporcionados al haberse unificado figuras que aun suponiendo graves atentados a la libertad comportan intensidades diferentes. Y en eso hay práctica unanimidad en la doctrina penal. No ha sido una “ocurrencia” de la ministra de Igualdad. El informe que elaboró la Sección de lo Penal de la Comisión General de Codificación, antes de que se concretara la Proposición de ley, advirtió de la necesidad de evitar consecuencias desproporcionadas que llevaran a penas superiores a las del homicidio doloso (de diez a quince años de prisión). La Comisión, por cierto, no ha vuelto a ser convocada.

La ley no debe modificarse por sus efectos retroactivos, cuando además se es plenamente consciente de que no es factible evitarlos. Si se considera que hay cuestiones mejorables deben estudiarse

La ley diferencia de manera clara y, en mi opinión, muy acertada la violación, definida como la agresión sexual consistente en acceso carnal por vía vaginal, anal o bucal, o introducción de miembros corporales u objetos por alguna de las dos primeras vías, y la castiga con prisión de cuatro a doce años.  Y se prevén circunstancias que hacen llegar otros supuestos menos graves a ocho. Las penas máximas, por tanto, parecen suficientes, especialmente si se mantienen los criterios de acumulación en caso de que se participe en varias agresiones. Elevarlas constituirá un error. Pueden revisarse, quizá, algunas de las penas mínimas que posiblemente se hayan rebajado en exceso. Pero no parece tan significativo.

Debe insistirse en que se ha introducido un sistema de tutela de la libertad sexual (o, mejor dicho, de la libertad en general) que modifica seriamente el anterior y que protege a las víctimas. No debería ser examinado desde la óptica que se pretende superar. Es preciso permitir que su vigencia despliegue los muchos efectos positivos que contiene. Si es cierto que reconocer errores es una sabia virtud, atribuida incluso a los dioses, también lo es que rectificar decisiones aun convencidos de sus bondades es un acto de inconsistencia política. La ley no debe modificarse por sus efectos retroactivos, cuando además se es plenamente consciente de que no es factible evitarlos.  Si se considera que hay cuestiones mejorables deben estudiarse y llegar a convicciones y consensos. Pero debería hacerse en la misma medida en que se haría si no se hubiera producido el inmenso y muy cínico ruido de una retroactividad que quizá debió preverse y evitarse y que, probablemente por error, no se hizo. Un error no se resuelve cometiendo otro.

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Joan Carles Carbonell Mateu es catedrático de Derecho Penal en la Universitat de València.

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