Plaza Pública
La cripta de los bautizados
Mientras el Gobierno deshoja la margarita para decidir de qué manera y en qué momento cumple lo acordado en el Decreto-Ley por el que se acuerda sacar los restos mortales del Dictador del mausoleo de Estado en el que está sepultado, han surgido una serie de acontecimientos no previstos que han convertido un acto de dignidad y justicia en un grave conflicto político que pone a prueba la salud de nuestro sistema democrático. Vivimos en una sociedad que no ha sabido asimilar, en su totalidad, los valores y principios de la democracia y en la que una parte importante de la población considera que la Guerra Civil y la larguísima dictadura fueron una consecuencia inevitable ante el peligro de caer en las garras de un comunismo estalinista tan cercano, por sus políticas de exterminio de los disidentes, a la que se vivió en nuestro país.
Cuando se titubea y se demora la toma de decisiones, se abren espacios para que surjan acontecimientos, más o menos inesperados, que trastocan los planes y las decisiones que se habían adoptado. Resulta que la hija del dictador había comprado una sepultura en la cripta de la Catedral de la Almudena donde decidió que quería sepultarse junto a su marido, prefiriéndola al panteón del Pardo en el que reposa su madre. Ahora la familia quiere que el cadáver salga del Valle de los Caídos y se le honre en un espacio que tiene connotaciones políticas inevitables y de incuestionable trascendencia, por su integración en el espacio donde radica el Palacio del Jefe del Estado, cuyo balcón fue el marco preferido por el dictador para darse los baños de masas que necesitan todos los dictadores. En su balaustrada se despidió de este mundo después de confirmar, una vez más, cinco condenas a muerte.
La estrategia de la familia tiene unas notorias dosis de maquiavelismo y coloca a la Iglesia española y al Gobierno ante una situación comprometida y de graves consecuencias políticas. Ha descolocado al Gobierno y en menor medida a la Iglesia, que siempre ha tenido respuestas evasivas ante situaciones incómodas. El arzobispo de Madrid, Carlos Osoro, cuya sensatez y moderación no voy a discutir, ha manifestado que no se opone al entierro de los restos de Francisco Franco en la cripta de la Catedral de la Almudena porque, según alega, "hay una propiedad de la familia Franco y como cualquier cristiano tiene derecho a poder enterrarse donde crea conveniente". Permítame, monseñor, discrepar respetuosamente. En primer lugar, son sus familiares los que han decidido ejercer los derechos que, a primera vista, concede la Iglesia como a todo fiel cristiano previamente bautizado. Pero le sugiero que repase el Derecho canónico para comprobar que su respuesta, lógicamente apresurada, no se ajusta a sus cánones.
Repasémoslos. Advierto que la lista es larga e incluso pintoresca. Se puede privar de la sepultura eclesiástica a los apóstatas, los afiliados a una secta herética, cismática, masónica o a otras sociedades del mismo género. A los que abrazaron el ateísmo (sic) o que se han adherido a la secta de la Santa Muerte. Confieso mi ignorancia sobre este último aquelarre. Los excomulgados en virtud de sentencia y los que se han suicidado deliberadamente, valga la redundancia, también están excluidos. Se argumenta que negarles la sepultura eclesiástica es un castigo ejemplar, "con el fin de que nadie imite este horrible acto".
Incluso se puso en duda la posibilidad de enterrar en sagrado a los que hubieren mandado incinerar su cadáver, si bien en este punto la Iglesia se ha rendido a la realidad y sólo se aplica cuando existe constancia de que la decisión fue tomada por razones contrarias a la fe cristiana. Atención al canon 1184, que no tiene desperdicio, afecta la prohibición de ser enterrado en sagrado a los que viven y mueren en grave pecado público como: adulterio, sacrilegio u homicidio, los que mueren en casas de prostitución, los abortistas, los que practican la homosexualidad, los que promueven leyes que destruyen el fin del matrimonio cristiano e incluso los que venden droga o rechazaron al sacerdote en el trance de su muerte. Que nadie se alarme, porque sus intérpretes admiten que, en caso de duda, se procederá a la sepultura eclesiástica del cadáver pero, en todo caso, evitando el escándalo de la publicidad.
La conferencia episcopal española y no sólo el arzobispo de Madrid o el párroco de la cripta deben pronunciarse sobre la coherencia y el respeto a los valores cristianos que supone la inhumación del dictador Franco en un recinto eclesiástico. Representan a una institución que convive en el seno de una sociedad democrática y tienen el deber de explicar más detalladamente por qué admiten, en suelo sagrado, a una persona que, teniendo en sus manos la potestad de la clemencia, ordenó, sin dar muestras de arrepentimiento, múltiples ejecuciones que culminaron con las que decidió días antes de su fallecimiento.
Seguramente la democracia española, con el tiempo, podrá demostrar su superioridad sobre la dictadura en la que estuvimos sumergidos, pero estimo que la Iglesia española debe oponerse, por razones emanadas de la doctrina evangélica, y además por dignidad y decencia política, a la inhumación de un asesino en serie en un lugar tan emblemático como la cripta de la Catedral de la Almudena.
Si Dios o su representante en la tierra, el papa Francisco, no lo remedia, seremos el único país democrático que exalta civil y religiosamente a un dictador que ha sido calificado por muchos como un genocida y el causante de lo que Paul Preston denomina el "Holocausto español". El papa Francisco tiene la última palabra. Puede apoyarse en su propia doctrina y en su decisión de reformar el catecismo, afirmando tajantemente que la pena de muerte es "inadmisible".
Santidad, creo que deben informarle de la actitud del bautizado Francisco Franco ante peticiones de clemencia por parte de la Santa Sede. Uno de sus antecesores, el entonces cardenal Montini, posteriormente elegido por el cónclave como Pablo VI, intercedió por Julián Grimau, dirigente comunista fusilado en 1963, con nulo resultado. El régimen desató contra el cardenal una campaña de desprestigio y convocó manifestaciones de repulsa ante lo que consideraba una injerencia intolerable del Vaticano. Cuando Franco decidió los fusilamientos de septiembre de 1975, el papa Pablo VI volvió a solicitar clemencia, pero nuevamente fue ignorado.
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Pienso que existen muchas razones para evitar que el dictador genocida Francisco Franco reciba sepultura, con el beneplácito de la Iglesia, en un lugar que no puede ser centro de exaltación y homenaje de quienes comulgan con las ideas totalitarias. Sería una decisión antidemocrática y contraria al espíritu de nuestra Constitución. Los que lucharon y murieron por los principios y valores democráticos no se merecen esta humillación.
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* José Antonio Martín Pallín ha sido fiscal del Tribunal Supremo y es magistrado emérito del mismoJosé Antonio Martín Pallín