La cultura no es sólo un servicio

Sergio Hinojosa

Los servicios se prestan, se pagan y concluyen satisfaciendo o no la demanda concreta que cubren. Pero la cultura no sólo se adquiere comprándola y no se transmite sólo vendiéndola. Posee una dimensión de don que escapa al mercado. Y esa dimensión intangible enlaza con el legado, con aquello que recibimos de la sociedad. Es justo por este don por lo que estamos en deuda con la sociedad, con la memoria (histórica, política, científica, etc.), con el legado que nuestros antepasados y nosotros mismos vamos atesorando y construyendo. 

El cambio de paradigma producido por la inclusión de nuestro país en unidades más amplias como la UE o los organismos de nivelación (cultural, política, económica, etc.) como la OCDE, la ONU, la UNESCO, han primado la dimensión de la enseñanza y de la cultura como un servicio. Este enfoque, necesario pero insuficiente, se consolidó con el establecimiento de los organismos de normalización, evaluación y certificación al incluir a finales de los años noventa del pasado siglo a la educación como “servicio” ligado a los modelos previstos de organización para las empresas. También la cultura pasa el filtro de estas normas de estandarización y evaluación. De modo que la cultura como la educación están en peligro de quedar reducidas a su condición de un servicio que se presta, se paga, y queda la deuda saldada. 

El mito ya existía, lo veíamos en las películas de Hollywood, en aquel chico repartidor de periódicos que en el seno de la sociedad de las oportunidades se elevaba raudo al consejo de administración de una gran empresa. No debía nada a nadie más que a su esfuerzo y a la libertad abstracta de una sociedad cuyas aristas crueles y despiadadas también aparecían. Pero si queremos que la cultura no cristalice en parques temáticos, en divulgaciones científicas pret à porter o en sentencias expertas sin apelación posible, hay que combatir el mito del self made man. Ese mito que justifica al individuo que nada debe a nadie, que se hace a sí mismo y no tiene que dar cuenta a nadie de lo que hace. Ese mito está activo no sólo en determinados programas y lemas de partidos políticos de derechas, ha calado en la educación alentado por la competencia y el sálvese quien pueda a la hora de encontrar un trabajo u ocupar un puesto en la administración. Las reglas que nos debieran regir, se hacen cada vez más coercitivas, están menos legitimadas a los ojos de quiénes se creen sujetos de derechos sin obligaciones, y se van difuminando ante la impotencia de los Estados para establecer un marco sólido frente a las embestidas globales de los poderes económicos. Los medios, con la difusión periodística en declive y el sensacionalismo y los bulos en-redados en ascenso, tampoco ayudan mucho, dado el sesgo de consumo en información sin filtros de veracidad, honestidad ni calidad.

La cultura quizá haya que considerarla no sólo como motor de promoción de territorios o de atracción de inversiones, sino como un don a compartir, abierta a la creación  y articulada también a la educación, por tanto, provista de mecanismos que permeen los ámbitos de producción cultural con los centros escolares, universitarios, etc. Un ejemplo de esto, el antiguo parque de las ciencias en Granada, con sus actividades orientadas a los escolares, por desgracia, actualmente en declive por falta de inversión y cuidados político-culturales. Los museos son instituciones difusoras de cultura y suelen tener sus programas de extensión cultural. Un ejemplo, el modesto pero eficiente Museo Casa de los Tiros de Granada, pero también lo son los nuevos núcleos de creación artística, que pueden promocionarse mediante becas, etc. 

La cultura debe tener un tronco estatal y autonómico financiado mediante concursos transparentes y democráticos, y provisto de mecanismos de colaboración

La cultura debe tener un tronco estatal y autonómico financiado mediante concursos transparentes y democráticos, y provisto de mecanismos de colaboración (sin expectativas electorales). Ciencia y técnica se han unido irremisiblemente, y eso está bien. Pero no debe suceder en detrimento de un desarrollo cultural más amplio que abarque otros ámbitos y disciplinas no científicos. La ciencia tiene su lugar en nuestras sociedades, y hay que mimarla, pero la base de nuestra educación cultural no puede estar colonizada por un cientificismo que excluye de su horma todo lo que no sea “científico”, reduciendo toda reflexión y lo que antes se consideraban humanidades o ciencias sociales a la irrelevancia. No basta con promover la tecnología y la experticia revestida de patrones estadísticos como único instrumento civilizatorio. La reflexión sobre lo humano debe contar con los avances científicos (psicología susceptible de reflexión, crítica y debate, neurociencias abiertas a otras aportaciones, etc.), pero es importante que no se excluyan de los centros de decisión importantes disciplinas “no científicas”, aunque sí útiles y necesarias para el avance social; cultura artística, política, filosófica, sociológica, etc. No siempre ha de pasar por el rasero de la ciencia aquello que quizá nunca pueda serlo. Hay ciencia del cuerpo, de los efectos del organismo sobre el sujeto, pero no hay ciencia del devenir humano.

La libertad no existe ni fisiológica ni biológicamente, es un supuesto cultural y necesario para construir nuestras sociedades libres, al igual que la aspiración a mejores condiciones de vida o cualquier utopía que no se pierda en el laberinto de sus propios principios apriorísticos. 

Considerar el aspecto de don de la cultura tiene sus implicaciones prácticas. Un don, cuando se recibe se queda en deuda y llama a ofrecer otro don. Hay un intercambio de dones, un compromiso sobre el quehacer de cada cual y, por ello, debe haber también una jerarquía de valores. No todas las aportaciones son iguales. Su valor no siempre debe marcarlo el mercado, diferenciándose sólo por el valor de cambio, monetarizando el “servicio” en costes y beneficios. Las instituciones culturales deben fortalecerse para preservar una jerarquía de valores culturales al margen de las tendencias de consumo. Valores acordados social y democráticamente en los órganos de decisión correspondientes. Naturalmente deben financiarse para preservarlos, lo que implica transparencia y debate en las instituciones y en la sociedad, y no sólo bajo el sesgo del beneficio, la patrimonialización o la arbitrariedad. 

Introducir determinado orden simbólico que tenga en cuenta la deuda simbólica que cada cual tiene con respecto al legado y como ser humano (y no sólo en tanto ser identitario, sea lo que sea, será de segundo orden). Este orden democrático debe establecer aquello que se protege y promociona con valor estable, y aquello otro que se deja al arbitrio del flujo de oferta y demanda del mercado. Para ello el freno al mercado libre es importante en cuestiones de preservación de los derechos fundamentales. Sin embargo, hay que tener en cuenta que la cultura en nuestra constitución no está considerada como un derecho fundamental (Cp.II, Título I) se entiende ligada a la acción programática del Estado. Por ejemplo, la ley de patrimonio debe cumplir en gran parte ese papel, más allá de los eventos y promociones de negocio.

Por otra parte, fomentar el lazo social para crear cohesión (tierra fértil para la creación cultural) no debe reducirse a la cohesión imaginaria de los movimientos identitarios, las afinidades y demás filias. Las personas, independientemente del sexo, la religión, la etnia, la cultura, etc., deben ser reconocidas en tanto tales, y se deben poder autoreconocer como ciudadanos en una sociedad que promueve los valores fundamentales y los DH. Si la cultura es un simple “servicio”, sometido al etiquetado del mercado, la parcelación social y la fragmentación por afinidades o rasgos identitarios acaban por diseminar los esfuerzos colectivos y dejan la convergencia y la “empatía” a la ingeniería social, más o menos interesada, o simplemente a los avatares del marketing del mercado.

Un simple ejemplo muestra cómo se ha ido perdiendo ese lazo comunitario. Baste indicar lo fácil que resulta a veces establecerlo y no perderlo. No hace tanto tiempo, cuando una persona se incorporaba a un trabajo, a un puesto de de la administración o a una fábrica o un taller, pongamos por ejemplo a una plaza de profesor/a, lo primero que se hacía era enseñarle el centro, presentarle a los compañeros, darle a conocer a los alumnos, en fin, cumplir con ciertos ritos de paso que introducían a esta persona plenamente en la comunidad. Y si además se celebraba conjuntamente la llegada de “los nuevos” se establecían unos lazos que facilitaban su labor, ofrecían a los alumnos la oportunidad de conocer a sus nuevos profesores y se creaba un ambiente de mayor confianza y compromiso con el trabajo. Si a esto le añadimos un aminoramiento de los filtros burocráticos que ha de cumplir cualquier trabajador para hacer funcionar la máquina rutinaria, veremos que la calidad en el trabajo, en la enseñanza y en la cultura crece en lugar de menguar. Pero ¿quién establece los filtros de calidad en la educación y en la cultura? ¿La rentabilidad de los eventos? ¿Los organismos de evaluación que maquetan informes que nadie lee? ¿El interés del político de turno que alimenta la maquinaria electoral? Para mí es evidente, aunque no voy a entrar en ese complejo tema.

Una política cultural implica una reflexión de conjunto y no sólo de programaciones aleatorias según onomásticas, festividades o conmemoraciones

Creo que una política cultural implica una reflexión de conjunto y no sólo de programaciones aleatorias según onomásticas, festividades o conmemoraciones. La cultura necesita una tierra fértil en la que florecer, y su abono no se encuentra en el pragmatismo o en el oportunismo. 

La izquierda, si es capaz de unirse en algo de tan vital importancia, es la única que puede,y quizá tenga capacidad, para abordar este tema en profundidad. Pero si no se arma a la sociedad con mecanismos de participación a nivel social, político y profesional, con debates internos, sin la coerción milimétrica de informes justificadores, de etc..., disponiendo del tiempo suficiente para tales debates, en formatos accesibles a la participación ciudadana, con alicientes que abran expectativas reales a la expansión creativa y a la reflexión crítica, si este tipo de dinámicas no se crean, la tierra quedará baldía, seca y sin brotes que anuncien la primavera y no el apocalipsis.  

Sólo una reflexión real y colectiva, también entre instituciones, puede generar algo de ilusión (no vana) y arranque para que no se apague la llama que hasta ahora se ha mantenido encendida. Los vientos que soplan son para pensar en profundidad qué hacer con lo que se nos viene encima. Nadie escapa a la deuda que tenemos con la sociedad, otra cosa es que se la haga sentir por los poderes públicos, no en forma de culpa o de obligación externa, sino íntimamente incentivando, alentando a quienes pretenden enseñar, crear, pintar, esculpir, representar, filmar, etc. 

 La cultura no puede quedar reducida a un simple servicio que se paga y se olvida. Ha de formar parte de la vida y convertir a los espectadores en activos creadores y productores de cultura. Y esto implica el reconocimiento de esa deuda que todos debemos “pagar” de un modo u otro. La tecnología y la ciencia no bastan, tampoco los eventos ni siquiera los museos y las aulas, falta el impulso, el deseo de aportar lo más nuestro. Y esto escapa a las agencias evaluadoras, a los planes anuales de cultura-espectáculo y al consumo en internet o las redes. El mito del self made man se deshace cuando aparece un deseo que debe recurrir para saciarse a los otros, al legado, a quienes aportaron en la historia de nuestra cultura, de nuestra ciencia y también a todo lo que supone la apertura de espacios para la reflexión con consecuencias reales. El pequeño o gran empujón que falta en el mero espectador es la realización de alguno de sus sueños escritos, esculpidos, pintados, instituidos, convertidos en experiencia, en legado y en vida.

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Sergio Hinojosa es licenciado en Filosofía por la Universidad de Granada y profesor de instituto.

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