La tribuna del Congreso. Bancadas llenas de gente invitada a la sesión de investidura de Pedro Sánchez como presidente del Gobierno. Abajo desfilan diputados y diputadas. Cada cual a lo suyo. Voces que suenan como truenos en días de tormenta. Rayos y centellas, como se decía en los tebeos de cuando yo era un crío. Dónde el remolino embriagador de la palabra, la belleza de una frase que de repente nos cambia la percepción del mundo, lo que de hermoso tiene un diálogo que no suene a que se han puesto en marcha los tambores de guerra. Y de repente surge una de esas voces aguerridas. Pero no a lo bestia, muy bajito. Como cuando mi amigo Calero le ponía la sordina a la trompeta en la Banda Democrática de Pedralba, el pueblo valenciano del líder anarquista Narciso Poeymirau. Algún día habrá de homenajear ese pueblo la memoria del Tío Narciso. Algún día. No lo sé. La buena memoria brilla demasiadas veces por su ausencia. No pierdo el hilo. La voz que se escucha en la tribuna surge como en un susurro, como si le hubieran puesto la sordina en la embocadura para aliviar toda estridencia, apenas se escucha entre tantos rayos y centellas. La mujer mueve los labios. Y las cámaras desvelan lo que dice: “Qué hijo de puta”. Ahí queda para la historia de la infamia, una vez más, Isabel Díaz Ayuso. Una vez más esa mujer con sus palabras que alientan lo peor de lo humano. “La respiración del lenguaje establece / la sucesión de miserables / morales”, escribe Juan Gelman en un poema.
Luego vino lo peor. La burla. Que piensen que somos tontos del culo. Que todo les vale para que este país sea, porque a ella y los suyos les dé la real gana, una auténtica vergüenza. Y se quedan tan panchos cuando desde la cobardía han de dar una explicación. La presidenta madrileña, en la ridícula versión de sus servicios de prensa y propaganda, dijo una tontería gastronómica: “me gusta la fruta”. La rima perfecta. Como si el insulto, la carcoma que asuela la palabra, fuera lo mismo que un poema. Puta y fruta. La rima perfecta. Allí, en la tribuna, la mujer que a veces nos parece que flojea algo del entendimiento en su bochornosa simpleza. Y lo peor, cuando ella misma justificó el insulto: el candidato a ser investido presidente se había metido con su hermano. El timo de las mascarillas. La gente se moría y su hermano y un colega hacían el agosto comprando y vendiendo mascarillas por un tubo cuando la pandemia. Mientras tanto, el protocolo de la vergüenza bajo sus órdenes sanitarias: miles de muertes en las residencias de mayores. Carne de covid y de abandono inhumano para alimentar el delirio de una mujer que parece vivir en el delirio permanente. Puta y fruta. No son lo mismo. Claro que no. De nada le sirvió poner la sordina al exabrupto. La palabra, en el sitio donde gracias a ella ha de crecer la democracia, convertida en una tachadura que deja sin nobleza al sitio y la palabra.
Para rendir hondo servicio a Dios y a la Patria salen a la calle los nuevos y viejos fascismos: que la historia regrese a los tiempos más crueles de la infamia
Y después de los rayos y centellas en los asientos del Congreso, salimos a la calle. La han tomado los gritos, las banderas rojigualdas con un agujero de negrura, la horda que declara la guerra a la propia democracia. Lleva semanas la calle ocupada por quienes llaman dictadura a lo que ahora vivimos y sin embargo se sienten a gusto aplaudiendo sin rubor la dictadura franquista, una de las más crueles de la historia contemporánea. No se manifiestan contra la amnistía, sino contra una democracia cuyas reglas no les han permitido formar gobierno a la derecha y la extrema derecha. Cada vez más son una misma cosa la derecha y la extrema derecha. Casi nada las diferencia: Núñez Feijóo, Abascal, Díaz Ayuso… Rayos y centellas en el Congreso. Rayos y centellas en las calles que se mueven como si desde el subsuelo empujaran hacia arriba las ratas que salían en La venganza, uno de los más estremecedores relatos de Jean Ray, el maestro del horror en la literatura. Y al mismo tiempo, como un brazo añadido a los que enarbolan las banderas, unos guardias civiles que darían hasta la última gota de su sangre para defender la unidad de España. Y un rato después, sale medio centenar de altos cargos militares en la reserva para exigir al Ejército que destituya a Pedro Sánchez y convoque nuevas elecciones. Ya no guardan las formas. Ni eso guardan. Un golpe de Estado, proclaman en su manifiesto dado a conocer por infoLibre. Como si en vez de en el siglo XXI estuviésemos en los años treinta del pasado siglo.
No van a parar de ocupar las calles, dijo Núñez Feijóo. Cada vez con más violencia. Lo estamos viendo todos los días. Agreden a periodistas que están ahí haciendo su trabajo. Señalan a personas de izquierdas para convertirlas en blanco de su ira. Las manifestaciones son legítimas, claro que lo son. Pero la violencia las convierte en otra cosa bien distinta. Para quienes se manifiestan con esa violencia lo que se vive en España es una guerra. Hasta amplios sectores oficiales de la Iglesia bendicen ese levantamiento con hechuras fascistas, nazis en algunos de los símbolos exhibidos sin reparos de ninguna clase. Y un buen número de jueces hacen lo mismo. Todo vale para el salvamento de la Patria. Los viejos lenguajes. El regreso a los tiempos del miedo. Nunca los abandonaron, ni el lenguaje ni esos tiempos. Curas, jueces, militares, empresarios… Todos a una en su guerra para salvarnos del abismo en que España se deshace sin remedio. No sé si algunos de esos salvapatrias habrán leído el Quijote. Seguramente sí: “ésta es buena guerra, y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra”, le dice “el valeroso don Quijote” a Sancho Panza en su lucha contra unos gigantes que Sancho no veía por ninguna parte. Para rendir hondo servicio a Dios y a la Patria salen a la calle los nuevos y viejos fascismos: que la historia regrese a los tiempos más crueles de la infamia.
El susurro que rimaba el insulto como un falso poema en la bancada invitada del Congreso se hace carne en las algaradas callejeras del PP y Vox para que la democracia quede en agua de borrajas. Serán años difíciles para el Gobierno progresista y buena parte de la ciudadanía. Muy difíciles. Pero si a algo estamos acostumbrados en la izquierda es a vivir en lo difícil. Y no les será fácil, a los facciosos de nuevo y viejo cuño, “fusilar” a tantos “hijos de puta” como exigían otros altos cargos militares hace unos meses. ¿O tendría que haber escrito “a tantos de los que nos gusta la fruta”? Plantar cara al fascismo con la democracia por bandera, en la playa más cercana y el horizonte que se apunta por encima de los rayos y centellas, en lo cotidiano más próximo y en lo más decente de la política, en la dignidad de una memoria insobornable para que quienes nos enseñaron a ser lo que somos no se avergüencen de lo que hacemos con lo que nos dejaron en herencia. Ahí nos van a encontrar los del odio permanente. Los de la guerra. Los salvadores de una Patria que sólo existe en sus cabezas enloquecidas. Los de siempre.
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Alfons Cervera es escritor. Su último libro es Maquis (Edición 25 aniversario en Piel de Zapa).
La tribuna del Congreso. Bancadas llenas de gente invitada a la sesión de investidura de Pedro Sánchez como presidente del Gobierno. Abajo desfilan diputados y diputadas. Cada cual a lo suyo. Voces que suenan como truenos en días de tormenta. Rayos y centellas, como se decía en los tebeos de cuando yo era un crío. Dónde el remolino embriagador de la palabra, la belleza de una frase que de repente nos cambia la percepción del mundo, lo que de hermoso tiene un diálogo que no suene a que se han puesto en marcha los tambores de guerra. Y de repente surge una de esas voces aguerridas. Pero no a lo bestia, muy bajito. Como cuando mi amigo Calero le ponía la sordina a la trompeta en la Banda Democrática de Pedralba, el pueblo valenciano del líder anarquista Narciso Poeymirau. Algún día habrá de homenajear ese pueblo la memoria del Tío Narciso. Algún día. No lo sé. La buena memoria brilla demasiadas veces por su ausencia. No pierdo el hilo. La voz que se escucha en la tribuna surge como en un susurro, como si le hubieran puesto la sordina en la embocadura para aliviar toda estridencia, apenas se escucha entre tantos rayos y centellas. La mujer mueve los labios. Y las cámaras desvelan lo que dice: “Qué hijo de puta”. Ahí queda para la historia de la infamia, una vez más, Isabel Díaz Ayuso. Una vez más esa mujer con sus palabras que alientan lo peor de lo humano. “La respiración del lenguaje establece / la sucesión de miserables / morales”, escribe Juan Gelman en un poema.