Ignacio Ellacuría, teólogo y filósofo de la liberación Juan José Tamayo
Empoderamiento 'fake'
Si una palabra está de moda hoy es “empoderamiento”. Según la RAE, acción y efecto de empoderar. Y el verbo se define como: Hacer poderoso o fuerte a un individuo o grupo social desfavorecido/dar a alguien autoridad, influencia o conocimiento para hacer algo.
Suena bien, claro. ¿A quién no complace, sea desfavorecido o no, que le otorguen poder? ¿Quién despreciaría el don de la autoridad, la influencia o el conocimiento para hacer algo? Pero más allá de la música, veamos la letra: ¿Realmente significa dar acceso al poder, o simplemente se divulga tal posibilidad? Hemos visto que el tema se ha banalizado tanto que incluso sirve de base a múltiples publicidades de coches, bancos o gimnasios: Si quieres, puedes (previo contrato de un crédito o pago de una cuota).
Aunque seamos honestos: el empoderamiento existe y enriquece la democracia. Hay un esfuerzo valioso, titánico, para dar instrumentos a la población para que colabore en mejorar la sociedad. Pero también tiene su lado oscuro, en el que el concepto se manipula prostituyendo la participación. Hay un empoderamiento positivo, necesario, y otro dañino. Analicemos un poco el tema:
Hay un sujeto (persona o colectivo) que quiere hacer algo, unos medios necesarios que pueden dotarle del poder para obtenerlo y una fuente de donde los obtiene (ahora, a menudo, la propia administración). A priori parece acertado pero: ¿es siempre así en la realidad?
La primera pregunta es si realmente la gente quiere “empoderarse”. Desde luego, todo el mundo es libre de trabajar o no para conseguir algo. Y mucho me temo que son pocos los que están por la labor cuando se trata del bien común. ¿Cuánta gente está en la onda de querer influir en los asuntos que atañen a un colectivo? Pocos y nunca suficientes. Carentes de tiempo, aturdidos por las redes y distraídos por los medios, bastante tienen muchos ciudadanos con ir tirando: una lástima, pero real y legítimo. Afortunadamente están los otros, los que son conscientes de la necesidad de un objetivo y que están dispuestos a bregar por ello, para lo cual el empoderamiento les irá muy bien. Pero dada la escasez de personas y medios, convendría un uso eficaz de la fuerza conseguida u otorgada, evitando caer en la demagogia populista que los desvíe en provecho de ideas ajenas o incluso contrarias al bien común. ¡Qué no se hubiera podido hacer con toda la energía, todo el empoderamiento empleado en el procés, este que ahora lucha para quedarse como estaba!
Este uso espurio del empoderamiento, además de restar fuerza a los movimientos reivindicativos, causa un desencanto en quienes han caído en él, los cuales, al advertir el embaucamiento, recularán a sus cuarteles de invierno, de estufa y zapatillas, y difícilmente volverán al ruedo para otros proyectos. Un claro objetivo de quienes usan el empoderamiento en beneficio propio.
No se me interprete mal: la lucha descrita es no sólo legítima sino también necesaria, pero no siempre resulta eficaz. Asumir la frase de Samuel Goldwin, fundador de la MGM, de que es absolutamente imposible, pero tiene posibilidades, tiene dos consecuencias perversas: en primer lugar, el derroche de una siempre escasa energía que sería mucho más útil en otros proyectos; y en segundo: el de una desilusión desmovilizadora, que extiende el escepticismo sobre la viabilidad de reivindicaciones imprescindibles.
Por su parte, el poder se recibe (o se coge) de alguien. De la escueta definición de la RAE se deduce que radica en tener autoridad, influencia o conocimiento. ¿Quién lo da?, ¿es realmente esto? Sirva un ejemplo: en Barcelona se realizó una consulta popular para decidir sobre un tranvía y su trayecto. Dicho sea de paso, no se llegó a nada, pero sirvió de tumba política al alcalde de turno y a su equipo (quizá el verdadero objetivo del “empoderamiento” popular). Los barceloneses recibieron conocimiento sobre los pros y contras del proyecto, aunque sesgado según el origen, requiriendo por lo tanto un esfuerzo de análisis. Pudieron, eso sí, influir en la decisión, pero como el proceso culminó en parálisis dejándolo todo como estaba, su poder quedó en nada, generando escepticismo respecto a futuras llamadas a la participación.
Las consultas, a menudo, no las carga el diablo sino la autoridad incompetente. Lo viví personalmente en una empresa: se abrieron consultas entre el personal, a todos los niveles, para decidir la futura evolución de una actividad que requería de grandes conocimientos técnicos, registros y controles durísimos, así como una proyección internacional de gran competencia. La secretaria, el responsable (o el mozo) del almacén, el comercial, se sintieron halagados al ser “empoderados”, pero ¿podían decidir sobre registros, marketing internacional o inversión en R+D+I? La empresa tenía sus técnicos especializados y sus dirigentes estaban supuestamente capacitados para tomar el rumbo adecuado partiendo de sus informes. ¿Querían cubrirse las espaldas?, ¿quisieron distraer al personal con un argumento de buen rollo, mientras se limaban al milímetro las ventajas sociales? A saber. Que se empodere a la ciudadanía no ha de ser excusa para una dejación de responsabilidades de los que, en democracia, tienen el mandato popular de gestionar lo mejor posible los asuntos públicos.
Que se empodere a la ciudadanía no ha de ser excusa para una dejación de responsabilidades
Y ello nos lleva a la política, que para esto está. La democracia está basada en la elección de unos representantes, que decidirán el rumbo del país. Esta tarea cada vez es más compleja y enrevesada. Son pocos los ciudadanos de a pie dispuestos a valorar la dispersa información que reciben, incluso la poca ecuánime y razonada, que también la hay, y menos tomar decisiones basadas en ella. Pero pueden influir, claro, es la esencia de la democracia. Y el primer paso es influir sopesando al máximo y racionalizando la elección de sus mandatarios para, posteriormente, indicarles el sentir de las minorías empoderadas sobre los temas que les afectan (¡empoderamiento sano donde los haya el de la sanidad!) y cómo los están llevando a cabo. Es por ello por lo que el aumento generalizado de la abstención es preocupante: en la consulta del tranvía mencionada, solo votó el 12% de la ciudadanía, ¡poco empoderamiento hubo! Esta reducción del volumen de gente que desea mínimamente influir pone en riesgo el principio de que todos eligen para el bien de todos, pasándose a la peligrosa situación de que algunos eligen para el provecho de algunos. Las elecciones son el verdadero y básico empoderamiento de todo el que quiera empoderarse: un instrumento para que el conjunto de la ciudadanía tenga el poder de influir en su futuro como tal. Quizá por ello, este artilugio es tan torticeramente manipulado por algunas fuerzas desgraciadamente ascendentes. Las elecciones democráticas son un instrumento conseguido con gran esfuerzo que no debieran ser degradadas por atajos populistas, tanto en su proceso como en la valoración de los resultados.
La democracia, el arte del consenso, el entretejer decisiones para conseguir un resultado favorable a la mayoría, es una labor ardua y difícil. Es como un castillo de naipes, tan difícil de levantar, con necesarios y precarios apoyos por todos lados, y tan fácil de hundir con un breve soplo. Y ahora pensemos: qué tipo de empoderamiento es más fácil de conseguir, el de unas manos firmes, una vista aguda y un sentido del equilibrio gestionados con paciencia y determinación, o el mínimo soplo, con los labios en posición de besar, para dar al garete con el sistema. Es lo que sucede cada vez con más frecuencia:
¡Tú puedes! - ¿El qué? - ¡Ser libre! - ¿Y esto qué significa? -Decidir por ti mismo, por encima de leyes y convenciones sociales. - ¡Caramba! ¿Y a cambio de qué? -De que me votes. Qué cierto el aforismo medieval que reza: quien se propone mentir, siembra dulces palabras.
Es posible que, una vez dado el irreversible paso, el empoderado se dé cuenta de que el poder recibido no es tal, que fue un mero espejismo momentáneo, y que quien realmente decide es el votado, y en favor de unos pocos, entre los que él no se cuenta ni contará. Da igual, porque deshacer el camino, desempoderarse, para volverse a cargarse de razones mediante un análisis que le dé de nuevo el poder de decidir no entrará ya en su desilusionada mente.
Por cierto, 2023 viene cargado de elecciones. Podemos optar por “empoderarnos” de libertad fake, o empoderarnos nosotros para, con nuestro voto, empoderar a gente capaz de invertir su esfuerzo en beneficio de la colectividad.
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Antoni Cisteró es sociólogo y escritor. Es autor de 'Participar hoy. Notas para una participación eficaz' y miembro de la Sociedad de Amigos de infoLibre.
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