La bomba lanzada por Pedro Sánchez sobre su posible dimisión ha centrado el debate público en el alcance y los devastadores efectos de la “máquina del fango”. Las acusaciones sin fundamento son lanzadas a diario desde la más absoluta impunidad, convenientemente atendidas por jueces activistas y amplificadas por un coro de propagandistas reaccionarios disfrazados de medio de comunicación. Se trata de un círculo vicioso en expansión donde, además, el fango ya no solo se arroja contra el personaje público a batir, sino contra su familia o círculo más cercano.
Ahora le ha llegado el turno al presidente del Gobierno, pero el artefacto no es nuevo y lleva años funcionando en nuestro país y en los de nuestro entorno. Aquí, primero fue Podemos y buena parte de sus dirigentes, víctimas de una persecución judicial, mediática y policial sin precedentes. Pero nadie se encuentra a salvo del depurado lawfare que practica nuestra ultraderecha. Lo decía Mónica Oltra, en su mensaje de despedida, recordando el célebre poema de Martin Niemöller sobre los nazis. Todos aquellos que hoy no sufren todavía estas prácticas antidemocráticas, sin duda, mañana las padecerán si no actuamos ya para impedir su proliferación.
Resulta comprensible que quienes se ven afectados por este tipo de ataques se resientan. Calibrar personalmente si compensa la actividad política en tiempos tan enfangados es humano y legítimo. Pero, como nos enseña la teoría feminista, lo personal es político. El problema no se limita al daño que puedan sufrir los individuos concretos, sino al enorme deterioro que estas dinámicas antiliberales ocasionan en el sistema democrático. Lo que está sucediendo es una cuestión de Estado.
La solución no es fácil. La máquina descrita por Umberto Eco funciona con la contribución de muchos actores y una intrincada complicidad de intereses económicos, políticos y sociales. Y como todo problema complejo, habrá que acometerlo por partes. Una de ellas, de sorprendente preeminencia en el caso español, es el engranaje judicial: jueces, la mayoría, y juezas, algunas, cooperando necesariamente en la generación y propagación de las heces que inundan el espacio político.
Lo cierto es que son casos aislados. Decisiones o comportamientos minoritarios en una jurisdicción penal que tenía muchos problemas de eficiencia y eficacia pero no de justicia. Sin embargo, el lawfare está dejando de ser una dolencia anecdótica para convertirse en estructural.
El Estado de Derecho no puede soportar que parte de la judicatura se convierta en un frente contramayoritario, activo en la lucha partidista y marcadamente posicionado
La teoría liberal diseñó el poder judicial sobre dos pilares: la independencia y la imparcialidad. No es difícil advertir que esa construcción institucional, en buena medida, descansa sobre la autocontención de quienes conforman la judicatura. Puesto que constituyen el mecanismo de cierre del sistema, la garantía del Estado de Derecho, el ejercicio de sus funciones únicamente queda sometido a un control inter pares. Solo los jueces controlan a los jueces. Pero el poder judicial no ha sabido, no ha querido o no ha podido corregir los desmanes que se han producido en su interior.
Llegados a este punto, la solución no pasa por archivar la impresentable querella de Manos Limpias contra la mujer del presidente o por abrir algún más que merecido expediente disciplinario. El corporativismo endémico de una judicatura poco afectada por la transición ha debilitado los mecanismos de control interno. La utilización partidista que el PP ha hecho en los últimos 10 años del CGPJ ha roto la ya de por sí escasa legitimación democrática de la judicatura. Y su diseño interno no facilita ni la transparencia ni la rendición de cuentas. Las grietas son tan grandes que amenazan la estabilidad de todo el edificio.
Una democracia liberal no se puede permitir que un juez sea pieza clave en la persecución y hundimiento de un partido político, como ha sucedido con Podemos. El Estado de Derecho no puede soportar que parte de la judicatura se convierta en un frente contramayoritario, activo en la lucha partidista y marcadamente posicionado. No es posible un debate público constructivo si día sí, día también, se abren, perpetúan y aprovechan procedimientos penales infundados contra dirigentes políticos o sus familiares. La Justicia no puede controlar al Ejecutivo y al Legislativo si ha perdido toda credibilidad social.
En suma, la judicatura en España no ha sabido mantenerse en su posición constitucional y sus integrantes se han vuelto irresponsables. Ya no nos sirve, no responde a las necesidades de un país democrático, fundado en los principios liberales de separación de poderes, presunción de inocencia o imperio de la ley. Y como de momento no tenemos otros principios mejores, necesitamos acometer una profunda reforma. Una de las muchas respuestas necesarias al problema del enfangamiento de la política pasa por el rediseño de la Administración de Justicia.
Quizá parezca muy larga la distancia entre el sistema de acceso a la judicatura y el calvario procesal de Victoria Rosell. Cuesta unir los meses de kafkiana imputación del delegado del Gobierno en Madrid por permitir una manifestación con la organización de la planta judicial. También es discutible que la reforma de la instrucción penal evite desatinos judiciales como los recientemente protagonizados por García Castellón en la causa del Tsunami. Pero la situación es grave y exige profundidad en la búsqueda de soluciones. El debate sobre el poder judicial que queremos, que necesitamos, es poco atractivo en términos mediáticos y no puede abordarse con eslóganes o recetas simples. Pero no puede aplazarse. Durante demasiado tiempo se ha minusvalorado el daño sistémico de unos pocos jueces no alineados con el paradigma constitucional.
El poder judicial puede y debe ser parte de la solución. Es imprescindible que constituya un dique de contención frente a los abusos institucionales, la difusión de noticias falsas o la manipulación de la opinión pública. Pero, para ello, necesitamos una judicatura confiable, con legitimidad democrática y responsabilidad. La mayoría de jueces y juezas están preparados y en condiciones de cumplir esa función constitucional pero requieren nuevas herramientas, estructuras y procedimientos que se adapten a las necesidades y retos actuales. Hace falta renovar y reformar el CGPJ. Urge fortalecer la independencia y la imparcialidad de la judicatura con nuevos mecanismos de responsabilidad y transparencia. Hay que afrontar reformas en el acceso, la carrera profesional, la instrucción penal o el carácter vitalicio del Tribunal Supremo.
La carta del presidente del Gobierno abre una insólita coyuntura política que no sólo debe mover a la reflexión, también hay que actuar. O será demasiado tarde porque, como dice el poema, al final no quedará nadie para protestar.
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Juan Manuel Alcoceba Gil y Amaya Arnáiz Serrano son profesores de Derecho en la Universidad Carlos III de Madrid y Javier Truchero Cuevas es abogado y socio de Iuslab
La bomba lanzada por Pedro Sánchez sobre su posible dimisión ha centrado el debate público en el alcance y los devastadores efectos de la “máquina del fango”. Las acusaciones sin fundamento son lanzadas a diario desde la más absoluta impunidad, convenientemente atendidas por jueces activistas y amplificadas por un coro de propagandistas reaccionarios disfrazados de medio de comunicación. Se trata de un círculo vicioso en expansión donde, además, el fango ya no solo se arroja contra el personaje público a batir, sino contra su familia o círculo más cercano.