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La reciente decisión de las plataformas tecnológicas de Silicon Valley de bloquear las cuentas de los seguidores reaccionarios de Donald Trump ha abierto todo un debate en torno a la libertad de expresión y la influencia de estas empresas en las democracias liberales. Esta aproximación no sólo es eurocéntrica (el problema de muchos países del Sur es que el escaso acceso a internet está mediado por Google y Facebook), sino extremadamente inútil a la hora de responder a las brechas sociales modernas desde una perspectiva progresista.
Partamos de la primera afirmación, el carácter unidimensional de esta decisión. Ciertamente, el bloqueo a las cuentas de ultraderecha sólo ha tenido lugar en Estados Unidos. Como muestran distintos estudios políticos y sociológicos, la manera en que estos movimientos se organizan en internet comparte una serie de patrones similares en otros países europeos como Alemania, Francia e incluso España. Por ejemplo, el ecosistema mediático patrio está compuesto por muchos medios de comunicación, blogs y foros que distribuyen mensajes golpistas o reaccionarios de una radicalidad similar a la de los asaltantes al Capitolio que no ha sido objeto de moderación por parte de Google, en cuya web campan a sus anchas una enorme plétora de dominios en los que se sostienen mensajes filofascistas (aunque sea en forma de comentarios a una publicación), después distribuidos a través de Twitter, Facebook y WhatsApp (ambas plataformas del mismo dueño).
Pese a todo, el hecho ocurrido en la capital mundial ha dado que hablar en España, más por el fetiche periodístico de emular —o sencillamente copiar— los debates que tienen lugar en la prensa mainstream anglosajona,mainstream que por una convicción ideológica y política a poner coto a plataformas que también operan en España. El marco se ha centrado en el ataque a libertades civiles, como la de expresión o prensa, recogidas en la primera enmienda de la Constitución de EEUU. No obstante, dónde quedan otras preguntas, como la mera cuestión de si queremos que las tareas de moderación las ejerzan los algoritmos de plataformas privadas, diseñados para guiarnos hacia las formas más puras de mercancía online, o si por el contrario son necesarias plataformas públicas que puedan ser utilizadas por personas competentes, como los periodistas, o sencillamente expertos en las distintas ramas sociales o científicas, que moderen los debates en la esfera pública digital.
En esta compleja dicotomía es donde la agenda progresista debiera tener algo que decir, especialmente si quiere moverse más allá de los marcos ultraderechistas que en España ha empezado a defender Vox a través de debates recientes como “La libertad de expresión ante la amenaza de las corporaciones tecnológicas”, donde se expusieron argumentos que muchos liberales podrían comprar, como muestra la intervención de Juan Carlos Girauta en dicho evento. En primer lugar, el framing debiera ser el siguiente: Silicon Valley no pone en riesgo la libertad de expresión, sino la introducción del mercado —mediante tecnologías digitales— en cada esfera de la vida, una tendencia que en España comenzó con una Transición incompleta y un intento por terminarla mediante métodos neoliberales a finales de los ochenta. Por lo tanto, el problema es más antiguo que internet.
Sin embargo, las formas de abordarlo políticamente pueden utilizar las tecnologías digitales de reciente creación para replantear todas estas cuestiones. Fijándonos en la esfera pública patria, buena parte de los medios españoles operan de acuerdo a los patrones de Google y Facebook (verdad es lo que más clicks consigue, es decir, genere mayor retorno en publicidad). Además, buena parte de la innovación tecnológica tiene lugar gracias a becas de estas empresas. Por ejemplo, entre 2015 y 2018 Google entregó entre 8 y 10 millones de euros a 39 proyectos mediáticos para que desarrollaran softwares. El problema es que todos debían estar enfocados a la monetización de contenido, es decir, a mercantilizar la información, aunque sea en forma de subscripciones periodísticas, lo cual refuerza los problemas descritos: empresas privadas controlan la creación e incluso financiación de lo que en el Despertar del sueño tecnológico (Akal, 2019) se denomina “imprenta digital”.
Por este y otros muchos motivos, necesitamos un nuevo paradigma para comprender cómo ha cambiado nuestra relación con la tecnología en los últimos 15 años, periodo que marca precisamente la muerte de las imprentas y el auge de las plataformas digitales. También, politizar la técnica de forma que sea posible cambiar la suerte de nuestras alicaídas democracias. Todo ello debiera partir de la necesidad de impulsar una infraestructura pública, no necesariamente estatal, sino erigida sobre servidores locales personales que impida la centralización de la información en un organismo político o empresarial. Los ciudadanos tendrían la capacidad de escoger qué datos comparten de manera anonimizada para mejorar la prestación de servicios públicos, sea la movilidad, el transporte o la información.
A su vez, ello debiera dar lugar a una arquitectura digital, métodos de coordinación social y gestión del conocimiento distintos a los del mercado. Respecto a la primera cuestión, no existe ninguna razón por la que los medios deban competir en el motor de búsqueda de Google, el cual fomenta las noticias más virales sin tener en cuenta su profundidad o veracidad, en lugar de existir instancias especializadas según la temática a la que los usuarios pudieran acceder de acuerdo a sus intereses, al estilo Mastodon, con moderadores especializados que evitan la difusión de, por ejemplo, mensajes nazis.
Un interfaz sencillo, en el marco de una plataforma pública, podría ofrecer noticias de manera mucho más personalizada que Google News y sin necesidad de cookies o permisos de ubicación diseñados para vigilar cada comportamiento del usuario en la web a fin de ofrecerle mejor publicidad, en muchos casos de dudosa utilidad pública, como la de apuestas. Esta información sería provista por el usuario, en lugar de ser extraída, quien además podría escoger a qué medios apoyar económicamente a través de distintas formas. Así, el dinero público podría utilizarse de manera más democrática y descentralizada de lo que permite la publicidad institucional si los usuarios lo destinaran a los medios que son de su confianza, los cual les obligaría a producir información y conocimiento de calidad.
También podría existir apoyo público a las mejores propuestas de innovación periodística, no entendida esta en base a los criterios de la monetización, sino de la investigación. Estas decisiones, ejecutadas por grupos compuestos de perfiles técnicos y periodísticos, serían transparente y fácilmente escrutables debido al carácter de código abierto que adquirirían los desarrollos de software, lo cual también facilitaría que otros medios se beneficiarían de dichos avances y se pusiera fin a las lógicas de ultracompetencia en el mercado de la información digital. De hecho, dichos grupos de expertos también podrían ser escogidos por las distintas instancias para moderar las publicaciones en la web. En efecto, no sería necesaria la creación de una burocracia estatal, sino personas escogidas de manera aleatoria en base a un pool de perfiles reconocidos por la comunidad de usuarios.
Experimentos de este tipo no solo democratizarían radicalmente la esfera pública, sino que reducirían el poder que tienen los grandes grupos de comunicación, en alianzas con las plataformas privadas, para determinar una realidad cuyo componente fundamental es la extinción humana debido al cambio climático. Sin duda, ninguna de estas propuestas pueden tener lugar sin otra serie de arreglos políticos y constitucionales, como el artículo 8 de la Carta Magna, que escapan al mundo digital. No obstante, cada vez existen más incentivos para imaginar una utopía alternativa a la de Silicon Valley y caminar hacia sociedades donde la soberanía sea verdaderamente popular.
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Ekaitz Cancela y Aitor Jiménez son investigadores y coautores del informe La economía política del capitalismo digital en España, publicado por el Instituto 25M.
La reciente decisión de las plataformas tecnológicas de Silicon Valley de bloquear las cuentas de los seguidores reaccionarios de Donald Trump ha abierto todo un debate en torno a la libertad de expresión y la influencia de estas empresas en las democracias liberales. Esta aproximación no sólo es eurocéntrica (el problema de muchos países del Sur es que el escaso acceso a internet está mediado por Google y Facebook), sino extremadamente inútil a la hora de responder a las brechas sociales modernas desde una perspectiva progresista.
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