Sabemos de los recurrentes desmanes y agravios del alcalde de Madrid en ejercicio, Martínez Almeida, al patrimonio cultural y a la memoria democrática. Recordará el lector su procaz destrucción a martillazos de la placa conmemorativa de Largo Caballero en Chamberí, tropelía que le costó la vergonzante condena a su reposición, o de las losetas del memorial con los nombres de los casi tres mil fusilados por el franquismo en las tapias del cementerio de la Almudena; quien esto lea se acordará sin duda de la afrenta del regidor a Miguel Hernández, cuyos versos vetó que se grabaran en ese mismo cementerio del Este, a pocos metros de donde mandó eliminar aquella frase "que mi nombre no se borre en la historia", escrita en su carta de despedida por Julia Conesa, una de las Trece Rosas, antes de ser fusilada. Lo de Almeida es crecerse en la gigantesca estatua del legionario en bronce amenazante, a bayoneta calada, con loa incluida al carnicero golpista Millán Astray. La inauguró salivando en plena Castellana madrileña. Suya es también la proclividad a la tala de árboles, auténtica incontinencia, casi enfermiza, compartida con la también adicta Ayuso. Ese borrado de cualquier atisbo de nuestra memoria democrática y los ultrajes del actual regidor al patrimonio cultural y paisajístico, son propios de una mala persona desvergonzadamente engreída, sectaria y de insidias insaciable.
Por otra parte, cuesta comprender que, por un largo desdén institucional aun tratándose de un Premio Nobel de Literatura, haya permanecido años en ruinas junto a un cedro del Líbano el domicilio de Vicente Aleixandre, situado en el número 3 de la antigua Velintonia del barrio de Chamberí, hoy con nombre del poeta. Afortunadamente, merced al buen hacer del consejero de Cultura de la Comunidad de Madrid, Mariano de Paco Serrano, hijo de un catedrático universitario especialista en la llamada Generación del 27, podrá recuperarse como Bien de Interés Patrimonial (BIP). Es sabido que, como su casa veraniega en Miraflores de la Sierra, fue el lugar de su celebrada creación poética, así como de encuentro con compañeros en lides poéticas y artísticas de su generación y de las subsiguientes, de las que fue maestro respetadísimo.
Otro sitio de significativa relevancia y sobrada "nobleza" dentro del patrimonio cultural madrileño por su incuestionable valor histórico-literario y paisajístico parece condenado a desaparecer debido a una desmesurada operación urbanística, y no menor económica, a punto de consumarse. Me refiero al oprobio del gobierno municipal por el plan de urbanización presentado en favor de las actuales propietarias de la conocida como Huerta de Mena, antigua quinta de recreo o palacete a las afueras del pueblo de Hortaleza, donde pasó largas temporadas, hasta 1928, el dramaturgo alicantino y madrileño de adopción Carlos Arniches (1866-1943), quien pronto la denominó Los Almendros por los árboles que la vestían.
La familiar casona encalada, todavía en pie, su enorme jardín hoy ya con arrugas de abandono y un espléndido bosque de almendros, fueron sin duda espacios propicios para ratos de solaz y conversación amena. A su hospitalidad se acercaron destacadas personalidades del mundo del teatro, de la cultura y de la intelectualidad en los tiempos de vanguardia literaria y artística de los años veinte. Recuerdo haber visto aquella finca desde el balcón en el sexto piso de la casa de mis padres en la calle Santa Virgilia, y también el florecer de los almendros a los que una nueva autopista estaba dando talas de loca modernidad. Al norte de Hortaleza, apenas iniciado el camino que iba a las casas humildes de las Cárcavas, no lejos de donde sucedió el muy comentado crimen de la muchacha de la tinaja y se divisaba Barajas, salía a la izquierda el sendero que llevaba hasta la puerta principal del que, al decir de la gente, era un asilo regentado por monjitas y mucho antes fue mansión de un escritor importante. Aún me pregunto por qué hablábamos bajito muy cerca de aquel lugar, mientras anochecía y nos confiábamos amores jóvenes.
Con el tiempo supimos que el comediógrafo Carlos Arniches, autor en su juventud de juguetes cómicos, pasos y sainetes para zarzuelas, todos ellos muy logrados cuadros costumbristas y algunos con música de los célebres compositores Federico Chueca y su paisano Ruperto Chapí, junto a los almendros de la Huerta de Mena escribió con indiscutible ingenio, talento y alto vuelo artístico algunas farsas y comedias que merecieron el refrendo popular y los elogios de la crítica teatral. Fue el caso de los sainetes Don Quintín, el amargao, escrito al alimón con Luis Estremera y cuyo guion cinematográfico en 1935 para Filmófono debemos a Eduardo Ugarte y Luis Buñuel, o El señor Adrián, el primo, por citar sólo dos ejemplos entre la copiosa producción arnichista. Plenamente madrileñizado, en aquel recinto privilegiado Carlos Arniches supo hacer propia la jerga de barrios bajos o el habla castiza del "chulillo" y la"gachí", al tiempo que terminaba de idear un nuevo patrón de tragicomedia sustentada en elementos del melodrama y del teatro grotesco de ascendencia italiana, parejamente a la comedia de costumbres, lo bufo y lo patético, sin esquivar el mundo humano de valores morales. Ciertamente ese nuevo género tuvo Arniches en Es mi hombre o ¡Que viene mi marido! sus mejores muestras. Y así se convirtió en un autor que en Madrid y para Madrid creó su teatro.
Lo de Almeida es crecerse en la gigantesca estatua del legionario en bronce amenazante, a bayoneta calada, con loa incluida al carnicero golpista Millán Astray
Si no se pone remedio, la operación urbanística en ciernes destruirá el pulmón de los centenarios almendros y borrará definitivamente las huellas culturales bien marcadas en la historia entrañable de aquella casa de verano de los Arniches, que compró el dramaturgo en 1922 al ministro durante el reinado de Alfonso XIII y director de El Imparcial Rafael Gasset Chinchilla. Porque es innegable que durante los prodigiosos años veinte la Huerta de Mena fue lugar de citas familiares, de mañanas hospitalarias, de meriendas y atardeceres de tertulia improvisada con amigos escritores. Tuvo no pocos visitantes y convidados ilustres. Uno de ellos fue, por evidentes razones familiares al estar casado con Pilar Arniches, Eduardo Ugarte y Pagés, director de cine, guionista y dramaturgo, fundador con Federico García Lorca del grupo teatral La Barraca en 1931. Por su amistad con el poeta granadino cabe presuponer que éste visitase a Arniches en alguno de sus domicilios madrileños. Después de la venta de Los Almendros, Ugarte estuvo un par de años en Hollywood como guionista y traductor para la Metro Goldwyn Mayer, junto al novelista y dramaturgo de renombre y éxito en la posguerra José López Rubio. Allí se relacionaron con Charles Chaplin, Oliver y Hardy y, según los biógrafos, también con Buster Keaton. No hay duda de que el polifacético escritor José Bergamín, el otro yerno del comediógrafo, quien aparece cabizbajo en el grupo fotografiado en diciembre de 1927 en Sevilla, —fecha y lugar de "nacimiento" de la generación apellidada con ese guarismo—, solía presentarse en aquella hacienda con algunos amigos suyos en afanes literarios. Si bien es cierto que, al decir de Vicente Aleixandre, el afamado dramaturgo no apreciaba demasiado a la juventud literaria de entonces.
Acaso una de las excepciones fue el alicantino Juan Chabás (1900-1954), poeta ultraísta, destacado novelista e influyente crítico literario y teatral en el diario madrileño La Libertad y en la prestigiosa Revista de Occidente. Por paisanaje y gran afecto mutuo, la acreditada y frecuente presencia suya en los domicilios del dramaturgo, tanto en Madrid como en Los Almendros, facilitó sin duda alguna el encuentro de jóvenes escritores con el autor de La señorita de Trévelez. El mismo Juan Chabás con su novia la poeta canaria Josefina de la Torre visitó al dramaturgo y coincidió en Los Almendros de 1927 con Carmen Ruiz Moragas, primera actriz de Benavente y amante del rey Alfonso XIII y más tarde, en horas republicanas, pareja de Chabás hasta que murió semanas antes de la guerra civil. Tiempo después, en 1933, éste reseñará en el periódico Luz el sainete en tres actos Las doce en punto y la tragedia grotesca El casto de don José, de Arniches, a quien asimismo dedicará años más tarde, exiliado en Cuba, unas páginas en su más ambicioso trabajo historiográfico Literatura española contemporánea (1898-1950).
Rafael Alberti en sus memorias La arboleda perdida trazó su visita al comediógrafo en el barrio madrileño de Almagro tras haber obtenido su primer libro, Marinero en tierra, el Premio Nacional de Poesía en 1924, del que Arniches fue miembro del jurado en la modalidad de teatro. Su segundo encuentro con el dramaturgo ocurrió en la Huerta de Mena, no acompañado de García Lorca como se ha dicho, a quien había conocido en la Residencia de Estudiantes, sino a finales de 1926 con Chabás, recién llegado de una larga estancia en Génova, y la pintora Maruja Mallo, "bella en su estatura" cogida del brazo de Alberti. El dianense llevaba en mano un escrito de presentación firmado por su paisano y amigo Gabriel Miró para el sainetista. Con ocasión de su nombramiento de Doctor Honoris Causa por la Universidad de Toulouse en la primavera de 1983, el mismo Rafael Alberti me confirmó con sorprendente detalle esa visita a los Arniches en Hortaleza. Sin duda no fue la única. El propio poeta se refiere a lecturas poéticas en 1928 al aire libre, "cerca de un estanque", según recordaba en una carta al director de la revista Litoral, José María Amado, sobrino nieto del comediógrafo y hermano de Victoria, una jovencita a la que el gaditano aún no treintañero dedicó dibujos y escrituras y de quien quedó de inmediato prendado. Así lo documentó Marcos Vasconcellos. No es descabellado pensar que ese lance amoroso frustrado pudiera aparecer tímidamente en algún verso de Sobre los ángeles (1929) uno de los poemarios destacados del singular y heterodoxo surrealismo español.
En la finca Los Almendros Carlos Arniches disfrutó el honor de recibir, entre otros, al pintor valenciano Cecilio Pla en sus últimos años y, de nuevo acompañado por Juanito Chabás, al también pintor Gregorio Prieto. Alguna vez allí estuvieron Dámaso Alonso y el escritor diplomático Edgar Neville. Con mayor frecuencia asistían los amigos de Carlos Arniches Moltó, hijo mayor del sainetista, arquitecto de gran prestigio, estudioso del pintor Vázquez Díaz, habitual en los ambientes distinguidos y culturales madrileños...
La historia de la Huerta de Mena y su espacio, patrimonio inmaterial madrileño, comenzaron a diluirse en el olvido cuando Carlos Arniches vendió la finca a las religiosas de la Santísima Trinidad a las que se la compró el médico e investigador José Román Manzanete hace setenta años. Este, a su vez, la vendió en 1964 a las desde entonces propietarias, Adoratrices Esclavas del Santísimo Sacramento y de la Caridad. De no impedirse, esas monjas se harán multimillonarias merced al destrozo de un bien no declarado premeditadamente de interés cultural aunque, tomándonos por tontos, nos digan que se ha previsto dar nombre a espacios por referencia a sucesos, personas y demás relacionados con la finca de Los Almendros. En fin, con la iglesia y el alcalde hemos topado. Podría ser el título para una de las farsas bufas y grotescas de Carlos Arniches, pero, desde luego, sin ninguna gracia.
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Javier Pérez Bazo es catedrático de Literatura en la Universidad de Toulouse-Jean Jaurès.
Sabemos de los recurrentes desmanes y agravios del alcalde de Madrid en ejercicio, Martínez Almeida, al patrimonio cultural y a la memoria democrática. Recordará el lector su procaz destrucción a martillazos de la placa conmemorativa de Largo Caballero en Chamberí, tropelía que le costó la vergonzante condena a su reposición, o de las losetas del memorial con los nombres de los casi tres mil fusilados por el franquismo en las tapias del cementerio de la Almudena; quien esto lea se acordará sin duda de la afrenta del regidor a Miguel Hernández, cuyos versos vetó que se grabaran en ese mismo cementerio del Este, a pocos metros de donde mandó eliminar aquella frase "que mi nombre no se borre en la historia", escrita en su carta de despedida por Julia Conesa, una de las Trece Rosas, antes de ser fusilada. Lo de Almeida es crecerse en la gigantesca estatua del legionario en bronce amenazante, a bayoneta calada, con loa incluida al carnicero golpista Millán Astray. La inauguró salivando en plena Castellana madrileña. Suya es también la proclividad a la tala de árboles, auténtica incontinencia, casi enfermiza, compartida con la también adicta Ayuso. Ese borrado de cualquier atisbo de nuestra memoria democrática y los ultrajes del actual regidor al patrimonio cultural y paisajístico, son propios de una mala persona desvergonzadamente engreída, sectaria y de insidias insaciable.